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– ¿Qué has hecho con sus fotos? -exclamó, segura de a quién debía acusar-. Devuélvemelas.

– No -contestó la abuela Gülsüm, seca y severa-. Las fotografías están guardadas. No te vas a pasar la vida llorando. Para que sane el corazón, los ojos necesitan dejar de verlas una temporada.

Nada sanó. En todo caso, Cevriye se acostumbró a visualizar a su marido sin las fotografías. De vez en cuando se sorprendía rediseñando su cara, adornándolo con un bigote entrecano o más mechones de pelo aquí y allí. La desaparición de las fotografías coincidió con la transformación de la tía Cevriye en devota profesora de historia nacional turca.

En la habitación de enfrente duerme la tía Feride, una mujer lista y creativa, una mujer collage. Si pudiera mantener unidas las piezas… Es inusual ser tan sensible, fantástico y a la vez aterrador. Puesto que en cualquier momento puede suceder cualquier cosa, jamás está segura del terreno que pisa. No tiene sensación de seguridad ni de continuidad. Todo llega en partes y trozos que claman por unirse y a pesar de todo desafían cualquier noción de unidad. De vez en cuando sueña con tener un amante. Quiere un amor que la absorba hasta el punto de aceptar sus numerosas ansiedades, excentricidades y anormalidades. Un amante que la adore tal como es. La tía Feride no quiere un amor que acepte su parte buena pero rechace su lado oscuro. Ella necesita a alguien que esté a su lado a las duras y a las maduras, en la cordura y en la locura. Por eso tal vez a los locos les cuesta más encontrar pareja, piensa; no porque estén chiflados, sino porque es difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a amar a tanta gente en una sola persona.

Pero eso es hablar por hablar. En los sueños reales, la tía Feride no ve amantes sino collages abstractos. Por la noche crea mosaicos de fantásticos colores y múltiples formas geométricas. El viento sopla con fuerza, las corrientes oceánicas se deslizan y el mundo se convierte en un orbe de infinitas posibilidades. Todo lo que se construye se puede deconstruir al mismo tiempo. Los médicos le han dicho que se lo tome con calma, que siga la medicación. Pero poco saben de esta dialéctica. Hacer y destruir, hacer y destruir, hacer y destruir. La mente de la tía Feride es un excelente artista, un gran creador de collages.

Junto a la habitación de la tía Feride está el baño, y a continuación el cuarto de la tía Zeliha. Está despierta. Sentada muy derecha en la cama, mirando la habitación como si fuera de otra persona, como si estuviera memorizando los detalles para sentirse más cerca del extraño al que pertenece.

Mira su ropa, las decenas de faldas, todas cortas, todas llamativas, su manera de protestar contra los códigos morales. En las paredes hay fotos y pósters de tatuajes. La tía Zeliha se acerca ya a los cuarenta años, pero su habitación parece, en muchos aspectos, la de una adolescente. Según su manera de pensar, quien sea incapaz de rebelarse, quien carezca de la capacidad de disentir, no está vivo de verdad. La resistencia es la clave de la vida. El resto de las personas puede ser de dos clases: los vegetales, satisfechos con todo, y los vasos de té, que a pesar de estar descontentos con muchas cosas, no tienen la fuerza necesaria para enfrentarse a ellas. Estos últimos son los peores. La tía Zeliha ideó la regla de los vasos tiempo atrás, cuando le daba por hacer reglas.

La regla de hierro de la prudencia de la mujer estambulí: si eres tan frágil como un vaso de té, trata de no tropezar jamás con agua hirviendo y confía en casarte con un marido ideal, o haz que te follen y te rompan lo antes posible. Otra posibilidad: deja de ser una mujer-vaso de té.

Ella optó por la tercera opción. La tía Zeliha aborrecía la fragilidad. Hasta el día de hoy era la única de las mujeres Kazancı capaz de enfurecerse con los vasos de té cuando se rompían por la presión.

La tía Zeliha coge un paquete de Marlboro Light de la mesilla de noche y enciende un cigarrillo. La edad no ha variado sus hábitos de fumadora. Sabe que su hija también fuma. Parece una advertencia chillona de un folleto del Ministerio de Sanidad: «Los hijos de padres adictos al tabaco tienen tres veces más probabilidades de ser fumadores». A la tía Zeliha le preocupa el bienestar de Asya, pero es sensata y sabe que si interviene demasiado y muestra señales de falta de confianza solo obtendrá una reacción negativa. Es difícil fingir que no estás preocupada, y es duro que tu propia hija te llame «tía». No lo soporta. Sin embargo, todavía piensa que quizá es mejor para las dos. De alguna manera eso ha liberado a la hija y a la madre. Las dos tenían que distanciarse nominalmente para poder acercarse física y espiritualmente. Alá es su único testigo. El único problema es que no cree que Alá exista.

Da una calada, pensativa, la retiene un instante y por fin exhala una furiosa nube de humo. Si Alá existe y sabe tanto, ¿por qué no hizo nada con todo su saber? ¿Por qué deja que pase lo que pasa? No, la tía Zeliha es muy firme, de ninguna manera cederá ante la religión. Siempre ha sido agnóstica, y agnóstica morirá. Sincera y pura en su blasfemia. Si Alá de verdad existe, debería apreciar su sincero rechazo, su opción de vincularse solo a una minoría selecta en lugar de dejarse camelar por las egocéntricas súplicas de los fanáticos religiosos, que están en todas partes.

En la habitación que hay en la otra punta del segundo piso está la tía Banu, también despierta a estas horas. La tercera persona despierta en la casa Kazancı. Esta mañana le pasa algo raro. Está muy pálida y sus enormes ojos castaños parpadean preocupados. Se mira en el espejo que tiene delante y ve una mujer envejecida antes de tiempo. Por primera vez desde hace muchos años echa de menos a su marido, el marido del que se alejó pero que nunca abandonó del todo.

Es un buen hombre que merece mejor esposa. Nunca la ha tratado mal ni le ha dirigido una mala palabra, pero después de perder a sus dos hijos, la tía Banu no podía soportar seguir viviendo con él. De vez en cuando va a su antigua casa, como una extraña que conoce los detalles de un lugar por una sensación de déjà vu. Siempre compra de camino orejones de albaricoque, los que a él más le gustan. Una vez allí hace un poco de limpieza, cose algún botón, cocina unos cuantos platos, sus favoritos, y ordena la casa. No es que haya gran cosa que ordenar, puesto que su marido es un hombre ordenado. Mientras la tía Banu trabaja, él la mira de cerca.

Al final del día siempre pregunta:

– ¿Te quedas?

Y la respuesta de ella es siempre la misma:

– Hoy no.

Antes de marcharse añade:

– Hay comida en la nevera. No te olvides de calentar la sopa, cómete el pilaki en dos días, que si no se estropea. Acuérdate de regar las violetas. Las he cambiado de sitio y están junto a la ventana.

Él asiente y murmura suavemente, como hablando para sus adentros:

– No te preocupes, sé cuidarme. Y gracias por los orejones…

Luego la tía Banu vuelve a la casa Kazancı. Y así ha sido día tras día, año tras año.

La mujer del espejo parece vieja esta noche. La tía Banu siempre pensó que envejecer deprisa era el precio de su profesión. La inmensa mayoría de las personas envejece un poco cada año, pero no los videntes, que envejecen a cada historia. De haberlo querido, la tía Banu podría haber solicitado una compensación. Pero igual que jamás pidió a sus yinn ninguna ganancia material, tampoco había pedido belleza física. Tal vez lo hiciera algún día. De momento Alá le había dado la fuerza para seguir adelante sin reclamar nada. Pero hoy la tía Banu va a solicitar un favor.

«Alá, dame conocimiento, porque no puedo resistir la necesidad de saber, pero dame también la fuerza para soportar la información. Amén.»

Saca de un cajón un rosario de jade y acaricia las cuentas.

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