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– ¿Ah, sí? -dijo el joven, pero al instante cerró de nuevo la boca. Si Rose hubiera tenido alguna experiencia previa con extranjeros habría detectado el «complejo de presentación del extranjero»: el miedo a enzarzarse en una conversación y no articular las palabras adecuadas en el momento preciso o con la pronunciación correcta.

Sin embargo, ya desde la adolescencia Rose tendía a asumir que todo lo que la rodeaba estaba a su favor o en su contra, y en consecuencia interpretó el silencio como un signo de su propia incapacidad para entablar conversación. Para compensar su fallo, le tendió la mano.

– Ah, lo siento. Se me ha olvidado presentarme. Me llamo Rose.

– Mustafa… -El joven tragó saliva y la nuez de Adán le subió y bajó en el cuello.

– ¿De dónde eres?

– De Estambul -contestó él lacónico.

Rose alzó las cejas y un atisbo de pánico se reflejó en su rostro. Si Mustafa hubiera tenido alguna experiencia con los provincianos, habría detectado el «complejo de ignorancia del provinciano»: el miedo a no tener bastantes conocimientos de geografía o historia mundial. Rose intentaba recordar dónde demonios estaba Estambul. ¿Era la capital de Egipto o un sitio en la India? Arrugó la frente, desconcertada.

Sin embargo, ya desde la adolescencia Mustafa tenía miedo del paso del tiempo y de perder su atractivo con las mujeres, y en consecuencia interpretó el gesto como una señal de que había aburrido a Rose al no ocurrírsele nada interesante que decir. Para compensar su falta, se apresuró a poner fin a la conversación.

– Encantado de conocerte, Rose -dijo arrastrando las vocales con un tenue pero evidente acento-. Tengo que irme ya…

Devolvió a toda prisa las latas de garbanzos al estante, miró el reloj, cogió la cesta y se marchó. Antes de desaparecer, Rose le oyó murmurar:

– Adiós. -Luego, como haciéndose su propio eco, de nuevo-: Adiós. -Y desapareció.

Tras perder a su misterioso acompañante, Rose recordó de pronto cuánto tiempo había perdido en el supermercado. Tras agarrar unas cuantas latas de garbanzos, entre ellas las que Mustafa había dejado, se apresuró hacia las cajas. Atravesó el pasillo de libros y revistas, y allí vio algo que necesitaba urgentemente: Gran Atlas Mundial. Debajo del título se leía: «Atlas mundial de banderas, datos y mapas / Ayuda para padres, estudiantes, profesores y viajeros de todo el mundo». Cogió el libro, buscó Estambul en el índice y en cuanto localizó la página miró el mapa para ver dónde estaba.

En el parking encontró el Jeep Cherokee azul marino de 1984 calentándose bajo el sol de Arizona con su hija dormida dentro.

– Armanoush, despierta, cariño. ¡Mamá ha vuelto!

La niña se movió pero no abrió los ojos, ni siquiera cuando Rose le cubrió la cara de besos. Llevaba el suave pelo castaño recogido con una cinta dorada casi más grande que su cabeza y vestía un suave traje verde adornado de rayas color salmón y botones púrpura. Parecía un arbolito de navidad decorado por alguien en pleno delirio.

– ¿Tienes hambre? ¡Esta noche mamá te va a preparar una auténtica comida americana! -exclamó Rose mientras dejaba las bolsas en el asiento trasero, menos un paquete de nubes de coco para el camino. Se miró el pelo en el retrovisor, puso su casete favorito de aquellos días y cogió un puñado de nubes antes de poner el coche en marcha.

– ¿Sabías que el tío que me acabo de encontrar en el supermercado es de Turquía? -preguntó, guiñando un ojo a su hija por el retrovisor.

Todo en su pequeña se le antojaba perfecto: su naricilla chata, las manos redondas, los pies, todo menos su nombre. La familia de su marido quiso llamarla como la madre de su abuela. Cuánto lamentaba Rose no haberle puesto un nombre menos extravagante, como Annie o Katie o Cyndie, en lugar de aceptar el que se le había ocurrido a su suegra. Una niña tenía que tener nombre de niña, y Armanoush era cualquier cosa menos eso. El nombre sonaba tan… tan maduro y frío, apropiado tal vez para una persona adulta. ¿Tendría que esperar a que su hija cumpliera los cuarenta para llamarla por su nombre sin que le escociera la lengua? Rose puso los ojos en blanco y se comió otra nube. De pronto tuvo una revelación: a partir de ahora llamaría a su hija «Amy», y como parte de la ceremonia de bautismo le envió un beso.

En el siguiente cruce se detuvo en el semáforo en rojo y se puso a tamborilear sobre el volante acompañando a Gloria Estefan.

No modern love for me, it's all a hustle

What's done is done, now it's my turn to have fun….

Mustafa dejó los pocos artículos que había comprado ante la cajera: aceitunas de Kalamata, espinacas y pizza de queso feta congelada, una lata de sopa de champiñones, una lata de sopa de pollo y una lata de sopa de pollo con fideos. Hasta que llegó a Estados Unidos no había tenido que cocinar. Cada vez que se metía en la pequeña cocina de su piso de estudiante, de dos habitaciones, se sentía un rey destronado en el exilio. Lejos quedaban los días en los que le atendían y servían su devota abuela, su madre y sus cuatro hermanas. Ahora lo de fregar los platos, limpiar la casa, planchar y sobre todo ir a la compra era una enorme carga para él. No sería tan difícil si pudiera librarse de la sensación de que otra persona debería estar haciendo todo aquello para él. Estaba tan poco acostumbrado a esas tareas como a la soledad.

Mustafa compartía piso con un estudiante de Indonesia que hablaba muy poco, trabajaba mucho y escuchaba viejas cintas como Sonidos de arroyos de montaña o Cantos de ballenas para dormir todas las noches. Mustafa pensaba que se encontraría menos solo en Arizona con un compañero de piso, pero había resultado justo lo contrario. Por la noche, solo en su cama y a miles de kilómetros de su familia, no podía luchar contra las voces que oía dentro de su cabeza. Voces que lo juzgaban y culpaban por lo que era. Dormía mal. Pasaba muchas noches viendo comedias antiguas o navegando por internet. Eso le ayudaba. Los pensamientos se detenían, pero volvían durante el día. Mientras iba de casa a la universidad, entre clases o durante el almuerzo, Mustafa se sorprendía pensando en Estambul y en cómo le gustaría poder borrar su memoria y reiniciar el programa, hasta eliminar todos los archivos definitivamente.

Le habían mandado a Arizona para que escapara del mal presagio que caía sobre los hombres de la familia Kazancı. Pero él no creía en esas cosas. Se había apartado de todas aquellas supersticiones familiares, las cuentas contra el mal de ojo, la lectura de los posos del café, las ceremonias de adivinación, no tanto por una decisión consciente como por un reflejo involuntario. Pensaba que todo eso formaba parte de un mundo oscuro y complicado propio de las mujeres.

De todas formas, las mujeres eran un misterio. A pesar de haber crecido entre tantas, siempre se había sentido lejos de ellas.

Mustafa se había criado como el único niño en una familia en la que los hombres morían demasiado pronto e inesperadamente. Había experimentado crecientes deseos sexuales, rodeado de hermanas sobre las que era tabú fantasear. Sin embargo, le asaltaban pensamientos nefandos sobre las mujeres. Al principio le gustaban chicas que lo despreciaban. Aterrado ante la posibilidad de ser rechazado, puesto en ridículo y vilipendiado, empezó a desear el cuerpo femenino a distancia. Ese año había mirado furioso las fotos de top models de las revistas estadounidenses como si quisiera asumir el hecho insoportable de que ninguna mujer tan perfecta llegaría jamás a desearle.

Mustafa nunca olvidaría la fiera expresión de Zeliha cuando le llamó «un precioso falo». La vergüenza de aquel momento todavía le atormentaba. Sabía que Zeliha podía ver, más allá de su forzada masculinidad, la auténtica historia de su educación. Zeliha era consciente de que una madre opresora le había mimado y se lo había dado todo hecho, y que un padre opresor le había pegado e intimidado.

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