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Entre los rasgos heredados de sus parientes, sin embargo, había algunas cualidades agradables. Su pelo, para empezar. Tenía el pelo negro azabache, rizado e indomable, teóricamente como todas las mujeres de la familia, pero en la práctica solo como la tía Zeliha. La disciplinada profesora de instituto que era la tía Cevriye, por ejemplo, se ceñía el pelo en un tenso moño, mientras que la tía Banu quedaba descalificada para cualquier comparación, puesto que casi siempre llevaba un pañuelo en la cabeza. La tía Feride cambiaba de corte y color con frenética frecuencia, dependiendo de su estado de ánimo. La abuela Gülsüm tenía la cabeza de algodón; el pelo se le había quedado blanco como la nieve y se negaba a teñírselo, asegurando que eso no sería apropiado para una anciana. Pero Petite-Ma era una devota pelirroja. Debido al alzhéimer, cada vez más grave, podía olvidar un montón de cosas, incluidos los nombres de sus hijos, pero hasta el momento jamás había olvidado teñirse el pelo con henna.

En la lista de los rasgos genéticos positivos, Asya Kazancı también incluía sus ojos castaños y almendrados (de tía Banu), la frente alta (de tía Cevriye) y un temperamento que tendía a explotar con facilidad pero que, curiosamente, la mantenía viva (de tía Feride). Sin embargo, detestaba comprobar que cada año se parecía más a ellas. Excepto por una cosa: la tendencia de sus tías a la irracionalidad. Las mujeres Kazancı eran categóricamente irracionales. Hacía algún tiempo, para no llegar a comportarse como ellas, Asya se había prometido no desviarse jamás del camino de su propia mente racional y analítica.

Cuando cumplió los diecinueve, Asya era una joven tan estimulada por la necesidad de reivindicar su individualidad, que se había vuelto capaz de las rebeliones más peculiares. Así, cuando repitió su objeción a la tarta, esta vez incluso con más vehemencia, había una razón más profunda detrás de su furia:

– ¡Se acabó la idiotez de las tartas!

– Demasiado tarde, señorita. Ya está hecha -declaró la tía Banu, clavándole una mirada fugaz por encima del ocho de oros que acababa de tirar. A menos que las siguientes tres cartas resultaran ser excepcionalmente prometedoras, el tarot desplegado en la mesa se dirigía hacia un mal presagio-. Pero tú haz como si no supieras nada, sino a tu pobre madre le va a sentar fatal. ¡Tiene que ser una sorpresa!

– ¿Cómo puede ser una sorpresa algo tan predecible? -gruñó Asya.

A esas alturas ya sabía que ser un miembro de la familia Kazancı significaba, entre otras cosas, profesar la alquimia del absurdo, convirtiendo constantemente los sinsentidos en una especie de lógica con la que se podía convencer a cualquiera y, con un mínimo esfuerzo, incluso a una misma.

– La que se supone que augura y predice el futuro en esta casa soy yo, no tú -aseguró la tía Banu con un guiño.

Era verdad, al menos en cierta medida. Tras ejercitar y desarrollar su talento para la clarividencia durante años, la tía Banu había empezado a recibir clientes en casa y a ganar dinero. En Estambul una vidente podía convertirse en leyenda en un instante. Con la suerte de su lado, había bastado con acertar el futuro de alguien. De pronto esa persona fue su principal cliente, y con la ayuda del viento y las gaviotas, extendió tan deprisa el rumor por toda la ciudad que en una semana había ya una cola de clientes en la puerta. Así había trepado la tía Banu por la escalera de la clarividencia, haciéndose más famosa en cada peldaño. Recibía clientas de toda la ciudad, vírgenes y viudas, jovencitas y abuelas desdentadas, pobres y ricas, cada una inmersa en sus propias aprensiones y todas muriéndose por saber lo que esa veleidosa fuerza femenina que es la Fortuna les tenía reservado. Llegaban cargadas de preguntas y salían con muchas más. Algunas pagaban grandes sumas de dinero para expresar su gratitud, o con la esperanza de poder sobornar a la Fortuna, pero también las había que no soltaban ni una moneda. Por muy distintas que fueran, las clientas siempre tenían algo en común: todas eran mujeres. El día que la tía Banu se autoproclamó vidente, juró no recibir jamás a ningún hombre.

La tía Banu había sufrido una transformación radical en otros aspectos, empezando por su imagen. Al principio de su carrera de vidente, desfilaba por la casa envuelta en exuberantes chales bordados color escarlata, echados con descuido sobre los hombros. Pronto, sin embargo, los chales fueron reemplazados por pañuelos de cachemira, y los pañuelos por estolas de pashmina, y las estolas por turbantes de seda muy sueltos, siempre de tonos rojos. Luego la mujer había anunciado de repente algo que llevaba meditando en secreto durante Alá sabe cuánto tiempo: retirarse de todo lo material y mundano y dedicarse en exclusiva al servicio de Dios. Con este fin, declaró solemnemente que estaba lista para pasar por una fase de penitencia y abandonar todas las vanidades de este mundo, como habían hecho los derviches en el pasado.

– Tú no eres derviche -corearon, cínicas, sus hermanas al unísono, decididas a disuadirla de tal sacrilegio, insólito en los anales de la familia Kazancı. Y a continuación las tres comenzaron a oponer objeciones, cada una en el tono más oficioso de que fue capaz.

– Además, los derviches se vestían con toscos sacos o prendas de lana, no con pañuelos de cachemira -terció la tía Cevriye, la más sensiblera.

La tía Banu tragó saliva, incómoda con su ropa, incómoda con su cuerpo.

– Los derviches dormían en un lecho de heno, no en un colchón doble de plumas -apuntó la tía Feride, la más lunática.

La tía Banu guardó silencio, con la vista fija en el otro extremo de la sala para evitar mirar a los ojos a sus interrogadoras. ¿Qué iba a hacer? El dolor de espalda era insoportable si no dormía en una cama especial.

– Además, los derviches no tenían nefs. ¡Y mírate! -Era la tía Zeliha, la menos convencional de todas.

Ansiosa por defenderse, la tía Banu lanzó un contraataque.

– Yo tampoco. Ya no. Eso ya se acabó. -Y añadió con su nueva voz mística-: ¡Declararé la guerra a mis nefs, y venceré!

En la familia Kazancı, cada vez que alguien tenía el valor de hacer algo inusual, los otros siempre reaccionaban igual, siguiendo un viejo esquema que podía resumirse así: «Pues muy bien. Nos da igual». De modo que nadie se tomó en serio a la tía Banu. Al advertir el escepticismo general, la mujer se fue a su habitación y cerró la puerta de golpe. No volvió a abrirla en los siguientes cuarenta días excepto para rápidas visitas a la cocina y el baño. Aparte de eso, la única vez que dejó la puerta entreabierta fue para poner un cartel que decía: ¡QUE TODO EL QUE ENTRE LO DEJE TODO ATRÁS!

Inicialmente Banu intentó llevarse al cuarto a Pachá Tercero, que en aquel tiempo pasaba sus últimos días sobre la tierra. Debió de pensar que le haría compañía en su solitaria penitencia, por más que los derviches no tuvieran mascotas. Pero por muy antisocial que pudiera ser a veces, la vida de eremita fue demasiado para Pachá Tercero, demasiado interesado en las vanidades mundanas, empezando por el queso feta y los cables eléctricos. Después de apenas una hora en la celda de la tía Banu, Pachá Tercero lanzó una serie de agudos maullidos y arañó la puerta con tal vehemencia que le dejaron salir de inmediato. Tras perder su única compañía, la tía Banu se hundió en su soledad y dejó de hablar, sorda y muda para cualquier persona. También dejó de ducharse, de peinarse e incluso de ver su serie favorita, La maldición de la hiedra del amor, un drama brasileño en el que una supermodelo de gran corazón sufría todo tipo de traiciones a manos de sus seres más queridos.

Sin embargo, lo más impactante fue cuando la tía Banu, que gozaba de un voraz apetito, dejó de comer otra cosa que no fuera pan y agua. Siempre había tenido una notoria debilidad por los carbohidratos, sobre todo el pan, pero nadie pensó jamás que pudiera sobrevivir solo con pan. Las tres hermanas hicieron todo lo posible por tentarla: prepararon numerosos platos, llenaron la casa de aromas de postres dulces, pescado frito y carne asada, a menudo todo ello cargado de mantequilla para potenciar el olor.

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