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Si fuera basurera, vagaría por la ciudad silbando canciones de Johnny Cash mientras la brisa cálida le acariciaba el pelo y el sol le calentaba los huesos. Y si alguien se atreviera a perturbar tan maravillosa armonía, le amenazaría con echarle encima a su enorme y terrible clan gitano, en el que probablemente todo el mundo era culpable de algún delito. A pesar de la pobreza, concluyó Asya, mientras no fuera invierno debía de ser divertido recoger basura. Tomó nota mental para recordarlo en caso de que no se le ocurriera una profesión mejor cuando terminara la universidad. Y con este ánimo empezó a silbar. Cuando llegó al final de la estrofa advirtió que Armanoush todavía esperaba una respuesta más detallada a la pregunta que le había hecho hacía un rato.

– Bueno, sí, la tía Zeliha y Aram llevan saliendo Alá sabe cuánto tiempo. Es como mi padrastro, supongo, o para ser consistente debería llamarle tiastro… Da igual.

– ¿Por qué no se casan?

– ¿Casarse? -Asya escupió la palabra como si tuviera comida entre los dientes.

Estaban pasando junto a los recolectores de latas y al mirar más de cerca a sus ídolos, Asya se dio cuenta de que no eran niños sino niñas. Esto todavía le gustó más. Otra buena razón para hacerse basurera: difuminar las fronteras del sexo. Se puso un cigarrillo en los labios, pero en lugar de encenderlo lo chupeteó como si fuera uno de esos cigarrillos de chocolate envueltos en papel comestible. Luego reveló un pensamiento interior:

– En realidad, estoy segura de que a Aram no le importaría casarse, pero la tía Zeliha no querría ni oír hablar de eso.

– Pero ¿por qué no?

La brisa cambió en ese instante y Armanoush captó un penetrante olor a mar. La ciudad era un revoltijo de aromas, algunos fuertes y rancios, otros dulces y estimulantes. Casi todos le recordaban una comida u otra, hasta el punto de que había empezado a percibir la ciudad como algo comestible. Llevaba allí ya ocho días, y Estambul cada vez se le antojaba más retorcida y polifacética. Quizá se estaba acostumbrando a ser una extranjera en la ciudad, si no acostumbrándose a la ciudad misma.

– Pues supongo que es por la experiencia que tuvo la tía Zeliha con mi padre, que no sé quién era -explicó Asya-. Por eso estará tan en contra del matrimonio. Yo creo que es porque no confía en los hombres.

– Bueno, eso es comprensible.

– ¿Tú no crees que hombres y mujeres se recuperan de maneras muy distintas después de una relación? Cuando las mujeres sobreviven a un matrimonio funesto o a una relación y toda esa mierda, por lo general evitan tener otra pareja durante bastante tiempo. Los hombres, sin embargo, hacen lo contrario: en cuanto terminan con una catástrofe se encaminan hacia la siguiente. Los hombres no saben estar solos.

Armanoush asintió con la cabeza, aunque aquello no coincidía del todo con la situación de sus padres. Su madre fue quien se volvió a casar tras el divorcio, mientras que su padre seguía todavía soltero.

– ¿Y de dónde es Aram? -preguntó.

– Pues de aquí, como nosotros.

Asya se encogió de hombros, pero de pronto se dio cuenta de lo que le estaban preguntando. Sorprendida de su propia ignorancia, encendió por fin el cigarrillo y dio una calada. ¿Cómo se le podía haber pasado por alto? Aram pertenecía a una familia armenia de Estambul. En teoría era armenio.

A pesar de todo, en cierto modo Aram no podía ser armenio, ni turco ni de ninguna otra nacionalidad. Aram solo podía ser Aram, totalmente sui generis. Era el único ejemplar de una especie única. Una persona encantadora, un romántico colosal, un catedrático de ciencias políticas que a menudo confesaba sentirse atraído por la vida de un pescador de cualquier villorrio del Mediterráneo. Era un corazón frágil, un alma cándida, un caos con patas; un confiado utópico cargado de irresponsables promesas; un hombre increíblemente descuidado, ingenioso y honorable. Era único y por lo tanto Asya jamás lo había relacionado con ninguna identidad colectiva. Aunque estaba muy tentada de hablar de Aram se limitó a contestar:

– Pues el caso es que es armenio.

– Me lo imaginaba -contestó Armanoush con una ligera sonrisa.

Cinco minutos después llegaban al estudio de tatuaje.

– ¡Bienvenidas! -exclamó la tía Zeliha con su voz aterciopelada, dándoles un vehemente abrazo. Llevaba un perfume fuerte, una combinación de especias, madera y jazmín. El pelo negro le caía sobre los hombros formando espectaculares rizos, algunos moldeados con una sustancia tan brillante que cada vez que se movía bajo las luces halógenas, relumbraban. Armanoush se quedó mirándola boquiabierta, y comprendió por primera vez el miedo y la admiración que Asya debía de haber sentido hacia su madre desde que era niña.

El local era como un pequeño museo. Frente a la entrada había una enorme fotografía enmarcada de una mujer de nacionalidad incierta, de espaldas para mostrar mejor el intrincado tatuaje de su cuerpo. Era una miniatura otomana. Parecía la escena de un banquete, con un acróbata andando sobre los invitados por una cuerda floja que se extendía de hombro a hombro. Una miniatura tan tradicional tatuada en la espalda de una mujer moderna resultaba impactante. Debajo se leía una frase en inglés: UN TATUAJE ES UN MENSAJE DE MÁS ALLÁ DEL TIEMPO.

Había vitrinas por todas partes, con cientos de dibujos y piercings. Los dibujos para tatuar se agrupaban bajo diversos títulos: «Rosas y espinas», «Corazones sangrantes», «Corazones y puñales», «El camino del chamán», «Espeluznantes criaturas peludas», «Dragones no peludos pero igualmente espeluznantes», «Motivos patrióticos», «Nombres y números», «Simurg y la familia de las aves» y, por fin, «Símbolos sufistas».

Armanoush no recordaba haber visto nunca a tan poca gente haciendo tanto ruido. Además de la tía Zeliha, en el local había un tipo excéntrico con el pelo naranja y aguja en ristre, un adolescente con su madre (que no se decidía ni a irse ni a quedarse), y dos hombres de pelo largo y sin afeitar, que parecían totalmente fuera del tiempo y el espacio, como rockeros drogados de los años setenta que acabaran de despertarse ahora de un mal viaje. Uno de los dos estaba sentado en una cómoda butaca, mascando chicle ruidosamente y charlando con su amigo mientras le tatuaban un mosquito púrpura en el tobillo. El tipo de la aguja resultó ser el ayudante de la tía Zeliha, un artista con talento. Armanoush le observó trabajar, sorprendida por el ruido que hacia la aguja.

– No te preocupes, el ruido es más escandaloso que el dolor -comentó la tía Zeliha, que le había leído la mente. Luego hizo un guiño y añadió-: Además, el cliente está acostumbrado. Se ha hecho ya unos veinte tatuajes. A veces eso se convierte en adicción. No basta con un tatuaje. Cada vez que te haces uno nuevo descubres la necesidad de hacerte otro. No sé cómo los centros de rehabilitación de adictos todavía no han incluido esto en sus programas.

Armanoush guardó silencio largo rato, observando de reojo al extravagante rockero. Si el hombre sentía algún dolor, desde luego no lo demostraba.

– ¿A quién se le ocurre tatuarse un mosquito púrpura en el tobillo? ¿Por qué?

La tía Zeliha lanzó una risita.

– ¿Por qué? Esa es una pregunta que nunca hacemos. Verás, en este local nos negamos a aceptar la tiranía de la normalidad. Estoy segura de que cuando un cliente pide un dibujo es porque tiene sus razones, aunque tal vez ni siquiera él lo sepa. Yo nunca pregunto por qué.

– ¿Y los piercings?

– Pues lo mismo -sonrió la tía Zeliha, señalándose el piercing de la nariz-. Mira, este tiene diecinueve años. Me lo hice a la edad de Asya.

– ¿Sí?

– Sí, me metí en el baño y me lo hice con una zanahoria, una aguja esterilizada, cubitos de hielo para anestesiar y sobre todo mucha rabia. Estaba rabiosa contra todo, pero en especial contra mi familia. Decidí hacerme yo misma el piercing en la nariz. Me temblaban las manos de los nervios, así que la primera vez me hice mal el agujero y me perforé el tabique. No veas cómo sangraba. Pero luego di con la técnica y a la siguiente vez me lo hice bien.

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