Le gustaba estar en aquella ciudad, su brío y su vigor le palpitaban en las venas. Desde que era pequeña le había gustado ir a San Francisco y vivir con su padre y la abuela Shushan. A diferencia de su madre, su padre no había vuelto a casarse. Armanoush sabía que había tenido novias, pero no le había presentado a ninguna, bien porque las relaciones no eran bastante serias, o bien porque su padre tuvo miedo de disgustarla de alguna manera. Probablemente se trataba de esto último, una actitud más propia de Barsam Tchajmajchian. Armanoush estaba convencida de que su padre era la persona menos egoísta y machista sobre la faz de la tierra, y todavía le pasmaba que hubiera podido acabar con una mujer tan egocéntrica como Rose. No es que Armanoush no quisiera a su madre. Sí la quería, a su manera, pero a veces se sentía asfixiada por el amor insatisfecho de Rose. En esas ocasiones se escapaba a San Francisco, a los brazos de la familia Tchajmajchian, donde le aguardaba un amor satisfecho aunque igualmente exigente.
En cuanto bajó del tranvía se apresuró. Matt Hassinger pasaría a recogerla a las siete y media. Tenía menos de una hora y media para prepararse, lo cual básicamente consistía en ducharse y ponerse un vestido, tal vez el turquesa, que según todo el mundo le sentaba tan bien. Eso sería todo. Ni joyas ni maquillaje. No pensaba emperifollarse para esta cita y desde luego tampoco esperaba gran cosa de ella. Si funcionaba, bien, estupendo. Pero también estaba preparada por si no funcionaba. Y así, bajo la niebla que cubría la ciudad, Armanoush llegó a las seis y diez de la tarde al piso de dos baños que su abuela tenía en Russian Hill, un animado barrio erigido en una de las colinas más empinadas de San Francisco.
– ¡Hola, cariño! ¡Bienvenida a casa!
Sorprendentemente no fue su abuela, sino la tía Surpun la que abrió la puerta.
– Te he echado de menos -canturreó con afecto-. ¿Qué has hecho todo el día? ¿Qué tal te ha ido?
– Pues bien -contestó Armanoush con tranquilidad, preguntándose qué hacía allí su tía más joven un martes por la tarde.
La tía Surpun vivía en Berkeley, donde llevaba toda la vida dando clases, por lo menos desde que Armanoush era pequeña. Iba a San Francisco en su coche los fines de semana, pero era insólito que apareciera un día de diario. Aun así la cuestión dejó de preocuparla en cuanto se dispuso a contar cómo le había ido el día.
– Me he comprado unos libros -comentó efusivamente, con la cara radiante.
– ¡Libros! ¿Ha dicho libros? ¿Otra vez? -chilló desde dentro una voz conocida.
¡Parecía la tía Varsenig! Armanoush colgó el impermeable y se alisó el pelo agitado por el viento, sin dejar de preguntarse qué hacía allí también la tía Varsenig. Sus hijas gemelas volvían esa tarde de Los Ángeles, donde habían participado en un torneo de baloncesto. La tía Varsenig estaba tan emocionada con la competición que llevaba tres días casi sin dormir, hablando constantemente por teléfono con sus hijas o su entrenador. Y ahora, el día que el equipo regresaba, en lugar de plantarse en el aeropuerto con horas de antelación, como era su costumbre, estaba en casa de la abuela poniendo la mesa.
– Sí, he dicho «libros» -contestó Armanoush, echándose al hombro la mochila de lona al pasar por el espacioso salón.
– No le hagas caso. Es que se está haciendo vieja y cada día está más gruñona -comentó con voz alegre la tía Surpun, que la había seguido hasta el salón-. Estamos todas orgullosísimas de ti, cariño.
– Claro que estamos orgullosas de ella, pero también podría comportarse de acuerdo a su edad -protestó la tía Varsenig mientras ponía el último plato de porcelana sobre la mesa. Luego abrazó a su sobrina-. Las chicas de tu edad se dedican a ponerse guapas, ¿sabes? No es que te haga falta, por supuesto, pero si solo piensas en leer, leer y leer, ¿dónde va a acabar esto?
– Pues verás, los libros no son como las películas, que al final sale un cartel que pone «FIN». Cuando leo un libro, no me parece que haya terminado nada. Así que empiezo otro.
Armanoush guiñó un ojo, sin adivinar lo guapa que estaba bajo la luz del sol que se desvanecía en la sala. Dejó la mochila en la butaca de la abuela y la vació al instante, como una niña ansiosa por ver un juguete nuevo. Los libros cayeron uno sobre otro: El Aleph de Borges, La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Su pasatiempo favorito de William Gaddis, El manejo del dolor de Bharati Mukheryee, Narciso y Golmundo de Hesse, Los reyes del mambo tocan canciones de amor de Oscar Hijuelos, Paisaje pintado con té de Pavic, La mujer amarilla y la belleza del espíritu de Silko y dos de Milan Kundera, su autor favorito: El libro de la risa y el olvido, y La vida está en otra parte. Algunos eran nuevos para ella, otros los había leído hacía años pero quería releerlos.
Armanoush sabía, tal vez no racionalmente pero sí de forma instintiva, que la resistencia de la familia Tchajmajchian a su pasión por los libros se debía en realidad a un motivo más hondo y oscuro que la mera necesidad de recordarle lo que solían hacer las chicas de su edad. No solo por ser mujer, sino también por ser armenia esperaban que evitara por todos los medios convertirse en una bibliófila. Armanoush tenía la sensación de que tras las constantes protestas de la tía Varsenig por su afición a la lectura yacía una preocupación más honda: el afán de supervivencia. Sencillamente no quería que su sobrina brillara demasiado, que destacara demasiado en el rebaño. Los escritores, poetas, artistas e intelectuales habían sido los primeros dentro del millet armenio en ser eliminados por el antiguo gobierno otomano. Primero se libraron de los «cerebros», luego procedieron a extraditar al resto: el pueblo llano. Como muchas familias armenias en la diáspora, sanos y salvos en San Francisco pero nunca del todo tranquilos, los Tchajmajchian se sentían a la vez encantados y molestos cuando uno de sus niños leía demasiado, pensaba demasiado o se apartaba demasiado de los caminos trillados.
Aunque todos los libros eran potencialmente dañinos, los peores eran las novelas. El camino de la ficción podía engañarte con facilidad y arrastrarte a un universo de historias donde todo es fluido, quijotesco y tan abierto a las sorpresas como una noche sin luna en el desierto. Antes de darte cuenta podías dejarte llevar hasta perder el contacto con la realidad, esa rigurosa e implacable verdad de la que ninguna minoría debería alejarse demasiado para no acabar desprotegida cuando cambiaran los vientos y llegaran los malos tiempos. Era absurdo pensar con ingenuidad que las cosas no pueden torcerse, porque siempre se tuercen. La imaginación es una magia peligrosa y cautivadora para aquellos forzados a ser realistas, y las palabras pueden ser venenosas para los que están destinados a ser silenciados. Si un hijo de los supervivientes quería leer y cavilar, debía hacerlo calladamente, con aprensión, de manera discreta, sin llamar la atención. Si tenía mayores ambiciones, debería al menos albergar solo deseos sencillos, templados en pasión y ambición, como si le hubieran robado la energía y ya solo tuviera fuerza suficiente para ser mediocre. Con un destino y una familia como aquella, Armanoush tuvo que aprender a ocultar sus talentos y esforzarse por no brillar con demasiada fuerza.
El penetrante olor a especias que salía de la cocina la sacó de sus ensoñaciones.
– Bueno -exclamó Armanoush, volviéndose hacia la más parlanchina de sus tres tías-. ¿Te quedas a cenar?
– Solo un ratito, cariño -murmuró la tía Varsenig-. Tengo que marcharme pronto al aeropuerto, las gemelas vuelven hoy. He pasado por aquí para traeros un poco de mantı casero y… -La tía Varsenig estaba radiante de orgullo-. ¿Sabes qué? ¡Tenemos bastırma de Eriván!
– Dios, no pienso comer mantı y muchísimo menos bastırma. -Armanoush arrugó la frente-. No puedo apestar a ajo esta noche.