Asya miraba la pantalla perpleja, como si en medio de una presentación se le hubiera olvidado el texto. Acarició, distraída, la cabeza de Sultán Quinto varias veces antes de que sus dedos volvieran al teclado.
¿Soy responsable del crimen de mi padre? -preguntó Una Chica Llamada Turca.
Eres responsable de reconocer el crimen de tu padre -contestó Anti-Javurma.
Asya parecía confusa por la brusquedad de aquella frase, un poco irritada, pero también intrigada. Bajo el resplandor de la pantalla, su rostro se veía pálido e inmóvil. Siempre había intentado distanciar todo lo posible su pasado del futuro que esperaba lograr, confiando en que, por mucha carga que llevaran los recuerdos, por oscuros o deprimentes que fueran, el pasado no la devoraría. Pero lo cierto es que, por más que odiara admitirlo, sabía que el pasado vivía, efectivamente, en el presente.
Toda mi vida he querido no tener pasado. Ser bastarda no es carecer de padre, sino carecer de pasado… ¡Y ahora me pedís que asimile el pasado y pida perdón por un padre que no conozco!
No hubo respuesta, pero Asya tampoco parecía esperarla. Siguió tecleando como si sus dedos tuvieran voluntad propia, como si navegara con los ojos cerrados.
Aun así, tal vez es justamente no tener pasado lo que al final me ayudará a comprender vuestro apego a la historia. Sé reconocer la importancia de la continuidad en la memoria humana. Eso sí… Y sí, pido perdón por todo el sufrimiento que mis antepasados hayan creado a vuestros antepasados.
Anti-Javurma no estaba satisfecho.
La verdad es que no significa gran cosa que nos pidas perdón a nosotros -terció-. Pide perdón delante del gobierno turco.
¡Venga ya! -Armanoush tiró de pronto del teclado, incapaz de resistirse al impulso de interrumpir-. Soy Madame Mi Alma Exiliada. ¿Y qué va a conseguir con eso, aparte unos cuantos problemas?
¡Pues tiene que apechugar con ese problema si es sincera! -saltó Anti-Javurma.
Pero antes de que nadie pudiera responder, apareció un comentario totalmente inesperado.
Bueno, la verdad es, queridas Madame Mi Alma Exiliada y Una Chica Llamada Turca, que entre los armenios en la diáspora hay quien no quiere que los turcos reconozcan jamás el genocidio. Porque entonces nos quitarían la alfombra bajo los pies y nos arrebatarían el lazo más fuerte que nos une. Igual que los turcos tienen por costumbre negar sus malas obras, los armenios tienen por costumbre recrearse en el victimismo. Por lo visto hay ciertas viejas costumbres que habría que cambiar en ambos bandos.
Era Barón Baghdassarian.
– Siguen despiertas. -La tía Feride paseaba de un lado a otro junto a la puerta de la habitación de las chicas-. ¿Pasará algo?
Las mujeres mayores se habían ido a dormir, también la tía Cevriye, como buena y disciplinada maestra que era. La tía Zeliha se había quedado frita en el sofá.
– ¿Por qué no te vas a dormir, hermana? Yo vigilaré la puerta para ver que estén bien. -La tía Banu le dio un apretón en el hombro. Cada vez que su enfermedad empeoraba, la tía Feride se aterrorizaba ante un posible mal procedente de cualquier cosa o persona del mundo exterior-. Deja que haga guardia yo esta noche -sonrió la tía Banu-. Tú vete a la cama. No olvides que tu mente es una desconocida por las noches. No hables con desconocidos.
– Sí -asintió la tía Feride, y por un momento pareció una niña pequeña conmovida por un cuento. Visiblemente más tranquila, se dirigió arrastrando los pies hacia su habitación.
En cuanto desconectaron, Armanoush miró el reloj. Era hora de llamar a su madre. Esa semana la había llamado todos los días a la misma hora, y Rose le había reprochado cada vez que no llamara más a menudo. Intentando no alterarse por aquella invariable costumbre, marcó el número y esperó que su madre contestara.
– ¡¡¡Amy!!! -La voz de Rose se convirtió en un chillido-. Cariño, ¿eres tú?
– Sí, mamá, ¿cómo estás?
– ¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? -repitió Rose. Parecía desconcertada y su voz sonaba apagada-. Mira, ahora mismo tengo que colgar, pero prométeme, prométeme que me llamas en diez… no, diez va a ser poco… en quince minutos exactamente. Ahora tengo que colgar para aclararme las ideas, y luego espero tu llamada. Prométemelo, prométemelo -farfulló histérica.
– Vale, vale, mamá, te lo prometo -balbuceó Armanoush-. Mamá, ¿estás bien? ¿Qué pasa? -Pero Rose ya había colgado.
Confusa, pálida y desolada, todavía con el teléfono en la mano, Armanoush miró a Asya.
– Mi madre me ha pedido que la llame luego, en lugar de preguntarme por qué no la había llamado antes. Es rarísimo. Es rarísimo en ella.
– Tranquila. -Asya se movió en la cama y asomó la cabeza entre las mantas-. A lo mejor es que iba conduciendo y no podía hablar.
Pero Armanoush negó con la cabeza, con una sombra de miedo en la cara.
– Ay, Dios, ha pasado algo. Ha pasado algo horrible.
Con los ojos hinchados de llorar y la nariz colorada, Rose cogió un pañuelo de papel y estalló de nuevo en lágrimas. Siempre compraba los mismos pañuelos en la misma tienda: Sparkle, fuertes y absorbentes. La marca fabricaba tres modelos diferentes, y el favorito de Rose se llamaba «Mi Destino». En los pañuelos aparecían impresas imágenes de conchas, peces y barcos, todo en azul, y entre ellas nadaban estas palabras: NO PUEDO CAMBIAR LA DIRECCIÓN DEL VIENTO, PERO PUEDO AJUSTAR LAS VELAS PARA LLEGAR SIEMPRE A MI DESTINO.
A Rose le gustaba el eslogan. Además, la tinta azul de las imágenes hacía juego con el color de los azulejos de la cocina, la parte de la casa de la que más orgullosa estaba. A pesar de que al principio, cuando compraron la casa, la cocina le encantó, Rose enseguida se puso a remodelarla, añadiendo estantes, un botellero lacado para treinta y seis botellas (aunque ni ella ni Mustafa bebían) y taburetes giratorios de roble por todas partes. Ahora, presa de una nueva oleada de pánico, se dejó caer en uno de los taburetes.
– Ay, Dios mío, tenemos quince minutos. ¿Qué le vamos a decir? Solo tenemos quince minutos para decidir -gritó.
– Rose, cariño, cálmate, por favor -dijo Mustafa, levantándose de su silla. A él no le gustaban los taburetes, de manera que tenía dos sólidas sillas de madera de pino, una para él y la otra también para él. Se acercó a su mujer y le cogió la mano, con la esperanza de mitigar un poco su preocupación-. Tienes que estar tranquila, muy tranquila, ¿entiendes? Y muy tranquila le vas a preguntar dónde está. Es lo primero que debes preguntarle, ¿vale?
– ¿Y si no me lo dice?
– Te lo dirá. Tú se lo preguntas con calma, y ella te responderá con calma -aseguró Mustafa, hablando despacio-. Pero nada de regañarla, ¿eh? Tienes que relajarte. Toma, bebe un poco de agua.
Rose cogió el vaso con manos temblorosas.
– Pero ¿cómo es posible? ¡Mi niña me ha mentido! Qué tonta he sido al fiarme de ella. Todo este tiempo pensando que estaba en San Francisco con su abuela, y ahora resulta que le ha mentido a todo el mundo… Y ahora su abuela… ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se lo voy a decir?
El día anterior, mientras los dos estaban en la cocina, ella haciendo tortitas y él leyendo el Arizona Daily Star, sonó de pronto el teléfono. Rose contestó con la espátula en la mano. Era su ex marido, Barsam Tchajmajchian, desde San Francisco.
¿Cuántos años llevaban sin intercambiar una palabra? Después del divorcio se vieron obligados a hablar a menudo de su hija. Pero luego, a medida que Armanoush crecía, las charlas se fueron espaciando hasta desaparecer por completo. De su breve matrimonio solo quedaban dos cosas: resentimiento mutuo y una hija.
– Siento molestarte, Rose -comenzó Barsam, con voz seca pero agotada-. Es que es una emergencia. Tengo que hablar con mi hija.
– Nuestra hija -le contestó Rose cortante. En cuanto la frase salió de su boca, se arrepintió de su brusquedad.