Qué terrible era seguir apegada mental y emocionalmente a alguien de quien estaba físicamente separada. Cuando se asentó el polvo, de aquel año y ocho meses de matrimonio lo único que le quedó fue resentimiento y un bebé.
– Es todo lo que me queda -murmuró Rose. Ese, desde luego, era el efecto secundario más común de la amargura crónica posmatrimonial: ahora hablaba sola. Por mucho diálogo que imaginara, jamás se quedaba sin palabras. En las últimas semanas Rose había discutido varias veces en su imaginación con todos y cada uno de los miembros de la familia Tchajmajchian, defendiéndose con decisión, ganando siempre, articulando fluidamente todo lo que no había podido expresar durante el divorcio y de lo que se había lamentado desde entonces.
¡Ahí estaban! Pañales superabsorbentes sin látex. Mientras los ponía en el carrito advirtió que un hombre de mediana edad, pelo cano y perilla le sonreía. Lo cierto es que a Rose le gustaba exhibir su maternidad, y ahora que tenía público no pudo evitar una sonrisa. Alzó el brazo alegremente para coger una caja enorme de toallitas perfumadas de áloe vera y vitamina E. Gracias a Dios algunas personas apreciaban su condición de madre. Empujada por el ansia de reconocimiento, recorrió arriba y abajo el pasillo de productos para niños y en cada trayecto encontró algo que no había tenido intención de comprar pero que ahora decidió llevarse: tres botes de loción antibacteriana para aliviar las irritaciones producidas por el pañal, un termómetro con forma de patito que avisaba cuando el agua de la bañera del bebé estaba demasiado caliente, un juego de seis protectores para que los niños no se pillaran los dedos en las puertas y un chupete con forma de mariposa que tras ser enfriado en la nevera aliviaba el dolor de muelas. Lo echó todo en el carrito. ¿Quién podría decir que era una madre irresponsable? ¿Cómo podían acusarla de no prestar atención a las necesidades de su hija? ¿Acaso no había dejado sus estudios universitarios cuando nació la niña? ¿Acaso no se había roto los cuernos por sacar adelante aquel matrimonio? De vez en cuando le gustaba imaginar que todavía iba a la universidad, que todavía era virgen y, sí, que todavía estaba delgada. Hacía poco había encontrado trabajo en el bar de la universidad, un trabajo que podía ayudarla a hacer realidad su primer sueño, aunque no le serviría para los otros dos.
Al entrar en el siguiente pasillo se le formó una mueca en la cara. Comida internacional. Echó un nervioso vistazo a los botes de crema de berenjena y latas de hojas de parra saladas. ¡Basta de patlijan! ¡Basta de sarmas! ¡Basta de comida étnica rara! Con solo ver aquel espantoso khavourma se le revolvía el estómago. A partir de ahora cocinaría lo que le diera la gana. ¡Prepararía para su hija auténticos platos de Kentucky! Durante un rato se quedó allí devanándose los sesos en busca de un ejemplo de la comida perfecta. Se le animó el semblante al pensar en las hamburguesas. ¡Desde luego!, se dijo. Y eso no era todo: huevos fritos y tortitas y perritos calientes con cebollas y cordero a la brasa, sí, sobre todo cordero a la brasa… En lugar de esa densa bebida de yogur que estaba más que harta de ver en todas las comidas, tomarían sidra de manzana. A partir de entonces elegiría todos los días platos de la cocina del sur: chile picante o beicon ahumado… o… garbanzos. Serviría esos platos sin quejas. Lo único que necesitaba era un hombre que se sentara frente a ella al final del día, un hombre que la quisiera de verdad, a ella y sus recetas. Desde luego, eso era lo que necesitaba: un amante sin bagaje étnico, sin nombres imposibles de pronunciar y sin familia numerosa; un amante nuevecito que supiera apreciar los garbanzos.
Hubo un tiempo en que Barsam y ella se querían, un tiempo en el que Barsam no se fijaba, ni siquiera le importaba, en lo que ella pusiera en la mesa, porque su mirada estaba en otra parte, clavada en la de ella, inundada de amor. Se sonrojó al acordarse de aquellos lascivos momentos, pero al instante se quedó helada al recordar la siguiente fase. Por desgracia, enseguida entró aquella horrible familia en escena para dominarla eternamente, y desde entonces el afecto que sentían el uno por el otro se fue desvaneciendo. Si esa pandilla de Tchajmajchian no hubieran metido sus aguileñas narices en su matrimonio, pensó Rose, su marido seguiría a su lado. «¿Por qué teníais que meteros constantemente en nuestro matrimonio?», le preguntó a Shushan, a quien ahora imaginaba sentada en su butaca contando los puntos de su labor, haciendo otra manta para su nieta. Pero su suegra no respondió. Rose, exasperada, repitió la pregunta. Aquel, desde luego, era el segundo efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimonial: no solo hablaba sola, sino que se volvía tozuda con los demás. Aunque estuviera a punto de romperse, jamás se doblegaba. «¿Por qué no nos dejasteis nunca en paz?» Rose planteó la misma pregunta, una a una, a las tres hermanas de su marido (la tía Surpun, la tía Zarouhi y la tía Varsenig), mientras miraba ceñuda los botes de babaghanoush que había en los estantes del supermercado.
Dejó la sección de comida étnica dando un brusco giro hacia el siguiente pasillo. Inspirada por la rabia y la melancolía, recorrió de una punta a otra el pasillo de latas y legumbres y estuvo a punto de estrellarse contra un joven que miraba las distintas marcas de garbanzos. «¡Ese tío no estaba ahí hace un segundo!», pensó Rose. Parecía haberse materializado de la nada, como caído del cielo. Tenía la piel clara, un cuerpo esbelto y bien proporcionado, ojos de avellana y una nariz puntiaguda que le daba un aire atento y aplicado. Su pelo era corto, negro azabache. Rose pensó que lo había visto antes, pero no recordaba dónde ni cuándo.
– Son buenos, ¿verdad? -le dijo-. Por desgracia no todo el mundo tiene sensibilidad para apreciarlos.
Arrancado de sus reflexiones, el joven dio un respingo, se volvió hacia la mujer regordeta y rubicunda que había aparecido de pronto a su lado y, con una lata de garbanzos en cada mano, se sonrojó. Le habían cogido por sorpresa y no le resultaba fácil recuperar su apostura masculina.
– Perdona… -Ladeó la cabeza hacia un lado, un tic nervioso que Rose interpretó como un signo de timidez.
Ella sonrió para indicar que le perdonaba y luego le miró la cara sin parpadear siquiera, lo cual le puso todavía más nervioso. Además de la expresión de conejita melosa que ahora mostraba, Rose tenía otras tres caras de animal, inspiradas en la madre naturaleza, que empleaba siempre para tratar con el sexo opuesto: su expresión contenida de perro, que escogía cuando quería demostrar total dedicación; su traviesa expresión felina, para cuando quería seducir, y su agresiva expresión de coyote, cada vez que la criticaban.
– ¡Yo te conozco! -De pronto Rose exhibió una sonrisa de oreja a oreja, orgullosa de su memoria-. Me estaba devanando los sesos pensando de qué te conocía, ¡y ya lo sé! Eres de la Universidad de Arizona, ¿verdad? ¡Fijo que te gustan las quesadillas de pollo!
El joven miró el pasillo como si estuviera a punto de salir corriendo y no pudiera decidir en qué dirección.
– Trabajo media jornada en el Cactus Grill. -Rose hizo lo posible para ayudarle a comprender-. El bar grande del segundo piso de la Asociación de Estudiantes, ¿te acuerdas? Suelo estar detrás del mostrador cuando se sirve comida caliente, ya sabes, tortillas y quesadillas. Es un trabajo de media jornada, por supuesto. No me pagan mucho, pero ¿qué se le va a hacer? Es provisional. Lo que yo quiero de verdad es ser maestra de primaria.
El joven la miraba ahora con expresión interrogativa, como si quisiera memorizar todos los detalles de su cara para futuros encuentros.
– En fin, que seguramente de eso te conozco -concluyó Rose. Entornó los ojos, se humedeció el labio inferior, y puso su cara felina-. Dejé los estudios el año pasado porque tuve una niña, pero ahora quiero volver a la universidad…