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– Rose, por favor, tengo que darle a Armanoush una mala noticia. ¿Quieres decirle que se ponga, por favor? No contesta el móvil y por eso la llamo ahí a tu casa.

– Espera… espera… ¿Es que no está ahí?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No está ahí contigo en San Francisco? -A Rose le temblaban los labios de pánico.

Barsam se preguntó si su ex mujer estaría jugando a algo. Intentó disimular su irritación.

– No, Rose, Armanoush decidió volver a Arizona para pasar ahí las vacaciones de primavera.

– ¡¡Ay, Dios mío!! ¡Pero si aquí no está! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está? -Rose se echó a llorar, con uno de aquellos ataques de ansiedad que creía superados hacía tiempo.

– Rose, ¿quieres calmarte, por favor? No sé qué está pasando, pero seguro que habrá alguna explicación. Confío en Armanoush con todo mi corazón. Estoy seguro de que no hará nada malo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

– Ayer. Me llama todos los días… ¡desde San Francisco!

Barsam guardó silencio. No dijo que Armanoush también le llamaba a él todos los días, aunque desde Arizona.

– Eso es bueno, eso significa que está bien. Tenemos que confiar en ella. Es una chica inteligente y formal, tú lo sabes. Mira, la próxima vez que llame dile que me llame a mí, ¿vale? Dile que es urgente. ¿Lo has entendido, Rose? ¿Le vas a decir que me llame?

– ¡¡Ay, Dios mío!! -Rose sollozaba con más fuerza. Pero de pronto se le ocurrió preguntar-: Barsam, has dicho que había malas noticias. ¿Qué ha pasado?

– Ah… -Se hizo un pesado silencio-. Es mi madre… -No pudo terminar la frase-. Dile a Armanoush que la abuela Shushan ha muerto mientras dormía. Esta mañana ya no se ha despertado.

Jamás habían sido tan lentos quince minutos. Armanoush paseaba por la habitación bajo la mirada preocupada de Asya. Por fin llegó el momento de volver a llamar a su madre. Esta vez Rose contestó al instante.

– Amy, te voy a preguntar solo una cosa y me vas a decir la verdad. Prométeme que me vas a decir la verdad.

Armanoush notó un vahído de miedo en el vientre.

– ¿Dónde estás? -preguntó Rose ronca, con la voz rota-. ¡Nos has mentido! No estás en San Francisco, no estás en Arizona. ¿Dónde estás?

Armanoush tragó saliva.

– Mamá, estoy en Estambul.

– ¿Qué?

– Mamá, ya te lo explicaré, pero por favor, cálmate.

Rose echaba chispas por los ojos de pura indignación. Odiaba que todo el mundo le dijera que se calmara.

– Mamá, siento muchísimo haberte preocupado tanto. No debería haber hecho esto y lo siento. Pero no tienes de qué preocuparte, de verdad.

Rose tapó el teléfono con la mano.

– ¡¡Mi niña está en Estambul!! -le dijo a su marido con cierto tono de reproche, como si fuera culpa suya. Luego chilló en el auricular-: ¿Y qué demonios estás haciendo ahí?

– Pues estoy en casa de tu suegra. Es una familia maravillosa.

Rose, estupefacta, se volvió hacia Mustafa y esta vez el tono de reproche fue más duro:

– ¡Está en casa de tu familia!

Pero antes de que Mustafa Kazancı, lívido y alarmado, pudiera articular una palabra, ella volvió al teléfono:

– Vamos para allá. No se te ocurra desaparecer. Vamos para allá. ¡Y no vuelvas a apagar el móvil! -Con estas palabras, colgó.

– ¿De qué coño estás hablando? -Mustafa le apretó el brazo con más fuerza de la que pretendía-. Yo no voy a ningún lado.

– Tú sí que vas. Vamos los dos. ¡Mi única hija está en Estambul! -chilló, como si hubieran secuestrado a Armanoush.

– No puedo dejar el trabajo ahora.

– Te puedes tomar unos días. Y si no, me voy yo sola -saltó Rose, o alguien que parecía Rose-. Vamos, nos aseguramos de que está bien, la recogemos y nos la traemos a casa.

Esa noche, cuando estaban a punto de acostarse, sonó el teléfono de la familia Kazancı.

– Quiera Alá que no sea nada malo -susurró Petite-Ma desde la cama, con el rosario en la mano y una sombra de ansiedad en el rostro. Tendió la mano hacia el vaso de agua con la dentadura postiza y, sin dejar de rezar, bebió un sorbo. Solo el agua podía apagar el miedo.

La tía Feride, todavía despierta, cogió el teléfono. Era la más charlatana y comunicativa de la familia hablando por teléfono.

– ¿Diga?

– Hola, Feride, ¿eres tú? -preguntó una voz masculina. Y sin aguardar respuesta añadió-: Soy yo… desde América… Mustafa…

La tía Feride sonrió, encantada al oír la voz de su hermano.

– ¿Por qué no nos llamas más a menudo? ¿Cómo estás? ¿Cuándo vas a venir a vernos?

– Escucha, cariño, por favor… ¿Está Amy… Armanoush ahí?

– Sí, sí, claro, nos la mandaste tú. La queremos mucho -contestó radiante la tía Feride-. ¿Por qué no habéis venido con ella, tu mujer y tú?

Mustafa se quedó callado y frunció la frente, incómodo. A su espalda, detrás de la ventana, se extendía la tierra de Arizona, siempre fiable, siempre reservada. Con el tiempo había aprendido a apreciar el desierto, su infinitud mitigaba el miedo a mirar atrás, su tranquilidad aliviaba el miedo a la muerte. En momentos así se acordaba, como si su cuerpo tuviera memoria con voluntad propia, del destino que aguardaba a todos los hombres de la familia. En momentos así se sentía cerca del suicidio. Encontrar la muerte antes de que la muerte lo encontrara a él. Había vivido dos vidas y a veces la única manera de salvar el abismo entre las dos parecía ser silenciarlas al mismo tiempo: poner un brusco fin a ambas vidas. Pero apartó de sí aquella idea. Se oyó algo semejante a un suspiro. Tal vez era él. Tal vez era solo el desierto.

– Creo que sí iremos. Vamos a ir unos días para recoger a Amy y para veros… Vamos a ir.

Las palabras parecieron surgir sin esfuerzo, como si el tiempo no fuera una secuencia de líneas rotas sino una línea continua que se podía recomponer aunque estuviese fracturada. Mustafa iría de visita a su casa, como si no hubieran pasado veinte años desde que se había marchado.

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Pasas sultanas

La milagrosa noticia de que Mustafa iría a visitarlas con su esposa americana provocó al instante una serie de reacciones en la casa Kazancı. La primera y más importante tuvo que ver con detergentes, jabones y otros productos de limpieza. En dos días se dejó la casa entera como los chorros del oro. Se limpiaron ventanas, se quitó el polvo a los estantes, se lavaron y plancharon cortinas, se frotó y se fregó el suelo de los tres pisos hasta la última baldosa. La tía Cevriye pasó un trapo, una por una, a todas las hojas de todas las plantas del salón, el geranio y la campánula, el romero y la aspérula. Hasta limpió las hojas del nomeolvides. Mientras tanto la tía Feride las sorprendió a todas sacando el encaje más precioso de su dote. Pero sin duda era la abuela Gülsüm la más entusiasmada con la noticia. Al principio se negó a creer que su hijo las visitaría después de tantos años, y cuando por fin la convencieron, se encerró en la cocina entre platos, cubiertos e ingredientes para preparar las recetas favoritas de su hijo predilecto. En la cocina flotaba ahora el denso aroma de los pasteles recién hechos. Ya había horneado dos clases distintas de börek (de espinacas y de queso feta), había preparado lentejas y estofado de cordero, y tenía lista la pasta de köfte para freirla en cuanto llegaran los invitados. Aunque estaba decidida a preparar otra media docena de platos antes de que acabara el día, lo más importante del menú de la abuela Gülsüm iba a ser el postre: ashura.

La bastarda de Estambul - pic_2.jpg

Durante su infancia y adolescencia, a Mustafa Kazancı le gustaba la ashura más que cualquier otro dulce, y siempre y cuando aquellos terribles productos de la cocina rápida americana no le hubieran estropeado los hábitos alimenticios, la abuela Gülsüm esperaba que se llevara una alegría al encontrarse a su llegada varios cuencos de su postre preferido en la nevera, como si la vida no hubiera cambiado y pudiera cogerla de nuevo tal y como la había dejado.

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