«Al final eres a la vez narcisista e inseguro», le había dicho.
¿Podrían haber sido distintas las cosas entre Zeliha y él? ¿Por qué se sentía tan rechazado y tan poco querido con tantas hermanas y una madre que lo adoraba?
Zeliha siempre se había burlado de él, y su madre siempre lo había admirado. Mustafa solo quería ser un hombre normal, bueno, aunque también se equivocara. Lo único que necesitaba era compasión y la oportunidad de ser mejor persona. Si tuviera una mujer que lo quisiera, todo sería distinto. Mustafa sabía que tenía que salir adelante en Estados Unidos, no porque quisiera lograr un futuro mejor, sino porque tenía que librarse de su pasado.
– ¿Cómo estás? -dijo la joven cajera con una sonrisa.
Era algo a lo que Mustafa todavía no se había acostumbrado: en Estados Unidos todo el mundo le preguntaba a los demás cómo estaban, incluso a los desconocidos. Comprendía que se trataba de un saludo, no de una pregunta sincera, pero él no sabía cómo devolverlo con la misma facilidad.
– Estoy bien, gracias. ¿Y tú?
La chica sonrió de nuevo.
– ¿De dónde eres?
Algún día, pensó Mustafa, hablaría de tal forma que nadie volvería a hacerle aquella grosera pregunta porque nadie se imaginaría ni por un momento que fuera extranjero. Cogió su bolsa de plástico y salió.
Una pareja de origen mexicano cruzaba la calzada, ella empujando un cochecito de bebé, él con un niño pequeño de la mano. Caminaban sin prisa y Rose los miraba con envidia. Ahora que su matrimonio había terminado, todas las parejas que veía se le antojaban satisfechas y felices.
– ¿Sabes qué? Ojalá la bruja de tu abuela me hubiera visto coquetear con ese turco. ¿Te imaginas su espanto? ¡No se me ocurre una pesadilla peor para la orgullosa familia Tchajmajchian! Orgullosa y altiva… orgullosa y…
Rose no terminó la frase porque la distrajo un pensamiento procaz. El semáforo se puso en verde, los coches que tenía delante arrancaron y la furgoneta que tenía detrás tocó el claxon. Pero Rose no se movió. La fantasía era tan deliciosa que no podía moverse. Su mente se regodeó en muchas imágenes, mientras sus ojos lanzaban un rayo de rabia pura en ángulo oblicuo. Ese, desde luego, era el tercer efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimonial: no solo hablabas sola y te ponías tozuda con los demás, sino que también te volvías bastante irracional. Cuando una mujer siente un resentimiento justificable, el mundo se tergiversa y la sinrazón parece perfectamente razonable.
Oh, dulce venganza. La recuperación era un plan a largo plazo, una inversión que daba frutos con el tiempo. Pero la venganza era rápida. El primer instinto de Rose era hacer algo, cualquier cosa, para exasperar a su ex suegra. Y en todo el mundo solo existía una cosa que pudiera molestar a las mujeres de la familia Tchajmajchian incluso más que un odar: ¡un turco!
Qué interesante sería flirtear con el archienemigo de su ex marido. Pero ¿dónde encontrar a un turco en medio del desierto de Arizona? No crecían como cactus, ¿verdad? Rose soltó una risita mientras su expresión de reconocimiento se convertía en otra de intensa gratitud. Qué magnífica coincidencia que la fortuna acabara de presentarle a un turco. ¿O no era coincidencia?
Tarareando la canción de la cinta, Rose se puso en marcha. Pero en lugar de seguir por su camino, giró a la izquierda, dio media vuelta y, una vez en el otro carril, aceleró.
Primitive love, I want what it used to he….
Al cabo de un momento el Jeep Cherokee de 1984 azul marino había llegado al aparcamiento del supermercado Fry.
I don't have to think, right now you've got me at the brink
This is goodbye for all the times I cried….
El coche trazó un semicírculo y maniobró para llegar a la salida principal del supermercado. Justo cuando Rose estaba a punto de perder la esperanza de volver a dar con el joven, lo vio aguardando pacientemente en la parada del autobús con la bolsa de plástico medio vacía junto a él.
– ¡Eh, Mostafá! -chilló asomando la cabeza por la ventanilla medio abierta-. ¿Quieres que te lleve?
– Sí, gracias. -Mustafa intentó tímidamente corregir su pronunciación-. Es Mus-ta-fa…
Rose sonrió.
– Mustafa, te presento a mi hija, Armanoush… ¡Pero yo la llamo Amy! Amy, este es Mustafa, Mustafa, esta es Amy…
Mientras el joven sonreía a la niña dormida, Rose le miró la cara buscando alguna reacción, pero no encontró ninguna. De manera que, decidida a darle otra pista, esta vez más reveladora, añadió:
– El nombre completo es Amy Tchajmajchian.
Si aquello le inspiró cualquier tipo de rechazo, Mustafa no lo demostró, de forma que Rose se vio en la necesidad de repetir el nombre, por si acaso no lo había entendido la primera vez:
– ¡Armanoush Tchaj-maj-chi-an!
Entonces saltó una chispa en los ojos avellana del joven, aunque no por el motivo que Rose imaginaba.
– Chak-mak-chi-an… Çak-mak-çı… ¡Oye, eso parece turco! -exclamó encantado.
– Bueno, en realidad es armenio -dijo ella. De pronto se sentía insegura-. Su padre… vaya, mi ex marido… -tragó saliva como si quisiera eliminar un regusto amargo-… era, bueno, es armenio.
– ¿Ah, sí? -replicó él como si nada.
¿Es que no lo entendía?, se preguntó Rose mientras se mordisqueaba el interior de la mejilla. Luego, como exhalando un hipo contenido que se le agolpara en la garganta, lanzó una carcajada. «Pero es guapo… muy guapo… ¡Será mi dulce venganza!»
– Oye, no sé si te gusta el arte mexicano, pero mañana por la noche se inaugura una exposición colectiva. Si no tienes otros planes podríamos ir a verla y luego a comer algo.
– ¿Arte mexicano? -vaciló Mustafa.
– Todo el mundo que lo ha visto dice que está muy bien. Bueno, ¿qué me dices? ¿Te apetece venir conmigo?
– ¡Arte mexicano! -repitió Mustafa con seguridad-. Claro, ¿por qué no?
– Genial -se animó Rose-. Me alegro mucho de conocerte, Mostafá -dijo, pronunciando otra vez mal su nombre. Pero esta vez Mustafa no sintió la necesidad de corregirla.
3
Azúcar
– ¿Es verdad? ¡Por favor, que alguien me diga que no es verdad! -exclamó el tío Dikran Stamboulian, abriendo la puerta de golpe para irrumpir en el salón en busca de su sobrino o sobrinas o cualquiera dispuesto a consolarle. Tenía los ojos oscuros, ahora algo saltones por los nervios, y un poblado bigote que caía hacia los lados y luego se curvaba ligeramente hacia arriba en los extremos, dibujando una sonrisa en sus labios incluso en los momentos más serios.
– Por favor, cálmate y siéntate, tío -masculló sin mirarle la tía Surpun, la más joven de las hermanas Tchajmajchian. Era la única de la familia que había apoyado sin reservas el matrimonio de Barsam con Rose y ahora se sentía culpable. Y no estaba acostumbrada a reprocharse nada. Profesora de humanidades de la Universidad de California en Berkeley, Surpun Tchajmajchian era una intelectual feminista y segura de sí misma que creía que cualquier problema de este mundo se podía solucionar mediante el diálogo sereno y la razón. En ocasiones esa particular creencia la hacía sentirse muy sola en una familia tan temperamental como la suya.
Dikran Stamboulian hizo lo que le decían y arrastró los pies hacia una silla, mordisqueándose los extremos del bigote. La familia estaba reunida en torno a una mesa antigua de caoba plagada de comida, aunque nadie parecía estar comiendo nada. Las niñas gemelas de la tía Varsenig dormían tranquilamente en el sofá. El primo lejano Kevork Karaoglanian también estaba. Había acudido desde Mineápolis para un evento social organizado por la Comunidad de Jóvenes Armenios del Área de la Bahía. Durante los últimos tres meses Kevork había asistido con diligencia a todos los eventos organizados por el grupo: un concierto benéfico, el picnic anual, la fiesta de Navidad, la fiesta del viernes por la noche, la gala de invierno anual, el almuerzo del domingo y una regata de balsas en beneficio del ecoturismo en Eriván. El tío Dikran sospechaba que la razón de que su guapo sobrino acudiera con tanta frecuencia a San Francisco no era tan solo su compromiso con la organización, sino que albergaba una atracción secreta por una chica que había conocido en el grupo.