Esa noche a las nueve, después de una cena formal, con las luces apagadas y entre canciones y palmas, Asya Kazancı sopló las velas de su tarta con tres capas de manzana caramelizada (extremadamente dulce) y glaseado de limón (extremadamente amargo). Solo pudo apagar la tercera parte. Del resto se encargaron sus tías, su abuela y Petite-Ma, soplando en todas direcciones.
– ¿Cómo ha ido hoy la clase de ballet? -preguntó la tía Feride mientras volvía a encender las luces.
– Bien -sonrió Asya-. Me duele un poco la espalda porque nos obligan a hacer muchos estiramientos, pero bueno, no me puedo quejar, he aprendido muchos movimientos nuevos…
– ¿Ah, sí? -se oyó una voz suspicaz. Era la tía Zeliha-. ¿Como cuál?
– Bueno… -Asya dio el primer bocado a la tarta-. A ver. He aprendido el petit jeté, que es un saltito, y la pirouette y el glissade.
– Esto es como matar dos pájaros de un tiro -comentó la tía Feride-. Pagamos por las clases de ballet, pero al final acaba aprendiendo ballet y francés a la vez. ¡Nos ahorramos un montón de dinero!
Todo el mundo asintió, todos menos la tía Zeliha, que con una chispa de escepticismo en el abismo de sus ojos de jade acercó la cara a la de su hija y dijo con tono casi inaudible:
– ¡Enséñanoslo!
– ¿Estás loca? -Asya dio un respingo-. ¡Eso no se puede hacer aquí en medio del salón! Tengo que estar en el estudio y trabajar con una profesora. Primero calentamos y estiramos, y nos concentramos. Y siempre hay música… Glissade significa deslizarse, ¿lo sabías? ¿Cómo me voy a deslizar aquí en la alfombra? ¡No se puede hacer ballet así sin más!
Una sonrisa taciturna se perfiló en los labios de la tía Zeliha, que se pasaba los dedos por el pelo negro. No dijo nada más. Parecía más interesada en comerse la tarta que en discutir con su hija. Pero su sonrisa fue suficiente para enfurecer a Asya, que apartó su plato y se levantó.
Esa noche, a las nueve y cuarto, en el salón del que en otros tiempos fuera un opulento konak de Estambul, ahora antiguo y ruinoso, Asya Kazancı hacía pasos de ballet en una alfombra turca, la cabeza en una romántica pose, los brazos estirados, las manos suavemente curvadas para que el dedo medio tocara el pulgar, mientras su mente era un torbellino de rabia y resentimiento.
6
Pistachos
Armanoush Tchajmajchian miraba a la cajera de Un Lugar para Libros Limpio y Bien Iluminado, que metía una a una las doce novelas que acababa de comprar en una mochila de lona mientras esperaba a que se procesara su tarjeta de crédito. Cuando por fin le dieron el recibo, lo firmó intentando no mirar el total. ¡Había vuelto a gastarse todos los ahorros del mes en libros! Era un auténtico ratón de biblioteca, un rasgo no muy prometedor puesto que para los chicos no tenía ningún valor, y por lo tanto solo servía para preocupar más a su madre sobre sus posibilidades de pescar un marido rico. Esa misma mañana su madre le había hecho prometer por teléfono que no diría ni una palabra sobre libros cuando saliera esa noche. Armanoush notó una oleada de angustia en el estómago al pensar en su inminente cita. Después de un año sin salir con nadie (un solemne tributo a sus veintiún años de soltería crónica salpicada de pseudocitas desastrosas), hoy por fin Armanoush Tchajmajchian volvería a darle una oportunidad al amor.
Si bien su pasión por los libros había sido una razón fundamental de su recurrente incapacidad para mantener una relación normal con el sexo opuesto, había otros dos factores que avivaban las llamas de su fracaso. El primero y más importante: Armanoush era guapa, demasiado guapa. Con un cuerpo bien proporcionado, un rostro delicado, pelo ondulado rubio oscuro, enormes ojos de color gris azulado y una nariz afilada con un pequeño caballete que en otros podría parecer un defecto, pero que en ella no hacía más que añadir un aire de seguridad en sí misma, su atractivo físico combinado con su inteligencia intimidaba a los jóvenes. No es que prefirieran una mujer fea, o que no supieran apreciar la inteligencia; sencillamente, no sabían dónde encasillarla: en el grupo de mujeres con las que se morían por acostarse (las guapas), en el grupo donde buscaban consejo (las amigas), o en el de las mujeres con las que esperaban casarse a la larga (las de tipo novia). Armanoush, que era lo bastante sublime para ser todo eso a la vez, terminó no siendo nada.
El segundo factor, que también estaba fuera de su control, era más complicado: sus parientes. La familia Tchajmajchian, en San Francisco, y su madre, en Arizona, tenían puntos de vista diametralmente opuestos en cuanto al hombre adecuado para Armanoush. Todos los años desde que era pequeña Armanoush pasaba casi cinco meses en San Francisco (vacaciones de verano, la semana de primavera y frecuentes visitas los fines de semana) y los otros siete meses en Arizona, así que había tenido la oportunidad de descubrir por sí misma lo que cada bando esperaba de ella y hasta qué punto eran irreconciliables esas expectativas. Lo que hacía feliz a un grupo, angustiaría al otro. Para no disgustar a nadie, Armanoush había intentado salir con chicos armenios en San Francisco, y con cualquiera que no fuera armenio en Arizona. Pero sin duda el destino le tomaba el pelo, porque en San Francisco solo se había sentido atraída por los no armenios, mientras que los tres jóvenes de los que se había enamorado en Arizona resultaron ser norteamericanos de origen armenio, para gran decepción de su madre.
Echándose a la espalda las ansiedades junto con la pesada mochila, cruzó Opera Plaza mientras el viento silbaba y gemía sobrenaturales melodías. Vislumbró a una joven pareja en el Max's Opera Café que o bien aborrecían los sándwiches de ternera apilados ante ellos o bien acababan de pelearse. «Gracias a Dios que estoy sola», se dijo Armanoush medio en broma antes de girar hacia Turk Street. Años atrás, cuando todavía no había cumplido los veinte, Armanoush le enseñó la ciudad a una chica de Nueva York, de origen armenio. Al llegar a esta calle a la chica se le cayó el alma a los pies.
– ¡Turk Street! ¡Calle de los turcos! ¿Es que están en todas partes?
Armanoush recordó lo mucho que le sorprendió la actitud de la chica. Intentó explicarle que la calle se llamaba así por Frank Turk, un abogado que había sido teniente de alcalde y formaba parte de la historia de la ciudad.
– Ya -interrumpió su amiga, mostrando muy poco interés por la historia urbana-. Da igual, ¿acaso no están en todas partes?
Pues sí, estaban en todas partes, incluso uno de ellos se había casado con su madre. Pero Armanoush guardó para sí esta información.
Evitaba hablar del padrastro con sus amigos armenios. Tampoco hablaba de él con los que no eran armenios. Ni siquiera con los que no tenían otro interés en la vida que no fuera ellos mismos, y por lo tanto no les importaba absolutamente nada la historia del conflicto entre turcos y armenios. Daba igual, Armanoush sabía que los secretos se extienden más deprisa que el polvo en el viento, por eso mantenía su silencio. Si no le cuentas a nadie lo extraordinario, todo el mundo supone que es normal. Armanoush lo descubrió a muy temprana edad. Puesto que su madre era una odar, ¿qué podía ser más normal que casarse con otro odar? En general, eso era lo que sus amigos suponían, e imaginaban que el padrastro de Armanoush sería estadounidense, supuestamente del Medio Oeste.
En Turk Street pasó junto a un hostal de orientación gay, una frutería de Oriente Próximo y un pequeño mercado tailandés, y paseó junto a viandantes de todas clases y colores hasta subir por fin al tranvía de Russian Hill. Con la frente apoyada en la ventana polvorienta, reflexionaba sobre el «otro yo» de los laberintos de Borges mientras observaba la tenue bruma que se disipaba en el horizonte. Armanoush también tenía otro yo, y siempre lo mantenía a raya fuera donde fuese.