Al entrar en casa Asya y Armanoush se la encontraron atiborrada de mujeres. Aunque la mayoría de las invitadas se arracimaban en el salón del primer piso, algunas andaban dispersas por otras habitaciones, bien para cambiarle los pañales a un bebé, para regañar al hijo, para cotillear un poco o para rezar, puesto que era la hora de la oración de la tarde. Al no poder retirarse a su cuarto, las chicas se dirigieron a la cocina, donde encontraron a las tías susurrando sobre la tragedia que había caído sobre ellas, mientras preparaban bandejas de ashura.
– La pobre mamá está destrozada. ¿Quién iba a pensar que toda la ashura que preparó para Mustafa acabaría sirviéndose en su funeral? -comentó la tía Cevriye, junto al fogón.
– Sí, la mujer americana también está destrozada -apuntó la tía Feride sin levantar la vista de una misteriosa mancha que había en el suelo-. Pobrecita. Viene a Estambul por primera vez en la vida y pierde a su marido. Da miedo pensarlo.
La tía Zeliha, sentada a la mesa fumando un cigarrillo, replicó suavemente:
– Bueno, supongo que ahora regresará a Estados Unidos y se volverá a casar. Ya sabéis que el número de Alá es el tres. Si se ha casado dos veces, se tiene que casar una tercera. Ahora bien, después de un marido armenio y otro turco, ¿qué le tocará?
– ¡Cómo puedes decir esas cosas! La pobre mujer está de duelo -protestó la tía Cevriye.
– El duelo es como la virginidad -suspiró la tía Zeliha-. Habría que dárselo a quien más se lo merece.
Las dos tías dieron un respingo al oírla, estupefactas y horrorizadas. En ese instante Asya y Armanoush entraron en la cocina, seguidas de Sultán Quinto, que maullaba de hambre.
– Venga, hermanas, vamos a dar de comer a ese gato antes de que devore toda la ashura -dijo la tía Zeliha.
La tía Banu, que llevaba unos veinte minutos en la encimera haciendo té, cortando limones y escuchando el debate sin intervenir, se volvió hacia su hermana pequeña y decretó:
– Tenemos cosas más urgentes que hacer.
A continuación sacó de un cajón un enorme y reluciente cuchillo y partió en dos una cebolla. Luego acercó una mitad hacia la nariz de Zeliha.
– ¿Qué haces?
La tía Zeliha dio un brinco en la silla.
– Ayudarte a llorar, cariño. -La tía Banu movió la cabeza-. No querrás que los invitados te vean así, ¿no? Por mucho que seas un espíritu libre, hasta tú necesitas echar una lágrima o dos en la casa del muerto.
Con la cebolla en la nariz, la tía Zeliha cerró los ojos. Parecía una escultura vanguardista sin posibilidades de ser exhibida en ningún museo tradicional: La cebolla y la mujer que no podía llorar.
Por fin abrió los ojos verde jade y soltó una lágrima. La cebolla había funcionado.
– ¡Bien! -La tía Banu asintió con la cabeza-. Venga, todo el mundo, tenemos que ir al salón. Los invitados ya se estarán preguntando dónde están las anfitrionas, que han dejado solo al muerto.
Esto lo dijo la hermana que en otros tiempos había jugado a ser «madre» de la tía Zeliha, cantándole nanas medio inventadas, dándole de comer galletas sobre cajas de cartón convertidas en mesas imaginarias, contándole historias que siempre acababan con la chica guapa casándose con el príncipe, abrazándola y haciéndole cosquillas, la hermana que la había hecho reír como nadie.
– Muy bien -convino la tía Zeliha-. Vamos pues.
Y se marcharon todas al salón, las cuatro tías delante, seguidas de Armanoush y Asya. Entraron con paso sincronizado a la sala llena de invitadas, donde estaba el cadáver.
Rose estaba sentada en un rincón, en un cojín en el suelo, con el pelo rubio cubierto por un pañuelo, los ojos hinchados de llorar, el cuerpo rechoncho apretujado entre desconocidos. Al instante le hizo un gesto a Armanoush para que se acercara.
– Amy, ¿dónde estabas? -dijo, pero sin esperar respuesta le lanzó una andanada de preguntas-. No tengo ni idea de lo que está pasando aquí. ¿Podrías enterarte de lo que piensan hacer con el cuerpo? ¿Cuándo piensan enterrarlo?
Armanoush, que apenas tenía respuestas, se acercó más a su madre y le cogió la mano.
– Mamá, estoy segura de que saben lo que hacen.
– Pero yo soy su mu-jer. -Le falló la voz en esta última palabra, como si empezara a dudarlo.
Lo habían tumbado en el sofá, con los pulgares atados, las manos sobre el pecho, donde había una pesada hoja de acero para que el cadáver no se hinchara. Le habían colocado en los ojos dos monedas grandes de plata oscurecida, para que no se abrieran, y en la boca habían vertido unas cucharadas de agua de La Meca. En una bandeja de plata junto a su cabeza ardía incienso de sándalo. Aunque las ventanas estaban cerradas a cal y canto, el humo de la habitación se agitaba cada pocos minutos, como abanicado por una indetectable brisa que se filtrara entre las paredes, y zigzagueaba en torno al diván hasta disolverse por fin en una nubecilla gris. Pero de vez en cuando seguía una ruta diferente, descendiendo cada vez más cerca del cadáver en círculos concéntricos, como un ave rapaz acechando a su presa. El humo de sándalo, de olor amargo y penetrante, se hizo tan intenso que a todos les lloraban los ojos. A casi nadie le importó, sin embargo, porque ya estaban llorando.
En una esquina un imán tullido bamboleaba la parte superior del cuerpo, totalmente absorto en la recitación del Corán. Hablaba con un ritmo en constante crescendo, hasta que de pronto se detuvo. Armanoush intentó no prestar atención a la marcada disparidad entre el diminuto cuerpo del imán y la corpulencia de las mujeres que le rodeaban. Hizo los mismos esfuerzos por no mirar el vacío donde tenían que haber estado sus dedos. El imán solo tenía un dedo y medio en cada mano. Era imposible no preguntarse qué le habría pasado. ¿Sería de nacimiento o se los habrían cortado? Fuera cual fuese la historia, su cuerpo incompleto era una de las razones por las que aquellas mujeres estaban tan relajadas a su lado. En la imperfección residía la clave de su plenitud, en su carencia estaba el secreto de su santidad. Era un alma en el umbral de dos mundos, y como todas las almas entre dos mundos, tenía algo sobrenatural. Era un hombre, pero tan sagrado que no podía ser considerado un hombre. Era un hombre santo, pero tan tullido que era imposible olvidar su carácter mortal. Fuera como fuese, el imán tullido no necesitaba dedos para pasar las páginas del santo Corán en su mente. Lo tenía todo almacenado en la memoria, hasta el último verso.
Al final de un pasaje, el imán se detuvo un segundo, tragando el regusto que le habían dejado en la boca las sacrosantas palabras. Luego comenzó a recitar de nuevo. Era precisamente aquel ritmo ondulante lo que llegaba a los corazones de las mujeres, porque ninguna de ellas entendía una palabra de árabe. Incluso cuando sollozaban, las mujeres ponían siempre cuidado en no ahogar con sus llantos la voz del hombre santo. Tampoco lloraban demasiado flojo, sin olvidar ni por un instante que aquel lugar atestado de gente era un ölüevi.
Junto al imán, en el segundo lugar de respeto, estaba Petite-Ma. Su diminuto cuerpo parecía una pasa al sol, encogida y arrugada. Todo el mundo, al llegar, le besaba la mano y le daba sus condolencias, pero era difícil saber si ella las oía. En general, cada vez que se le acercaba alguien, Petite-Ma se limitaba a mirar. Sin embargo, de vez en cuando respondía con una serie de preguntas:
– ¿Quién eres, querida? -preguntaba a parientes o amigas de toda la vida-. ¿Dónde has estado metida tanto tiempo? ¡Tú no vas a ningún lado, diablilla! -reprendía a perfectas desconocidas. Y luego, entre sus llamativos silencios y sus más llamativos comentarios, su rostro se refugiaba en una absoluta inexpresividad y Petite-Ma parpadeaba confusa con furtivo pánico. En esos instantes no comprendía qué hacía toda aquella gente en su salón ni por qué lloraban tanto.