La tía Banu no flaqueó, al contrario: pareció aferrarse incluso con más fuerza a su devoción, así como a su pan duro. Durante cuarenta días y cuarenta noches permaneció aislada bajo el mismo techo. Fregar los platos, hacer la colada, ver la televisión, cotillear con los vecinos…, las rutinas cotidianas se convirtieron en algo profano de lo que no quería saber nada. Durante los días que siguieron, cada vez que sus hermanas iban a ver cómo estaba, la encontraban recitando el santo Corán. Tan intenso era el abismo de su éxtasis que se convirtió en una extraña para aquellas que tan cerca habían estado de ella toda su vida. Hasta que la mañana del día cuarenta y uno, mientras los demás desayunaban sucuk a la plancha y huevos fritos, Banu salió de su habitación con una radiante sonrisa, una chispa sobrenatural en los ojos y un pañuelo rojo cereza en el pelo.
– ¿Qué es ese pingo que llevas en la cabeza? -fue la primera reacción de la abuela Gülsüm, quien después de tantos años no se había suavizado ni un ápice y mantenía su parecido con Iván el Terrible.
– De ahora en adelante, voy a cubrirme la cabeza como exige mi fe.
– Pero ¿qué tonterías son esas? -gruñó la abuela-. Las mujeres turcas se libraron del velo hace noventa años. Ninguna hija mía va a traicionar los derechos que el gran comandante en jefe Atatürk otorgó a las mujeres de este país.
– Sí, las mujeres obtuvieron el derecho al voto en 1934 -apuntó la tía Cevriye-. Por si no lo sabías, la historia avanza hacia delante, no hacia atrás. ¡Quítate eso ahora mismo!
Pero la tía Banu no se lo quitó.
Se quedó con su pañuelo en la cabeza y después de pasar la prueba de las tres pes (penitencia, postración y piedad) se declaró vidente.
Al igual que su aspecto, las técnicas de adivinación sufrieron un profundo cambio a lo largo de su trayectoria como parapsicóloga. Al principio solo utilizaba posos de café para leer el futuro de sus clientas, pero con el tiempo fue añadiendo técnicas nuevas y muy poco convencionales, entre ellas el tarot, judías secas, monedas de plata, cuentas de rosario, timbres de puerta, perlas de imitación, perlas auténticas, piedras de la playa, cualquier cosa, siempre que llevara noticias del mundo paranormal. A veces charlaba apasionadamente con sus hombros, donde, según aseguraba ella, se sentaban dos yinn invisibles con los pies colgando. El bueno, en el hombro derecho y el malo, en el izquierdo. Aunque conocía sus nombres, para no pronunciarlos en voz alta los llamaba doña Dulce y don Amargo.
– Si tienes un yinni malo en el hombro izquierdo, ¿por qué no lo tiras y ya está? -le preguntó una vez Asya a su tía.
– Porque a veces todos necesitamos la compañía de los malos -le respondió ella.
Asya intentó arrugar la frente y luego puso los ojos en blanco, pero lo único que consiguió fue parecer aún más niña. Silbó una canción de Johnny Cash, que le gustaba traer a colación cuando estaba con sus tías: Why me, Lord, what have I ever done…. «¿Por qué yo, Señor? ¿Yo qué he hecho?».
– ¿Qué estás cantando? -preguntó suspicaz la tía Banu. No sabía una palabra de inglés y albergaba una profunda desconfianza hacia cualquier idioma que le escondiera algo.
– Cantaba una canción que dice que, como mi tía mayor, deberías ser un modelo para mí y enseñarme la diferencia entre el bien y el mal. Pero en cambio me dices que el mal es necesario.
– Pues te voy a explicar una cosa -anunció la tía Banu, mirando a su sobrina fijamente-. En este mundo hay cosas espantosas de las que la gente buena, que Alá la bendiga, no tiene ni la más remota idea. Y eso está muy bien, te lo aseguro. Está muy bien que no sepan nada de esas cosas, porque eso demuestra su buen corazón. Si no, no serían buenas personas, ¿no?
Asya no pudo evitar asentir con la cabeza. Al fin y al cabo, tenía la sensación de que Johnny Cash compartiría esa opinión.
– Pero si alguna vez entras en una mina de maldad, no recurrirás precisamente a la gente buena en busca de ayuda.
– ¡Y tú crees que le pediría ayuda a un yinni malo! -exclamó Asya.
– Tal vez -comentó la tía Banu moviendo la cabeza-. Esperemos que nunca te haga falta.
Y se acabó. No volvieron a hablar de las limitaciones del bien y la necesidad de la falta de escrúpulos.
En aquellos tiempos, la tía Banu renovó otra vez sus técnicas de lectura del futuro y recurrió a las avellanas, normalmente avellanas tostadas. Su familia sospechaba que el origen de esta novedad, como el de la mayoría de las novedades, era una simple coincidencia. Lo más probable es que alguna clienta la sorprendiera poniéndose morada de avellanas y Banu ofreciera la mejor explicación que se le vino a la cabeza: que era capaz de leer el futuro en ellas. Eso era lo que pensaba toda la familia. El resto del mundo lo interpretaba de otra forma. Al ser la mujer sagrada que era, en Estambul se rumoreaba que no cobraba dinero a sus clientas necesitadas, sino que les pedía solo un puñado de avellanas. La avellana se convirtió en símbolo de su generosidad. En cualquier caso, la extravagancia de su técnica solo sirvió para aumentar su ya extendida fama. Comenzaron a llamarla «Madre Avellana», o incluso, «Jeque Avellana», ignorando el hecho de que las mujeres, con sus limitaciones, no pueden tener tan respetado título.
Yinn malos, avellanas tostadas… Aunque con el tiempo Asya Kazancı se había acostumbrado a esta y otras excentricidades, le costaba mucho aceptar cierto aspecto de su tía mayor: su nombre. Era imposible aceptar que «tía Banu» pudiera de pronto metamorfosearse en «Jeque Avellana», de manera que cada vez que había clientas en la casa, o cartas de tarot sobre la mesa, Asya la evitaba. Precisamente por eso, aunque Asya había oído a la perfección las últimas palabras de su tía, fingió no haberse enterado. Y habría permanecido en su bendita ignorancia de no haber entrado la tía Feride en el salón en ese momento, con un plato enorme sobre el que relucía la tarta de cumpleaños.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó ceñuda a Asya-. Tú no tenías que estar aquí. Tienes clase de ballet.
Bueno, ese era otro grillete que Asya llevaba en los tobillos. Así como muchas madres turcas de clase media aspiraban a que sus hijas destacaran en todo lo que supuestamente destacaban los niños de las clases altas, la familia de Asya, de clase media-alta, la obligaba a realizar actividades en las que ella no tenía el más mínimo interés.
– Esto es una casa de locos -masculló la joven entre dientes. Esta frase se había convertido en su mantra. Entonces alzó un poco la voz para añadir-: No te preocupes. La verdad es que ya me iba.
– ¿Y ahora qué más da? -saltó la tía Feride, señalando la tarta-. ¡Esto tenía que ser una sorpresa!
– Este año no quiere tarta -terció la tía Banu desde su rincón, levantando la primera de las tres cartas de tarot que había echado.
Era la Gran Sacerdotisa, símbolo de la conciencia inconsciente, una apertura a la imaginación y los talentos ocultos, pero también a lo desconocido. Frunció los labios y desveló la segunda carta: la Torre. Anunciaba cambios tumultuosos, estallidos emocionales y súbita ruina. La tía Banu se quedó pensativa un momento. Luego volvió la tercera carta. Parecía que iban a recibir una visita pronto, una visita inesperada del otro lado del mar.
– ¿Cómo que no quiere tarta? ¡Si es su cumpleaños, por Dios! -exclamó Feride con los labios apretados y una chispa airada en los ojos. De pronto debió de ocurrírsele otra cosa, porque se volvió hacia Asya con los ojos entornados-: ¿Tienes miedo de que alguien la haya envenenado?
Asya la miró pasmada. Después de tanto tiempo y tanta experiencia, todavía no había logrado desarrollar una estrategia, la regla de oro para mantener la calma ante los estallidos de la tía Feride. Tras permanecer instalada en la «esquizofrenia hebefrénica» durante años, recientemente se había trasladado a la paranoia. Cuanto más se esforzaban por traerla de vuelta a la realidad, más paranoica y suspicaz se volvía ella.