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Él, mientras tanto, estaba ocupado perfeccionando su sentencia.

– Vamos a ver. No hay nada más sobrevalorado que un mal polvo y nada más infravalorado que una buena…

– Mierda -apuntó Asya.

El Dibujante Dipsómano se levantó asintiendo con vehemencia, ataviado solo con sus bóxers de seda, con la ligera barriga al aire. Se acercó torpemente al CD para poner una canción, que resultó ser una de las favoritas de Asya: «Hurt», de Johnny Cash. Regresó al diván al ritmo de la apertura de la canción, con los ojos brillantes: «I hurt myself today / To see if I still feel…».

Asya arrugó la cara como si le hubieran pinchado con una aguja invisible.

– Es una pena…

– ¿El qué es una pena, cariño?

Ella se quedó mirándolo con unos enormes ojos atribulados, que parecían los de alguien tres veces más viejo.

– Es una mierda -gimió-. Los mánagers esos, los organizadores, como se llamen, planifican las giras europeas, las giras asiáticas e incluso las giras de la Unión Soviética en plan «viva la perestroika»…. Pero los aficionados a la música de Estambul no entramos en ninguna definición geográfica. Nos filtramos por las rendijas. ¿Sabes? En Estambul no tenemos los conciertos que queremos solo por la posición geoestratégica de la ciudad.

– Sí, deberíamos ir todos al puente del Bósforo a soplar cuanto podamos para empujar la ciudad hacia el oeste. Y si eso no funciona, lo intentaremos hacia el otro lado, a ver si podemos ir para el este -rió-. No es nada bueno estar en medio. A la política internacional no le gusta la ambigüedad.

Pero Asya, en las nubes, no le oyó. Encendió otro porro y se lo puso entre los labios agrietados. Inhaló una honda calada de indiferencia, ignorando después la sensación de los dedos de él en la piel, su lengua en la boca.

– Tenía que haber habido alguna manera de ver a Johnny Cash antes de que se muriera. Joder, el tío tenía que haber venido a Estambul. Se murió sin saber que aquí tenía auténticos fans…

El Dibujante Dipsómano esbozó una tierna sonrisa. Le besó el pequeño lunar de la mejilla izquierda, le acarició suavemente el cuello, hasta que sus manos comenzaron a descender hacia los generosos pechos para cubrírselos. El beso fue atrevido, sin prisas, pero a la vez elaborado con cierta fuerza, casi con crueldad.

– ¿Cuándo volveremos a vernos? -preguntó él con ojos brillantes.

– Cuando nos encontremos en el Café Kundera, supongo -contestó ella indiferente, apartándose. Al ver que se alejaba, él se acercó.

– Pero ¿cuándo nos veremos aquí, en mi casa?

– Quieres decir cuándo nos veremos aquí en tu picadero, ¿no? -le espetó Asya, sin querer ya dominar sus ganas de morder-. ¡Porque los dos sabemos perfectamente que esta no es tu casa! Tu casa es donde está tu esposa de hace mil años, mientras que esto es tu picadero secreto donde puedes beber y follar sin que tu esposa se entere de nada. Aquí es donde te tiras a tus nenas, cuanto más jóvenes, más superficiales y más colocadas, mejor.

El Dibujante Dipsómano suspiró y se bebió de un trago la mitad de su copa de rakı. Parecía tan desolado que por un segundo Asya temió que fuera a gritarle o a echarse a llorar; no podía imaginar que con tanto dolor alguien pudiera mantener la calma. Pero él se limitó a murmurar con voz alicaída:

– A veces puedes ser muy cruel.

La sala se llenó de un silencio inquietante, amortiguado por los gritos de los niños que jugaban al fútbol en la calle. A juzgar por el tono de los chillidos, a uno de los chavales acababan de sacarle una tarjeta roja y todos los jugadores de su equipo discutían con el árbitro, fuera quien fuera.

– Tienes un lado muy oscuro, Asya. -La voz del Dibujante Dipsómano venía de lejos-. Como no se te ve en esa cara tan dulce, es difícil notarlo a primera vista. Pero lo tienes. Tienes un potencial sin fondo para la destrucción.

– Bueno, yo no me dedico a destruir a nadie, ¿verdad? -Asya sintió la necesidad de defenderse-. Lo único que quiero es ser libre y ser yo misma y todas esas chorradas… Ojalá me dejaran en paz…

– Ojalá te dejaran en paz para poder destruirte mejor y más deprisa, ¿no? ¿Es eso lo que quieres? Vas hacia la autodestrucción como las polillas a la luz.

Asya lanzó una risa tensa.

– Cuando bebes, bebes hasta el extremo, cuando criticas, derribas, cuando te hundes, caes hasta el fondo. La verdad es que no sé cómo acercarme a ti. Estás tan llena de ira, cariño…

– A lo mejor es porque nací bastarda -comentó Asya, dando otra calada-. Ni siquiera sé quién es mi padre. Yo no pregunto nunca, y mi familia no me dice nada. A veces, cuando mi madre me mira, creo que ve a mi padre en mi cara, pero jamás dice ni una palabra. Todas fingimos que no hay ningún padre. Más bien que solo hay el Padre, con mayúsculas. Con Alá ahí en el cielo dispuesto a cuidarnos, ¿quién necesita otro padre? ¿Acaso no somos todos Sus hijos? No es que mi madre se crea esas idioteces, te aseguro que es la mujer más escéptica que he conocido jamás. Precisamente ese es el problema, que mi madre y yo nos parecemos muchísimo y aun así estamos muy lejos.

Exhaló una nube de humo en dirección a la mesa de caoba donde el Dibujante Dipsómano guardaba algunas de sus mejores obras, aquellas que temía que su mujer pudiera destrozar en una de sus frecuentes peleas. También estaban allí los primeros bocetos del «Político Anfibio» y el «Rhinoceros Politicus», dos nuevas series en las que identificaba a los miembros del Parlamento turco con distintos animales. Pensaba publicarlas pronto, sobre todo ahora que el tribunal había accedido a posponer indefinidamente su sentencia de tres años de cárcel por dibujar al primer ministro como un lobo con piel de cordero. El principal requisito para el aplazamiento era que no volviera a cometer la ofensa, cosa que él estaba decidido a hacer. ¿Qué sentido tenía luchar por la libertad de expresión, pensaba, si no se luchaba primero por la libertad del humor?

En una esquina de la mesa, bajo la luz ocre de una lámpara de cuello de ganso art déco, había una enorme escultura de madera tallada a mano: Don Quijote inclinado sobre un libro, perdido en sus cavilaciones. A Asya le gustaba mucho.

– En mi familia son una panda de fanáticas de la limpieza, empeñadas en limpiar la mugre y el polvo de los recuerdos. Siempre hablan del pasado, pero de una versión corregida. Esa es la técnica de los Kazancı para enfrentarse a los problemas: si algo te molesta, cierra los ojos, cuenta hasta diez, desea que no hubiera pasado nunca y de pronto, ¡puf!, nunca ha pasado. ¡Hurra! Todos los días nos tenemos que tragar una nueva píldora de falsedad…

¿Qué estaría leyendo Don Quijote?, se preguntó Asya en su enajenada mente. ¿Qué ponía en aquella página? ¿Se habría molestado el escultor en escribir unas cuantas palabras? Se levantó de un brinco y se acercó con curiosidad a la escultura. Vaya, no había palabras en la página de madera. Dio una larga calada antes de volver a su asiento para seguir quejándose.

– Me pone negra ver tanto hogar, dulce, hogar, una patética copia de la familia feliz. ¿Sabes? A veces envidio a mi Petite-Ma, que tiene ya casi cien años. ¡Ojalá tuviera yo su enfermedad! Bondadoso alzhéimer que marchita la memoria.

– Eso no es bueno, cariño.

– Puede que no sea bueno para la gente que te rodea, pero para uno mismo sí es bueno -insistió Asya.

– Bueno, por lo general las dos cosas van relacionadas.

Asya no le hizo caso.

– ¿Sabes? Hoy Petite-Ma abrió el piano después de un montón de años y se puso a tocar unas notas disonantes. Es deprimente. Una mujer que antes interpretaba a Rachmaninoff y ahora no puede tocar ni una cancioncilla infantil.

Se interrumpió un momento, pensando en lo que acababa de decir. A veces hablaba antes de pensar.

– Pero lo que quiero decir es que ella eso no lo sabe, ¡nosotros, sí! -exclamó con fingido entusiasmo-. El alzhéimer no es tan terrible como parece. El pasado solo es una cadena de la que debemos liberarnos, una carga insoportable. Ojalá pudiera no tener pasado. Ojalá pudiera ser una persona anónima, empezar de cero y quedarme allí siempre. Ligera como una pluma. Sin familia, recuerdos ni mierdas de esas.

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