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– Todo el mundo necesita un pasado. -El Dibujante Dipsómano bebió un sorbo con una expresión que oscilaba entre el lamento y la ira.

– ¡A mí no me incluyas porque yo desde luego no lo necesito!

Asya cogió el Zippo de la mesa y lo abrió con el pulgar para cerrarlo de inmediato con un agudo chasquido. Le gustaba el sonido, así que repitió la acción varias veces, sin saber que estaba sacando de quicio al Dibujante Dipsómano. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!

– Tengo que irme. -Le tendió el mechero y se puso a buscar la ropa-. Mi querida familia me ha asignado una importante misión. Tengo que ir al aeropuerto con mi madre para recibir a mi amiga americana por correspondencia.

– ¿Te carteas con una americana?

– Algo así. Es una chica que ha aparecido de pronto. Un día me levanto y me encuentro una carta en el buzón, adivina de dónde. ¡De San Francisco! Es de una tal Amy. Dice que es la hijastra de mi tío Mustafa. ¡Si ni siquiera sabíamos que el menda tuviera una hijastra! Así que ahora de pronto nos damos cuenta de que su mujer había estado casada antes. ¡Y no nos lo había dicho! A mi abuela casi le da un ataque al saber que la esposa de su hijito del alma no era virgen cuando se casó a los veinte años. No, no, nada de virgen: ¡una divorciada!

Asya se interrumpió para presentar sus respetos a la canción que empezaba a sonar: «It Ain't Me, Babe». Silbó la melodía y esbozó con la boca las palabras antes de retomar su discurso.

– En fin, el caso es que de pronto esta tal Amy nos manda una carta diciendo que estudia en la Universidad de Arizona y que está muy interesada en conocer otras culturas y está deseando conocernos algún día, bla, bla, bla. Y a continuación suelta la bomba: «A propósito, voy a Estambul dentro de una semana. ¿Me puedo quedar en vuestra casa?».

– ¡Vaya! -exclamó el Dibujante Dipsómano mientras echaba tres cubitos de hielo en el rakı que acababa de servirse-. Pero ¿no dice por qué viene a Estambul precisamente? ¿Viene solo de turista?

– No lo sé -masculló Asya, de rodillas en el suelo buscando un calcetín debajo del sofá-. Pero si está en la universidad, seguro que está haciendo algún trabajo sobre «el islam y la opresión de la mujer» o «precedentes patriarcales en Oriente Próximo». Si no, por qué coño querría quedarse en nuestra casa de locos, o más bien de locas, cuando hay tantísimos hoteles en la ciudad, baratos y enrollados. Estoy convencida de que querrá interrogarnos a todas sobre la situación de la mujer en los países musulmanes y toda esa…

– ¡Mierda! -concluyó la frase el Dibujante Dipsómano.

– ¡Justo! -exclamó Asya triunfal al encontrar el calcetín perdido. Se puso la falda y la camisa en un instante y se pasó un cepillo por el pelo.

– Bueno, pues llévala algún día al Café Kundera.

– Ya se lo diré, pero seguro que prefiere ir a un museo -gruñó Asya mientras se ponía las botas de cuero. Echó un vistazo alrededor por si se le olvidaba algo-. Bueno, lo cierto es que tendré que pasar bastante tiempo con ella, mi familia me está dando la tabarra para que la lleve a todas partes y que la niña flipe con Estambul. Quieren que cuando vuelva a América se ponga a cantar alabanzas.

A pesar de las ventanas abiertas la sala seguía oliendo a marihuana, rakı y sexo. Johnny Cash seguía cantando.

Asya cogió su bolso y echó a andar hacia la puerta, pero justo cuando estaba a punto de marcharse, el Dibujante Dipsómano le bloqueó el paso. La miró a los ojos, le agarró los hombros y suavemente la atrajo hacia él. Sus ojos oscuros tenían las bolsas y las ojeras típicas de los alcohólicos, de los que sufren o de ambos.

– Querida Asya -suspiró mientras el rostro se le iluminaba con una compasión que ella no le había visto nunca-. A pesar del veneno que llevas dentro, o tal vez precisamente por eso, eres, de alguna manera, muy especial. Te siento como un alma gemela. Y te quiero. Me enamoré de ti el primer día que apareciste por el Café Kundera, con esa cara de angustia. No sé si esto significa algo para ti, pero te lo voy a decir igualmente. Antes de que salgas de aquí, tienes que comprender que esto no es un picadero, y que no traigo aquí a mis «nenas». Vengo aquí a beber y dibujar y deprimirme, a deprimirme y dibujar y beber, y a veces, a dibujar y deprimirme y beber… Y ya está.

Totalmente estupefacta, Asya se aferró al pomo de la puerta y se quedó inmóvil un instante en el umbral. Sin saber dónde poner las manos, se las metió en los bolsillos y tocó lo que parecían migas. Sacó las manos y se vio las puntas de los dedos cubiertas de las semillas marrones que consagraba Petite-Ma para protegerla del mal de ojo.

– ¡Mira! Trigo… trigo… -Asya arrastraba la palabra de todas las maneras posibles-. Petite-Ma intenta protegerme del mal. -Abrió la mano y le dio un grano de trigo. Y en cuanto lo hizo se sonrojó como si acabara de revelar un secreto íntimo.

Con las mejillas todavía encarnadas, la amargura interior ya sin la brida del descaro, Asya abrió la puerta. Salió lo más deprisa que pudo y vaciló un segundo antes de dar media vuelta. Parecía querer decir algo, pero se limitó a darle un fuerte abrazo. Luego bajó disparada cinco tramos de escaleras y corrió con toda su alma huyendo de los tormentos que la perseguían.

8

Piñones

– Pero ¿cómo puede estar durmiendo todavía? -preguntó Asya, señalando con el mentón hacia su dormitorio.

En el camino de vuelta del aeropuerto se había enterado consternada de que sus tías habían colocado otra cama enfrente de la suya para convertir su único espacio privado bajo aquel techo en «la habitación de las chicas». Bien porque siempre estaban buscando nuevas formas de atormentarla, o bien porque su cuarto tenía mejores vistas y querían dar una buena impresión a su invitada. O quizá habían visto en aquel arreglo una nueva oportunidad de acercar a las chicas en su PPAIEC (Proyecto de Promoción de Amistad Internacional y Entendimiento Cultural). Asya, a quien no le apetecía en absoluto compartir su espacio personal con una perfecta desconocida y que sin embargo no podía protestar delante de la invitada, había accedido de mala gana. Pero su tolerancia rozaba el límite. Como si no bastara con haber puesto a la americana en su cuarto, ahora las mujeres Kazancı parecían decididas a no empezar a cenar sin que se personara la invitada de honor. Por eso, aunque hacía más de una hora que habían puesto la comida en la mesa y todo el mundo se había sentado, incluido Sultán Quinto, nadie había cenado, ni siquiera el gato. Cada veinte minutos más o menos, alguien se levantaba a calentar las lentejas y recalentar la carne, llevando las cazuelas del salón a la cocina y de la cocina al salón mientras Sultán Quinto iba detrás del olor con suplicantes maullidos. Y así estaban, pegadas a las sillas, viendo la televisión con el volumen al mínimo y hablando en susurros. Sin embargo, puesto que constantemente picoteaban de un plato u otro, todas menos Sultán Quinto habían ya comido más de lo habitual.

– A lo mejor ya está despierta y se ha quedado en la cama porque es demasiado tímida. ¿Voy a echar un vistazo? -sugirió Asya.

– Tú te quedas aquí, señorita. Deja dormir a la chica.

La tía Zeliha enarcó una ceja. Con un ojo en la pantalla y otro en el mando a distancia, la tía Feride asintió:

– Necesita dormir, por el jet lag. Además de las corrientes oceánicas, ha atravesado varias zonas horarias.

– Bueno, por lo menos hay alguien en esta casa que se puede quedar en la cama todo el tiempo que quiera -gruñó Asya.

En ese instante se empezó a oír de fondo una chispeante música y saltó a la pantalla el programa que todas esperaban: la versión turca de El aprendiz. Contemplaron en embelesado silencio al Donald Trump turco que apareció tras las relucientes cortinas de satén de una espaciosa oficina con unas magníficas vistas sobre el puente del Bósforo. Tras una rápida mirada condescendiente a los dos equipos dispuestos a oír sus órdenes, el empresario les informó de sus inminentes tareas. Cada equipo tenía que diseñar una botella de agua con gas, encontrar la manera de fabricar noventa y nueve y luego venderlas lo más deprisa posible al mayor precio posible en uno de los barrios más lujosos de la ciudad.

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