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– Pero no lo has visto todo -protestó don Amargo con su voz rasposa-. Todavía no te he hablado de los piojos.

– ¿Los pi… piojos? -tartamudeó la tía Banu. El impulso que la había llevado a poner fin a la sesión parecía haberse desvanecido. Cogió el pañuelo y volvió a mirar el cuenco.

– Pues sí, los piojos, mi ama, un detalle muy importante -insistió don Amargo-. ¿Recuerdas cuando la pequeña Shushan se soltó de la mano de su hermano mayor y de pronto se perdió en la multitud? Pues cogió los piojos de una familia a la que se había acercado con la esperanza de conseguir un poco de comida. La familia casi no tenía nada, de manera que la echaron. Unos días después la pequeña Shushan ardía de fiebre: ¡tifus!

La tía Banu lanzó un fuerte y prolongado suspiro.

– Yo estaba allí, lo vi todo. Shushan cayó de rodillas. En aquella caravana de gente no había nadie en condiciones de ayudarla, así que la dejaron tirada en el suelo, con la frente cubierta de sudor y el pelo lleno de piojos.

– ¡Ya basta! -La tía Banu se levantó.

– Pero ¿no vas a escuchar la mejor parte? ¿No quieres saber qué le pasó a la pequeña Shushan? -preguntó don Amargo, haciéndose el ofendido-. Querías conocer a la familia de tu invitada, ¿no es así? Pues bien, esa pequeña Shushan de mi historia es la abuela de tu invitada.

– Sí, eso ya me lo había imaginado. Sigue.

– ¡Muy bien! -exclamó don Amargo, saboreando su triunfo-. Cuando el convoy desapareció y la pequeña Shushan quedó medio muerta en el camino, dos mujeres de una aldea turca cercana la encontraron. Eran madre e hija. Se llevaron a su casa a la niña enferma y la bañaron con jabón de Alepo y le quitaron los piojos con pociones hechas con hierbas del valle. La alimentaron y la curaron. Tres semanas después pasó por la aldea un oficial de alto rango con sus hombres para interrogar a los aldeanos y averiguar si habían visto a algún huérfano armenio por la zona. La madre turca escondió a Shushan en el arcón de la dote de su hija, para salvarla. Un mes más tarde la niña estaba de nuevo en pie, aunque no hablaba mucho y por la noche lloraba dormida.

– Pero ¿no habías dicho que la trajeron a Estambul?

– Al final, sí. Durante los seis meses siguientes la madre y la hija cuidaron de ella como si fuera de la familia, y seguramente habrían seguido haciéndolo. Pero entonces llegó una horda de bandidos que se dedicaron a registrar y desvalijar las casas. Se detenían en todos los pueblos turcos y kurdos de la región para saquearlos. No tardaron en descubrir que allí escondían a una pequeña armenia. A pesar de los llantos de la madre y la hija, les arrebataron a Shushan. Habían oído las órdenes de entregar a todos los huérfanos armenios menores de doce años a los orfanatos de todo el país. De manera que Shushan pronto acabó en un orfanato de Alepo, y cuando allí ya no había sitio, en un colegio de Estambul, al cuidado de varios hocahamm, algunos benevolentes y cariñosos, otros fríos y estrictos. Y como a todos los demás niños, la vistieron con una túnica blanca y un abrigo negro sin botones. A los varones los circuncidaban, y a todos, niños y niñas, les cambiaban el nombre. A Shushan también. Ahora todo el mundo la llamaba Shermin. También le dieron un apellido: seiscientos veintiséis.

– Ya está bien. -La tía Banu volvió a cubrir el cuenco con el pañuelo y clavó una larga y penetrante mirada en su yinni.

– Sí, ama, como desees -murmuró don Amargo-. Sin embargo, te has saltado la parte más importante de la historia. Si quieres oírla, no tienes más que decírmelo, porque nosotros los gulyabani lo sabemos todo. Estuvimos allí. Ya te he contado el pasado de Shushan, la abuela de Armanoush, cuando era una niña pequeña. Te he contado cosas que tu invitada no sabe. ¿Se las vas a contar? ¿No crees que tiene derecho a saberlas?

La tía Banu guardó silencio. ¿Le contaría alguna vez a Armanoush lo que había descubierto esa noche? Si lo hiciera, ¿cómo le iba a decir que había visto la historia de su familia en un cuenco de agua gracias a un gulyabani, la peor clase de yinn? ¿La creería Armanoush? Además, aunque la creyese, ¿no era mejor que la chica no conociera nunca aquellos tristes sucesos?

La tía Banu se volvió hacia doña Dulce en busca de consuelo. Pero en lugar de una respuesta, lo único que le concedió su yinni benevolente fue una tímida sonrisa y el súbito resplandor de su aura cuya luz oscilaba entre los tonos ciruela, rosa y púrpura. En ese instante la tía Banu se planteó una espinosa cuestión: ¿realmente beneficiaba a los seres humanos averiguar más cosas de su pasado? ¿Conocerlo cada vez mejor? ¿O era preferible saber lo menos posible, e incluso olvidar lo poco que se recordaba?

Ya ha amanecido, hace un instante el día ha cruzado ese misterioso umbral entre la noche y la mañana. El único momento en que se puede albergar la esperanza de realizar los propios sueños, pero es demasiado tarde para seguir soñando, muy lejos ya de la tierra de Morfeo.

El ojo de Alá es omnipotente y omnisciente; es un ojo que jamás se cierra, ni siquiera parpadea. Aun así no sabemos con certeza si puede observar todos los rincones de la Tierra. Si este es un escenario donde se representa un espectáculo tras otro para el espectador celestial, quizá haya momentos intermedios en los que baja el telón y un velo cubre la superficie de un cuenco de plata.

Estambul es un batiburrillo de diez millones de vidas. Es un libro abierto de diez millones de historias revueltas. Estambul despierta de su perturbado sueño, listo para el caos de la hora punta. A partir de ahora habrá demasiadas oraciones para responder, demasiadas blasfemias para anotar y demasiados pecadores, así como demasiados inocentes, para vigilarlos a todos.

Ya ha llegado la mañana a Estambul.

13

Higos secos

A lo largo del año, los meses saben a qué estación pertenecen y se comportan como corresponde. Todos los meses menos uno: marzo.

En Estambul, el mes de marzo es inestable psicológica y físicamente. Puede decidir ser primaveral, cálido y fragante, y cambiar de opinión al día siguiente. Entonces regresa al invierno y lanza vientos helados y aguanieve por todas partes. Hoy, diecinueve de marzo, era un sábado inusualmente soleado, con una temperatura muy por encima de la media para esa época del año. Asya y Armanoush se quitaron el suéter mientras caminaban por la ancha y ventosa calle de Ortaköy hacia la plaza Taksim. Asya llevaba un vestido largo estampado con un batik hecho a mano en beige y marrón caramelo, y a cada paso que daba tintineaban sus múltiples collares y pulseras. Armanoush, por su parte, se mantenía fiel a su estilo: unos tejanos azules y una chaqueta del color rosa pastel de las zapatillas de ballet, donde se leía: UNIVERSIDAD DE ARIZONA. Iban hacia el estudio de tatuaje.

– Me alegro de que por fin vayas a conocer a Aram -sonrió Asya, pasándose el bolso de lona de un hombro a otro-. Es un tío muy simpático.

– Ya me has hablado de él, pero no sé quién es.

– Ah, pues es… -Asya se interrumpió, buscando la palabra adecuada en inglés. «Amigo» se quedaba muy corto, «marido» era técnicamente incorrecto, «futuro marido» no parecía posible, «novio» pegaba más, pero lo cierto es que nunca se habían prometido formalmente-. Es la pareja de la tía Zeliha.

Al otro lado de la carretera, bajo un elegante arco otomano, divisaron a dos gitanillos. Uno de ellos sacaba latas de los cubos de basura y las iba apilando en una desvencijada carreta. El otro estaba sentado al borde de la carreta ordenando las latas, simulando que trabajaba duramente mientras tomaba el sol. Aquella podía ser una vida idílica, pensó Asya. Daría cualquier cosa por cambiarse por el chico. Primero iría a comprar el caballo más perezoso que pudiera encontrar. Luego pasearía todos los días con la carreta y el caballo por las empinadas calles de Estambul, recolectando cosas. Recibiría con entusiasmo los artefactos menos atractivos del género humano, y aceptaría de buen grado los desechos que se pudrían bajo su pulida superficie. Asya tenía la sensación de que en Estambul un basurero seguramente llevaba una vida mucho menos estresada que la suya y la de sus amigos del Café Kundera.

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