– Existe una cosa que se llama histeria colectiva. No estoy diciendo que los armenios estén histéricos ni nada de eso, no me entendáis mal. Pero es un hecho científico que las colectividades son capaces de manipular las creencias, los pensamientos y hasta las reacciones físicas de sus miembros. Si oyes la misma historia constantemente, una y otra vez, al final la asimilas sin darte cuenta. Y desde ese momento deja de ser la historia de otra persona, de hecho ya no es ni siquiera una historia, sino la realidad, ¡tu realidad!
– Es como estar hechizado -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo.
Asya se pasó una mano por el pelo, se hundió en la silla, exhaló humo y dijo:
– Te voy a decir yo qué es la histeria. Histeria son todos esos guiones que has escrito hasta ahora, toda la serie de Timur Corazón de León, el turco hercúleo y musculoso que corretea de una aventura a otra contra el bizantino idiota. Eso es lo que yo llamo histeria. Y cuando lo conviertes en un programa de televisión y haces que millones de personas «asimilen» tu espantoso mensaje, se convierte en histeria colectiva.
Esta vez fue el Columnista Gay en el Armario quien habló:
– Sí, todos esos héroes turcos tan vulgares y tan machos para ridiculizar el afeminamiento del enemigo son signos de autoritarismo.
– Pero a vosotros ¿qué os pasa? -protestó el guionista. Le temblaba el labio de rabia-. Sabéis perfectamente que no me creo esa basura. Sabéis que esos programas son solo puro entretenimiento.
Armanoush hizo lo posible por calmar las aguas.
– Aquella foto -dijo, señalando la pared-, la del marco color zanahoria, es de Arizona. Es una carretera que mi madre y yo tomábamos muchas veces cuando yo era pequeña.
– Arizona -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo, suspirando como si aquel nombre significara para él una tierra de utopía, una especie de Shangri-La.
Sin embargo, Asya no pensaba zanjar el asunto.
– Pero es que esa es la cuestión. Lo que tú has estado haciendo es incluso peor. Si creyeras en lo que haces, si tuvieras la más mínima fe en esas películas, cuestionaría tu opinión, pero al menos no tu sinceridad. Escribes esos guiones para las masas. Los escribes y los vendes y ganas un montón de dinero. Y luego vienes aquí a refugiarte en este bar de intelectuales y te pones a burlarte de esas películas con nosotros. ¡Menuda hipocresía!
El rostro del guionista perdió todo color, adquirió una expresión dura y los ojos una mirada gélida.
– Pero ¿tú quién coño te crees que eres? ¡La bastarda hablando de hipocresía! ¿Por qué no te vas por ahí a buscar a tu padre en lugar de venir aquí a darme la murga?
Fue a coger su copa de vino pero no le hizo falta, puesto que esta vez era el vino el que se acercaba a él. El Dibujante Dipsómano, levantándose de un brinco, cogió una copa y se la tiró al guionista. Falló por los pelos: la copa golpeó un marco en la pared y derramó vino por todas partes, pero sorprendentemente no se rompió. Tras errar el tiro, el Dibujante Dipsómano se arremangó.
Aunque apenas tenía la mitad de la envergadura del dibujante y estaba igual de borracho, el guionista se las apañó para esquivar el primer golpe. Luego se retiró a toda prisa a un rincón, sin perder de vista la salida.
No lo vio venir. El Columnista Gay en el Armario se levantó bruscamente y salió disparado hacia el rincón con la jarra en la mano. Al instante el guionista estaba tirado en el suelo con una brecha en la frente. Apretándose una ensangrentada servilleta contra la cabeza como un herido de guerra, miró primero al columnista, luego al dibujante y luego hacia un rincón.
Pero al fin y al cabo el Café Kundera es un cómodo y lóbrego bar de intelectuales donde el ritmo de la vida, para bien o para mal, jamás se perturba. No es lugar para una pelea de borrachos. Y antes de que el guionista dejara de sangrar, todos los clientes habían vuelto a lo que estaban haciendo antes de la interrupción: unos sonriendo, otros charlando ante un vino o un café y algunos otros con la mirada perdida por las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes.
11
Orejones de albaricoque
Casi ha amanecido, falta un instante para cruzar ese misterioso umbral entre la noche y el día. Es el único momento en que todavía se puede encontrar solaz en los sueños, aunque sea demasiado tarde para formarlos de nuevo.
Si hay un ojo en el séptimo cielo, una mirada celestial que lo observa todo desde las alturas, tendría que vigilar Estambul durante mucho tiempo para vislumbrar quién hizo qué tras las puertas cerradas y quién profirió blasfemias. Desde los cielos la ciudad posiblemente parezca una fulgurante constelación de destellos, como fuegos artificiales que explotan en la oscuridad. Ahora mismo el trazado urbano relumbra con brillos naranja, rojo y ocre. Es una configuración de chispas; cada punto de luz, una persona despierta. La mirada celestial, desde las alturas, debe de ver todas estas bombillas encendidas aquí y allá en perfecta armonía, parpadeando sin parar, como si enviaran un mensaje críptico a Dios.
Aparte de los centelleos dispersos, la oscuridad todavía es densa en Estambul. En los sucios callejones que serpentean por los barrios viejos, en los bloques modernos que se aglomeran en los distritos nuevos, o en los lujosos barrios residenciales, todo el mundo duerme. Menos algunos.
Algunos estambulíes se han levantado, como siempre, antes que otros. Los imanes de la ciudad, por ejemplo: los viejos y los jóvenes, los de voz dulce y los de voz no tan dulce. Los imanes de las numerosas mezquitas son los primeros en despertar, listos para llamar a los creyentes a la oración matutina. Luego están los vendedores de simit. También ellos están despiertos, de camino a sus respectivas panaderías para recoger los bollos de crujiente sésamo que venderán a lo largo del día. Así que también los panaderos están despiertos. La mayoría de ellos solo duerme unas cuantas horas antes de empezar a trabajar, mientras que otros jamás duermen de noche. Todos los días, sin excepción, los panaderos encienden los hornos en plena noche, para que antes del amanecer las panaderías de la ciudad se inunden del delicioso olor del pan.
Las limpiadoras también están despiertas. Mujeres de todas las edades se levantan temprano y cogen al menos dos o tres autobuses para llegar a las casas de los pudientes, donde frotarán, lavarán y pulirán durante todo el día. Este es otro mundo. Las mujeres adineradas siempre llevan maquillaje y jamás muestran su edad. A diferencia de los maridos de las limpiadoras, los maridos de las zonas residenciales siempre están ocupados, son sorprendentemente corteses y algo afeminados. El tiempo no es un bien que escasee en estos barrios. La gente lo utiliza con la libertad y la despreocupación con que usa el agua caliente.
Ahora amanece. La ciudad es en este momento una entidad gomosa, casi gelatinosa, un cuerpo amorfo medio líquido, medio sólido.
Para la mirada celestial en las alturas, la casa Kazancı debe de parecer una reluciente esfera de chispas esparcidas entre las sombras de la noche. La mayoría de las habitaciones están oscuras y en silencio, pero en algunas hay luz.
Una de las habitantes de la casa despierta a esta hora es Armanoush. Se desveló temprano y al instante entró en internet, ansiosa por contarles a los miembros del Café Constantinopolis el turbulento incidente del día anterior. Les habló de los círculos bohemios en Estambul y de la pelea, describiendo todos los personajes y todos los detalles del Café Kundera. Ahora les está haciendo un meticuloso retrato del Dibujante Dipsómano, explicando la nueva función que había adjudicado al vino que estaban tomando.
El dibujante parece divertido -escribe Anti-Javurma-. ¿Me estás diciendo que podría ir a la cárcel por dibujar al primer ministro como un pingüino? ¡El humor es un asunto muy serio en Turquía!