– Son tan frágiles los jodidos… -masculló Zeliha entre dientes. Era la única de las Kazancı capaz de enfurecerse con los vasos de té cuando se rompían. Petite-Ma, por su parte, a los setenta y siete años, había desarrollado una visión totalmente distinta.
«¡Otro mal de ojo! -exclamaba cada vez que se rompía un vaso de cristal-. ¿Habéis oído ese sonido amenazador? ¡Crac! ¡Ha resonado en mi corazón! ¡Eso ha sido un mal de ojo de alguien malvado y envidioso! ¡¡Que Alá nos proteja a todos!!»
Cada vez que se rompía algo de cristal o se resquebrajaba un espejo, Petite-Ma lanzaba un suspiro de alivio. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que no se puede eliminar a toda la gente mala de la superficie de este delirante planeta, era preferible que sus maleficios se estamparan contra una frontera de cristal a que penetraran en lo más hondo de las almas inocentes de Dios para destrozarles la vida.
Veinte minutos después, cuando Zeliha entró a la carrera en una elegante consulta en uno de los barrios más selectos de la ciudad, llevaba un tacón roto en una mano y un juego de té en la otra. Entonces se acordó, consternada, de que se había olvidado la canela en rama en el Gran Bazar.
En la sala de espera había tres mujeres, todas con el pelo descuidado, y un hombre casi calvo. A juzgar por la manera en que se sentaban, advirtió al instante Zeliha y dedujo con cinismo, la más joven era la menos preocupada. Hojeaba lánguidamente las fotografías de una revista femenina, demasiado perezosa para leer los artículos. Seguramente estaría allí para que le dieran una receta de anticonceptivos. La rubia regordeta junto a la ventana, que parecía tener treinta y pocos años, y cuyas raíces negras estaban pidiendo a gritos un tinte, oscilaba nerviosa sobre los pies y parecía tener la mente en otro sitio. Probablemente estaba allí para una revisión rutinaria y la citología anual. La tercera, que se cubría la cabeza con un velo e iba acompañada de su marido, parecía la más descompuesta: la comisura de los labios hacia abajo, el entrecejo fruncido. Zeliha supuso que tendría problemas para quedarse embarazada, y eso, imaginó, podía ser bastante molesto, según como se lo tomara una. Ella no consideraba que la esterilidad fuera lo peor que pudiera pasarle a una mujer.
– ¡Holaaaaaa! -saludó alegremente la recepcionista, forzando una estúpida sonrisa hipócrita tan bien ensayada que no parecía ni estúpida ni hipócrita-. ¿Es la cita de las tres?
La mujer parecía tener bastantes problemas para pronunciar la «r» y, como si tratara de compensarlo, se esforzaba sobremanera en acentuar el sonido, alzando la voz y ofreciendo otra sonrisa cada vez que su lengua tropezaba con la peligrosa letra. Para ahorrarle esfuerzos, Zeliha asintió al instante, tal vez con demasiada vehemencia.
– ¿Y a qué ha venido exactamente, doña Cita de las tres?
Zeliha pasó por alto lo absurdo de la pregunta. A esas alturas ya sabía demasiado bien que si de algo carecía ella en esta vida era justamente de aquella alegría incondicional y general tan femenina. Algunas mujeres eran devotas «sonreidoras»; sonreían con un espartano sentido del deber. ¿Cómo se podía aprender a hacer de un modo tan natural algo tan antinatural?, se preguntó Zeliha. Pero, dejando de lado la cuestión, respondió:
– A abortar.
La palabra quedó suspendida en el aire, en espera de que todos los presentes la asimilaran. Los ojos de la recepcionista se achicaron primero para luego agrandarse, mientras la sonrisa desaparecía de su rostro. Zeliha no pudo evitar una sensación de alivio. Al fin y al cabo la femenina alegría incondicional y general despertaba en ella una vena vengativa.
– Tengo hora -remachó, colocándose un rizo tras la oreja mientras el resto del pelo le caía en torno a la cara y sobre los hombros como un denso burka negro. Alzó el mentón acentuando así su nariz aguileña y tuvo necesidad de repetir en voz algo más alta de lo que pretendía… o tal vez no-: Porque tengo que abortar.
Indecisa entre rellenar, imparcial, la ficha de la nueva paciente o echar una fulminante mirada a tanto descaro, la recepcionista se quedó inmóvil con una enorme agenda de cuero abierta delante de ella. Pasaron todavía unos segundos antes de que por fin se pusiera a escribir. Mientras tanto, Zeliha masculló:
– Siento llegar tarde. -El reloj de la pared indicaba que llegaba con un retraso de tres cuartos de hora y mientras lo miraba, por un instante pareció distraerse-. Ha sido la lluvia…
Estaba siendo un poco injusta con la lluvia, puesto que el tráfico, los adoquines sueltos, el ayuntamiento, el acosador y el taxista eran también responsables del retraso, pero Zeliha decidió no mencionarlos. Tal vez había violado la regla de oro de la prudencia de la mujer estambulí, e incluso la regla de plata de la prudencia de la mujer estambulí, pero se dominó para no violar la regla de bronce:
Regla de bronce de la prudencia de la mujer estambulí: cuando te acosen por la calle, más te vale olvidar el incidente lo antes posible, puesto que si te pasas el día dándole vueltas no harás más que destrozarte los nervios.
Zeliha era inteligente y sabía que si mencionaba el incidente, las otras mujeres, lejos de apoyarla, tenderían a juzgar mal a una «hermana» acosada. De manera que su respuesta fue lacónica y atribuyó a la lluvia la responsabilidad de su tardanza.
– ¿Su edad, señorita? -quiso saber la recepcionista.
Aquella sí era una pregunta irritante y del todo innecesaria. Zeliha miró a la mujer con los ojos entornados, como si se enfrentara a una especie de penumbra y hubiera que acostumbrar la vista. De pronto recordó la triste verdad sobre sí misma: la edad. Como tantas otras mujeres acostumbradas a actuar unas veces como si fueran mayores y otras como si fueran menores, le perturbaba saber que después de todo era mucho más joven de lo que hubiera querido.
– Tengo diecinueve -concedió por fin, y en cuanto lo dijo se sonrojó, como si la hubieran sorprendido desnuda delante de toda aquella gente.
– Necesitamos el consentimiento de su marido, por supuesto -prosiguió la recepcionista, olvidado ya su tono cantarín, y no perdió tiempo para añadir otra pregunta cuya respuesta ya sospechaba-: ¿Le puedo preguntar si está usted casada?
Zeliha advirtió con el rabillo del ojo que la rubia gordita de su derecha y la mujer del velo de su izquierda se agitaban incómodas. Bajo el peso de la inquisitiva mirada de todas las presentes, la mueca de Zeliha se transformó en beatífica sonrisa. No es que disfrutara de aquel tortuoso momento, pero la indiferencia que habitaba en ella le acababa de susurrar que no hiciera caso de la opinión de otras personas, puesto que al fin y al cabo no contaba para nada. Últimamente había decidido eliminar de su vocabulario ciertas palabras, y ahora que recordaba aquella decisión, ¿por qué no empezar por la palabra «vergüenza»? Aun así no tuvo la sangre fría de pronunciar en voz alta lo que a esas alturas sabían ya todas las presentes: que no había marido que pudiera dar consentimiento a aquel aborto. El feto no tenía padre. En lugar de un BA-BA, un padre, lo que había era NADA.
Por suerte para Zeliha, el hecho de no tener marido resultó ser una ventaja en lo que a las formalidades se refiere. Por lo visto, no necesitaba la aprobación escrita de nadie. Las normas burocráticas ponían menos empeño en rescatar a los niños nacidos fuera del matrimonio que a los de parejas casadas. En Estambul, un niño sin padre no era más que otro bastardo, y un bastardo no era más que otro diente podrido en las fauces de la ciudad, listo para caerse en cualquier momento.
– ¿Lugar de nacimiento? -prosiguió, rutinaria, la recepcionista.
– ¡Estambul!
– ¿Estambul?
Zeliha se encogió de hombros como diciendo: ¿dónde, si no? ¿Dónde demonios, si no aquí? ¡Aquella era su ciudad! ¿Acaso no se le veía en la cara? Al fin y al cabo Zeliha se consideraba una auténtica estambulí, y como si reprochara a la recepcionista el no haber captado un hecho tan obvio, se volvió sobre su tacón roto y tomó asiento en una silla vacía junto a la mujer del velo. Solo entonces advirtió al marido de esta, sentado muy quieto, casi paralizado por la vergüenza. Más que juzgar a Zeliha, el hombre parecía sumido en la incomodidad de ser el único varón en un territorio tan descaradamente femenino. Por un segundo a Zeliha le dio pena y hasta pensó en invitarle a salir al balcón a fumarse un cigarrillo con ella, porque estaba segura de que fumaba. Pero el gesto podría malinterpretarse. Una mujer soltera no podía proponer algo así a un hombre casado y cualquier hombre casado expresaría hostilidad hacia otra mujer estando presente su esposa. ¿Por qué era tan difícil hacerse amiga de los hombres? ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿Por qué no podían salir al balcón a fumar y charlar un rato y luego ir cada uno por su camino? Zeliha se quedó allí sentada en silencio un largo rato, no porque estuviera exhausta, que lo estaba, ni porque estuviera harta de ser el foco de atención, que también, sino porque quería estar junto a la ventana abierta; ansiaba oír el ruido de la calle. La ronca voz de un vendedor penetraba en la sala: