– Deberíamos proteger a Armanoush de todo mal, eso es lo único que importa -agregó suavemente. Las numerosas arrugas de su rostro y las finas venas púrpura de sus manos se hicieron más evidentes bajo la dura luz blanca-. Ese cordero inocente nos necesita, igual que nosotros la necesitamos a ella.
La determinación que expresaba su rostro se convirtió en resignación mientras asentía despacio con la cabeza.
– Solo un armenio puede entender lo que significa que tu comunidad se vea reducida de una forma tan drástica -añadió-. Nos hemos encogido como un árbol podado… Rose puede salir y casarse con quien ella quiera, pero su hija es armenia y debería criarse como armenia.
Entonces se inclinó y con una sonrisa se dirigió a su hija pequeña: -Dame la mitad de tu plato, ¿quieres? Con diabetes o sin ella, ¿cómo puede uno resistirse al burma?
4
Avellanas tostadas
Asya Kazancı no sabía por qué a algunas personas les gustaban tanto los cumpleaños. Ella los odiaba. Desde siempre. Quizá, en parte, porque de pequeña en todos sus cumpleaños la obligaban a comerse exactamente la misma tarta: un pastel con tres capas de manzana caramelizada, increíblemente dulce, y glaseado de limón, increíblemente amargo. Ignoraba cómo sus tías esperaban complacerla con aquella tarta, puesto que lo único que escuchaban de sus labios era una letanía de protestas. Tal vez se les olvidaba: a lo mejor cada año borraban todo recuerdo del anterior cumpleaños. Era posible. Los Kazancı eran una familia inclinada a no olvidar jamás las historias de los demás y a olvidar por completo lo que hacía referencia a ellos mismos.
Y así, todos los años, Asya Kazancı había tomado la misma tarta de cumpleaños y cada vez había descubierto algo nuevo de sí misma. A los tres años descubrió que podía conseguir casi cualquier cosa a fuerza de rabietas. Sin embargo, tres años después, al cumplir los seis, se dio cuenta de que más le valía olvidarse de las rabietas porque con cada una de ellas, aunque satisfacía sus exigencias, se prolongaba su infancia. A los ocho años tuvo la certeza de algo que hasta entonces solo había intuido: que era bastarda. Al mirar atrás reconocía que el mérito de este descubrimiento no era del todo suyo, puesto que de no ser por la abuela Gülsüm habría tardado mucho más tiempo en averiguarlo.
Resultó que ese día se encontraban las dos solas en el salón. La abuela Gülsüm estaba muy concentrada regando sus plantas y Asya la miraba mientras coloreaba un payaso en un cuaderno para niños.
– ¿Por qué hablas con las plantas? -quiso saber la niña.
– Porque se ponen más frondosas si les hablas.
– ¿De verdad?
– De verdad. Si les dices que la tierra es su madre y el agua es su padre, se animan y se fortalecen.
Asya no preguntó más y siguió con sus lápices de colores. Había pintado el traje del payaso de color naranja y los dientes en verde. Justo cuando estaba a punto de pintar de escarlata los zapatos, se detuvo y empezó a imitar a su abuela:
– ¡Cariño, cariño! La tierra es tu mamá y el agua es tu papá.
La abuela Gülsüm fingió no oírla. Envalentonada por su indiferencia, Asya aumentó el volumen de su cántico.
La abuela Gülsüm estaba regando la violeta africana, su favorita, se dirigió afectuosa a la flor:
– ¿Cómo estás, guapa?
Y la niña entonó burlona:
– ¿Cómo estás, guapa?
La abuela Gülsüm arrugó la frente y frunció los labios.
– ¡Qué color púrpura más hermoso! -dijo.
– ¡Qué color púrpura más hermoso!
Entonces la abuela tensó los labios y murmuró:
– Bastarda.
Pronunció la palabra con tal serenidad que Asya al principio no se dio cuenta de que su abuela se dirigía a ella y no a la flor.
No aprendió lo que significaba la palabra hasta un año más tarde, cerca ya de su noveno cumpleaños, cuando una compañera del colegio la llamó bastarda. Luego, a los diez años, descubrió que, a diferencia de las otras niñas de su clase, no tenía un modelo masculino en casa. Tardaría otros tres años en comprender que esto podría afectar su personalidad. Cuando cumplió catorce, quince y dieciséis años averiguó otras tres verdades sobre su vida: que las otras familias no eran como la suya, y que algunas familias podían ser normales; que entre sus antepasados había demasiadas mujeres y demasiados secretos sobre los hombres, que desaparecían demasiado pronto y de manera demasiado peculiar; y que por mucho que ella se esforzara, jamás sería una mujer hermosa.
A los diecisiete años, Asya Kazancı había comprendido que ella formaba parte de Estambul en la misma medida que los carteles de «Carretera en obras» o «Edificio en restauración» que el ayuntamiento colgaba temporalmente por todas partes, o como la niebla que caía sobre la ciudad en las noches lúgubres para dispersarse con la primera luz del alba y desaparecer.
Ese mismo año, justo dos días antes de cumplir los dieciocho, Asya saqueó el botiquín de la casa y se tragó todas las pastillas que encontró. Abrió los ojos en una cama rodeada por sus tías, Petite-Ma y la abuela Gülsüm. Trataban de obligarla a beber una terrosa y apestosa infusión de hierbas, como si no hubieran tenido bastante con hacerle vomitar todo lo que tenía en el estómago. Comenzó su decimoctavo año añadiendo un nuevo dato a los otros descubrimientos: que en este extraño mundo, el suicidio era un privilegio tan excepcional como un rubí, y con una familia como la suya, ella desde luego no sería una de las privilegiadas.
Es difícil saber si esta deducción estaba relacionada de algún modo con lo que sucedió a continuación, pero su obsesión por la música comenzó más o menos en aquellos días. No era un gusto abstracto y general por la música, ni siquiera entusiasmo por ciertos géneros musicales, sino más bien una fijación con un único cantante: Johnny Cash.
Lo sabía todo sobre él: los numerosos detalles de su trayectoria desde Arkansas hasta Memphis, sus compañeros de borrachera, sus matrimonios, sus altibajos, sus fotografías, sus gestos y, por supuesto, las letras de sus canciones. Asya, a los dieciocho años, convirtió la letra de «Thirteen» en el lema de su vida y decidió que ella también había nacido en el alma del sufrimiento y causaría problemas dondequiera que fuese.
Ese día, cuando cumplía diecinueve años, se sintió más madura al tomar nota mental de otra realidad de su vida: ahora había alcanzado la edad que tenía su madre cuando ella nació. No sabía qué hacer con este descubrimiento; lo único que sabía era que a partir de entonces ya no podrían tratarla como a una niña.
De manera que gruñó:
– ¡Os lo advierto! ¡Este año no quiero tarta de cumpleaños!
Con los hombros cuadrados y los brazos en jarras, olvidó por un instante que cada vez que adoptaba esa postura sus enormes senos se proyectaban hacia delante. De haberlo advertido, seguramente habría vuelto a encorvarse; aborrecía su generoso pecho, que consideraba otra carga genética heredada de su madre.
A veces se comparaba con la críptica criatura coránica Dabbetul Arz, el ogro que emergería el día del Juicio Final, cuyos órganos eran cada uno de un animal diferente. Arrastraba, como aquel ser híbrido, un cuerpo compuesto de partes inconexas heredadas de las mujeres de su familia. Era alta, mucho más alta que la mayoría de las mujeres estambulíes, como su madre, Zeliha, a quien también llamaba «tía»; tenía los dedos huesudos con finas venas de la tía Cevriye, el molesto mentón puntiagudo de la tía Feride y las orejas de elefante de la tía Banu. Su nariz era descaradamente aguileña; como la suya solo había habido otras dos en la historia del mundo: la del sultán Mehmed el Conquistador y la de la tía Zeliha. El sultán Mehmed había conquistado Constantinopla, un hecho, se quisiera o no, lo bastante importante para eclipsar la forma de su nariz. En cuanto a la tía Zeliha, su personalidad era tan imponente y su cuerpo tan cautivador que nadie vería su nariz (ni, de hecho, ninguna otra parte de su cuerpo) como una imperfección. Pero Asya, que no contaba con ningún logro imperial y sufría una incapacidad natural para encandilar a nadie, ¿qué demonios podía hacer con su nariz?