Las profesionales eran las mujeres-camarada, el epítome de la «nueva fémina turca», idealizada, glorificada y defendida por la élite reformista. Estas mujeres eran las nuevas profesionales: abogadas, profesoras, juezas, directoras, oficinistas, intelectuales… A diferencia de sus madres, no estaban confinadas en casa y tenían la oportunidad de ascender en el escalafón social, económico y cultural, siempre que dejaran en el camino su sexualidad y su feminidad. Solían vestir trajes de chaqueta en tonos marrones, negros y grises, los colores de la castidad, la modestia y la militancia. Llevaban el pelo corto, nada de maquillaje, nada de adornos. Sus cuerpos eran asexuados.
Cada vez que las esposas se reían con esas risitas molestas y coquetas, las profesionales tensaban los dedos en torno a los pequeños bolsos de cuero que llevaban bajo el brazo, como si guardaran en ellos información secreta y hubieran jurado protegerla a cualquier precio. Las esposas, por el contrario, acudían a estas fiestas con trajes de noche de satén blanco, rosa pálido y azul pastel, los colores de la finura femenina, la inocencia y la vulnerabilidad. No les agradaban mucho las profesionales, a quienes consideraban más «camaradas» que mujeres, y a las profesionales les disgustaban ellas, a quienes consideraban más «concubinas» que mujeres. El caso es que nadie encontraba que las otras fueran lo bastante «mujeres».
Cada vez que se intensificaba la tensión entre camaradas y concubinas, Petite-Ma, que no se identificaba con ningún grupo, hacía una discreta señal a la criada para que sirviera licor de menta en copas de cristal y pasteles de almendra en bandejas de plata. Había descubierto que esta combinación era lo único que calmaba los nervios de todas y cada una de las mujeres turcas de la sala, independientemente del bando al que pertenecieran.
Ya avanzada la fiesta, Rıza Selim Kazancı llamaba a su mujer para que tocara el piano ante sus honorables invitados. Petite-Ma nunca se negaba. Además de los compositores occidentales, tocaba himnos nacionales que exudaban fervor patriótico. Los invitados vitoreaban y aplaudían. En 1933, cuando se compuso el himno del décimo aniversario, «La marcha de la República», tuvo que tocarlo una y otra vez. El himno se oía por todas partes, incluso en sueños le resonaba en los oídos. En aquella época hasta los niños se dormían en sus cunas con este animado himno a modo de nana.
Así que, en un momento en que las mujeres turcas vivían una transformación radical en la esfera pública gracias a una serie de reformas sociales, Petite-Ma saboreaba su propia independencia dentro de la esfera privada de su hogar. Aunque su interés por el piano no menguó jamás, Petite-Ma pronto ideó una serie de nuevas diversiones. En los años siguientes aprendió francés, escribió cuentos que nunca se publicarían, destacó en distintas técnicas de pintura al óleo, se emperifolló con lustrosos zapatos y vestidos de satén, arrastró a su marido a bailar, organizó extravagantes fiestas y jamás realizó una sola tarea casera. Rıza Selim Kazancı accedía sin reservas a cualquier cosa que su animada mujer le pidiera. Era por lo general un hombre sereno con gran estima por los demás y un profundo sentido de la justicia. Sin embargo, como les ocurría a muchas otras personas hechas con el mismo molde, si algo se rompía en su interior no podía ser reparado. Por eso sacaba lo peor de sí mismo cuando se hablaba de cierto tema: su primera mujer.
Años después, cuando Petite-Ma le preguntaba cualquier cosa sobre ella, Rıza Selim Kazancı todavía se hundía en el silencio con los ojos ensombrecidos por una melancolía muy extraña en él.
– ¿Qué mujer abandona a su propio hijo? -decía entonces, con una mueca de odio.
– Pero ¿no quieres saber qué le ha pasado?
Petite-Ma se acercó para sentarse en su regazo, acariciándole suavemente el mentón tratando de animarle a afrontar la cuestión.
– No tengo ningún interés por el destino de esa zorra.
Rıza Selim Kazancı se tensó, sin molestarse en bajar la voz para que Levent no le oyera hablar mal de su madre.
– ¿Se fue con otro? -insistió Petite-Ma, consciente de que estaba sobrepasando sus límites, pero segura de que no sabría del todo cuáles eran sus límites hasta haberlos sobrepasado.
– ¿Por qué metes la nariz en asuntos que no te conciernen? -le espetó Rıza Selim Kazancı-. ¿Piensas hacer como ella o qué?
Y así Petite-Ma averiguó cuáles eran sus límites.
Excepto cuando surgía el tema de su primera mujer, su vida fluyó con tranquilidad en los años siguientes. Estaban cómodos y satisfechos, algo del todo inusual dado que las familias que los rodeaban eran totalmente diferentes. Su satisfacción era motivo de envidia para parientes, amigos y vecinos que se metían en sus vidas a la primera ocasión. El tema más recurrente era la falta de hijos. Muchos intentaron convencer a Rıza Selim Kazancı para que se casara con otra mujer antes de que fuera demasiado tarde. Como la nueva ley civil impedía a los hombres tener más de una esposa, debería divorciarse de aquella que, a esas alturas, todo el mundo sospechaba era estéril o rebelde. Rıza Selim Kazancı hizo oídos sordos a tales consejos.
El día que murió, una muerte inesperada pero común en las anteriores generaciones de hombres Kazancı, Petite-Ma creyó en el mal de ojo por primera vez en su vida. Estaba convencida de que había sido la mirada de la gente envidiosa que los rodeaba lo que había penetrado las paredes de su feliz konak para matar a su marido.
Hoy apenas recordaba todo eso. Mientras sus arrugados y huesudos dedos acariciaban el viejo piano, los días de Petite-Ma con Rıza Selim Kazancı parpadearon a lo lejos como un apagado y viejo faro que la guiara trastabillando por las turbulentas aguas del alzhéimer.
En un piso renovado frente a la torre Galata, un barrio donde las calles jamás dormían y los adoquines guardaban numerosos secretos, bajo los rayos del atardecer reflejados en las ventanas de edificios decrépitos y entre los chillidos de las gaviotas, se encontraba Asya Kazancı, desnuda e inmóvil en un diván, como una estatua que absorbiera el talento del artista que la hubiera tallado en un bloque de mármol. Su mente vagaba en una tierra de fantasía y el denso humo que acababa de inhalar se enroscaba dentro de ella quemándole los pulmones, llenándola de euforia, hasta que por fin lo exhaló despacio, con reticencia.
– ¿Qué estás pensando, cariño?
– Estoy trabajando en el artículo ocho de mi manifiesto personal de nihilismo -contestó, abriendo unos ojos brumosos.
Artículo ocho: si entre la sociedad y el ser se abre un cavernoso abismo atravesado solo por un débil puente, más vale quemar ese puente y quedarse del lado del ser, sano y salvo, a menos que lo que se persiga sea justamente el abismo.
Asya dio otra calada y retuvo el humo.
– Ven, que ya te lo doy yo -dijo el Dibujante Dipsómano, quitándole el porro de las manos. Se inclinó hacia ella, pegando el pecho peludo contra su torso. Asya abrió la boca como un polluelo ciego pidiendo alimento. Él exhaló el hilo de humo directamente en su boca y ella lo inhaló ansiosa, como el sediento bebiendo agua.
Artículo nueve: si el abismo interior te atrae más que el mundo exterior, más te vale caer en él, caer en ti mismo.
Repitieron el acto, él echándole el humo en la boca, ella inhalándolo una y otra vez, hasta liberar por fin la última nube de humo que desapareció por su garganta.
– Seguro que ahora te sientes mejor -susurró el Dibujante Dipsómano, reflejando en su rostro el deseo de más sexo-. No hay mejor cura que un buen polvo y un buen petardo.
Asya se mordió la boca por dentro para dominar las ganas de objetar. Se limitó en cambio a volver la cabeza hacia la ventana abierta y estirarlos brazos como dispuesta a abrazar a la ciudad entera, con todo su caos y esplendor.