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Sí, el hombre parece un gran tipo -conviene Lady Pavo Real/Siramark-. Cuéntanos algo más sobre él.

Pero por lo visto alguien tiene una interpretación muy distinta del incidente.

Vamos, chicos, ni él ni ningún otro personaje de ese bar cutre tienen nada bueno ni interesante. ¿Es que no lo veis? Son todo caras y nombres de la parte bohemia, vanguardista y artistilla de Estambul. La típica élite de un país del Tercer Mundo, que se odia a sí misma más que a nada en el mundo.

Armanoush da un respingo ante aquel duro mensaje del Barón Baghdassarian y mira a su alrededor.

Asya duerme al otro lado de la habitación con Sultán Quinto acurrucado sobre su pecho, unos auriculares en las orejas y un libro abierto en la mano: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, de Emmanuel Lévinas. Hay también una funda de CD junto a la cama: Johnny Cash vestido de negro de pies a cabeza, contra un cielo gris, sombrío, flanqueado por un perro y un gato, mirando con expresión adusta algo mucho más allá de la imagen. Asya se ha dormido con el walkman programado en repetición constante. En ese aspecto también es hija de su madre, perfectamente capaz de bregar con todo tipo de voces pero incapaz de afrontar el silencio.

Armanoush no distingue la letra desde donde está, pero oye el ritmo. Le gusta oír la voz de barítono de Cash, que llega a la habitación desde los auriculares, y también los diversos sonidos que circulan dentro y fuera: las oraciones matutinas que resuenan en mezquitas lejanas; el ruido del lechero al dejar las botellas delante de la frutería al otro lado de la calle; la sorprendente cadencia de la respiración de Sultán Quinto y Asya, una fusión de ronquidos y ronroneos, aunque no siempre es fácil distinguir quién emite unos y otros, y el repiqueteo de sus propios dedos en el teclado, buscando la mejor respuesta para el Barón Baghdassarian. Ya casi ha llegado la mañana, y aunque no ha dormido suficiente se siente eufórica, con la sensación triunfal de haber derrotado al sueño.

En el piso de abajo está la habitación de la abuela Gülsüm. Sin duda la abuela podría haber sido Iván el Terrible en otra vida, pero su aspereza no carece de sentido. Como muchas personas que terminan amargadas, ella también tiene una historia. Se crió en un pueblecito de la costa egea, donde la existencia era idílica, si bien con muchas carencias. Se casó con un Kazancı, una familia mucho más adinerada, mucho más refinada que la suya, pero también más infortunada. Soportó la tensión de ser la novia joven y rural del hijo único de una pareja con clase pero proclive al desastre. Le cargaron sobre los hombros la misión de tener hijos varones, cuantos más mejor, puesto que nunca se sabía cuánto sobrevivirían. Sin embargo dio a luz a una niña tras otra, con la angustia de ver a su marido alejarse más de ella con cada nueva hija.

Levent Kazancı era un hombre atormentado que no vacilaba en utilizar el cinturón para disciplinar a su mujer y sus hijas. Un hijo, si Alá les hubiera otorgado un hijo, todo habría sido distinto. Tres hijas seguidas, y luego el sueño, el cuarto vástago, por fin varón. Confiando en que su destino hubiera cambiado, lo intentaron de nuevo, el quinto, pero volvió a ser niña. Aun así, Mustafa era suficiente, era todo lo que necesitaban para continuar el linaje familiar. Mustafa, mimado, consentido, malcriado, siempre favorito por encima de sus hermanas, siempre caprichoso… Hasta que la melodía cesó y la oscuridad y la desesperanza se asentaron en el sueño: Mustafa se marchó a Estados Unidos para no volver nunca.

La abuela Gülsüm era una mujer que no había conocido el amor recíproco; una de esas mujeres que envejecen no poco a poco, sino de repente, saltando de la virginidad a las arrugas, sin tener la ocasión de vivir entre una y otras. Se había dedicado en cuerpo y alma a su único hijo y lo amaba a menudo a expensas de sus hijas, queriendo encontrar en él solaz por todo lo que la vida le había arrebatado. Pero cuando se fue a Arizona, la existencia del chico se redujo a cartas y postales. Jamás había vuelto a Estambul para ver a su familia. La abuela Gülsüm enterró el hondo dolor de sentirse rechazada. Con el tiempo su corazón se fue endureciendo cada vez más. Hoy tenía el aspecto de quien ha luchado para lograr el desapego y está decidido a conservarla.

En la esquina derecha del primer piso duerme Petite-Ma, las mejillas arreboladas, la boca abierta, roncando plácidamente. Junto a su cama, un armarito de cerezo y, sobre él, el Sagrado Corán, un libro sobre santos musulmanes y una preciosa lámpara que irradia una suave luz verde artemisa. Junto al libro hay un rosario ocre con una piedra de ámbar que cuelga del extremo, y un vaso medio lleno de agua con su dentadura postiza.

Hace mucho que el tiempo perdió para ella su naturaleza lineal. En la autopista de la historia ya no hay señales, ni luces de advertencia, ni direcciones. Ella es libre de moverse en cualquier sentido y de cambiar de carril. Puede detenerse en mitad de la carretera, quedarse parada, rechazar la obligación de seguir adelante, puesto que su vida ya no progresa, sino que es una repetición perpetua de momentos aislados.

Estos días acuden a ella ciertos recuerdos de la infancia, escenas tan vívidas como si estuvieran sucediendo ahora mismo. Se ve como una niña de ocho años, rubia y de ojos azules, en Tesalónica con su madre, las dos llorando en silencio por la muerte de su padre en las guerras de los Balcanes; luego se ve en Estambul, a finales de octubre, durante la proclamación de la moderna república turca. Banderas. Ve muchas banderas, rojo y blanco, la luna y la estrella, flameando al viento como ropa recién lavada. Tras las banderas acecha la cara de Rıza Selim, su densa barba, sus ojos intensos y sombríos. Luego se ve de joven, sentada ante su piano Bentley, tocando alegres melodías para invitados bien vestidos.

En la pequeña habitación que hay encima de la de Petite-Ma duerme la tía Cevriye, sumida en la pesadilla que tantas veces ha tenido los últimos años. Vuelve a ir al colegio, con un feo uniforme gris ceniza. El director la llama a la pizarra para hacer un examen oral. Ella empieza a sudar mientras se acerca con paso vacilante, los pies pesados. Las preguntas no tienen sentido. La tía Cevriye se entera de que no se ha graduado en el instituto. Ha habido un error en los papeles y ahora tiene que pasar este curso para terminar los estudios y hacerse profesora. Y cada vez se despierta exactamente en el mismo punto: el director saca la hoja de calificaciones y una pluma estilográfica de tinta roja, y escribe un enorme cero rojo junto al nombre de Cevriye.

Ha sido una pesadilla recurrente durante los últimos diez años, desde que perdió a su marido. Lo encarcelaron por soborno, un cargo que la tía Cevriye siempre se negó a creer. Y cuando solo quedaba un mes para que lo pusieran en libertad, murió mientras era testigo de una pelea, por culpa de un estúpido cable eléctrico. En sus sueños la tía Cevriye contemplaba esta escena una y otra vez y veía al culpable (tenía que haber un culpable) que había puesto allí el cable y había matado a su marido. Soñaba que estaba en la puerta de la prisión. El resto de la escena cambiaba en cada ocasión. A veces aguardaba allí para escupirle a la cara al asesino en cuanto saliera de la cárcel, otras veces lo observaba desde lejos, y otras le pegaba un tiro cuando caminaba bajo el sol.

Después de perder a su marido, la tía Cevriye vendió su casa y se unió a las otras hijas que habían aceptado vivir bajo el mismo techo.

En los primeros meses, lo único que hizo fue llorar. Empezaba el día mirando fotografías de su marido, hablando con ellas, sollozando delante de cada una, y terminaba el día agotada de tanta pena, los ojos hinchados como dos bolsas de rojo sufrimiento, la nariz pelada de tanto llorar… Ese fue su estado hasta que una mañana, al volver del cementerio, encontró que todas las fotos habían desaparecido.

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