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– ¿Que si tiene miedo de que le hayan envenenado la tarta? ¡Por supuesto que no, so chiflada!

Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta donde había aparecido la tía Zeliha, con una chaqueta de pana sobre los hombros, tacones altos y una expresión inquisitiva capaz de proporcionarle una belleza que casi dolía. Debía de haber llegado sin que la vieran y seguramente llevaba un rato escuchando la conversación en silencio, a menos que hubiera desarrollado el talento de materializarse a voluntad. A diferencia de la mayoría de las mujeres turcas que habían llevado minifaldas y tacones en su juventud, Zeliha no había alargado las primeras ni reducido los segundos con la edad. Su estilo era tan llamativo como siempre. Los años no habían hecho sino aumentar su belleza mientras pasaban factura a las demás hermanas. La tía Zeliha, consciente del efecto de su presencia, se quedó en el umbral, mirándose las cuidadas uñas. Le preocupaban muchísimo sus manos, que eran su herramienta de trabajo. Puesto que no le interesaban las instituciones burocráticas ni ninguna cadena de mando, y albergaba en su interior tanta rabia y exasperación, se había dado cuenta muy pronto de que tendría que elegir una profesión en la que pudiera ser a la vez independiente y creativa. Y también, a ser posible, infligir un poco de dolor.

Diez años antes la tía Zeliha había abierto un estudio de tatuaje donde comenzó a desarrollar una colección de diseños originales. Además de los clásicos (rosas rojas, mariposas iridiscentes, corazones henchidos de amor) y la habitual antología de insectos peludos, lobos fieros y arañas gigantes, realizaba sus propios dibujos inspirados en un principio básico: la contradicción. Tenía caras medio masculinas medio femeninas, cuerpos medio animales medio humanos, árboles medio florecidos medio secos… Pero sus creaciones no tuvieron éxito. Los clientes querían decir algo a través de sus tatuajes, no añadir más ambigüedades a sus ya inciertas vidas. Los tatuajes tenían que expresar emociones simples, no pensamientos abstractos. Zeliha aprendió bien la lección y lanzó una nueva serie, una colección de imágenes titulada «Tratamiento para el mal de amores».

Todos los tatuajes de esta colección especial se dirigían a una sola persona: el ex amante. Los abandonados y los despechados, los heridos y los airados llevaban una fotografía del ex amante al que no podían dejar de amar pero que querían borrar de sus vidas para siempre. La tía Zeliha estudiaba la fotografía y se devanaba los sesos hasta encontrar el animal al que esa persona se parecía. El resto era relativamente fácil. Dibujaba el animal y luego lo tatuaba en el cuerpo del desolado cliente. El proceso se adscribía a la antigua práctica chamánica de interiorizar y a la vez exteriorizar los propios tótems. Para fortalecerse a uno mismo había que aceptar al antagonista, darle la bienvenida y luego transformarlo. El ex amante quedaba interiorizado, inyectado en el cuerpo, y a la vez exteriorizado en la superficie de la piel. Con el ex amante situado en ese umbral entre interior y exterior, y hábilmente transformado en animal, la relación de poder del que abandona y el abandonado cambiaba. Ahora el amante tatuado se sentía superior, como si poseyera la llave del alma de su ex. En cuanto se alcanzaba esta etapa y el ex amante perdía su atractivo, los que sufrían de mal de amores podían por fin librarse de su obsesión, porque el amor ama el poder. Por eso podemos enamorarnos de los demás con un amor suicida, pero rara vez podemos sentir amor por aquellos que se enamoran de manera suicida de nosotros.

En Estambul, una ciudad de corazones rotos, la tía Zeliha no tardó en ampliar el negocio y hacerse famosa, sobre todo en los círculos bohemios.

Ahora Asya apartó la vista para no tener que mirar más a su madre, la madre a la que nunca llamaba «mamá» y de la que tal vez esperaba distanciarse al convertirla en «tía». La inundaba una oleada de autocompasión. Qué imperdonable injusticia por parte de Alá, crear una hija mucho menos hermosa que su propia madre.

– ¿No entendéis por qué Asya no quiere tarta este año? -preguntó la tía Zeliha cuando terminó de inspeccionar su manicura-. ¡Tiene miedo de engordar!

Aunque sabía muy bien que era un grave error mostrar su genio delante de su madre, Asya gritó furiosa:

– ¡Eso no es verdad!

La tía Zeliha cedió con una chispa picara en los ojos.

– Vale, cariño, si tú lo dices…

Entonces Asya advirtió la bandeja que llevaba la tía Feride. Era una enorme bola de carne y una bola de masa más grande todavía. Esa noche tendrían mantı para cenar.

– ¿Cuántas veces tengo que deciros que no me gusta el mantı? -gritó-. Sabéis que ya no como carne.

Su propia voz le pareció rara, ronca y ajena.

– Ya os he dicho que tiene miedo de engordar.

La tía Zeliha negó con la cabeza y se apartó un mechón de pelo negro que le caía en la cara.

– ¿Es que no has oído nunca la palabra «vegetariano»?

Asya también movió la cabeza, aunque se resistió a apartarse un mechón de pelo por no imitar los gestos de su madre.

– Claro que sí -respondió la tía Zeliha, alzando los hombros-. Pero no olvides, cariño -prosiguió en un tono más suave, que sabía más persuasivo-, que tú eres una Kazancı, no una vegetariana.

Asya tragó saliva. De pronto tenía la boca seca.

– ¡Y a los Kazancı nos encanta la carne roja! ¡Cuanto más roja y grasienta, mejor! Y si no me crees, pregúntale a Sultán Quinto, ¿verdad, Sultán?

Zeliha se volvió hacia el obeso gato que yacía en su cojín de terciopelo junto a la puerta del balcón. El animal se volvió hacia ella con ojos nublados y entornados, como si la hubiera comprendido perfectamente y estuviera de acuerdo.

– En este país hay gente tan pobre -comentó con reproche la tía Banu mientras volvía a barajar el tarot- que ni siquiera sabrían a qué sabe la carne roja si no fuera por las limosnas que les dan los benevolentes musulmanes durante la fiesta del Sacrificio. Es la única comida decente que tienen. Ve a preguntar a esos pobres indigentes lo que significa de verdad ser vegetariano. Deberías dar las gracias por cada bocado de carne que se te pone en el plato, porque es un símbolo de riqueza.

– ¡Esto es una casa de locos! Estamos todos locos, ¡pero todos! -Asya pronunció su mantra con voz teñida de derrota-. Me voy, señoras. Podéis comer lo que os dé la gana. ¡Yo ya llego tarde a mi clase de ballet!

Nadie advirtió que había lanzado la palabra «ballet» como un esputo, pero a la vez asqueada de no poder dominar el impulso de escupirlo.

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Vainilla

El Café Kundera era una pequeña cafetería situada en una callejuela sinuosa del lado europeo de Estambul. Era el único bar de la ciudad donde no se dedicaba energía alguna a la conversación y se daba propina a los camareros para que te trataran mal. Nadie sabía por qué le habían puesto el nombre del famoso escritor, una ignorancia magnificada por el hecho de que dentro no había nada, nada en absoluto, que recordara a Milan Kundera ni a ninguna de sus novelas.

De las cuatro paredes colgaban cientos de marcos de todos los tamaños y colores, una multitud de fotografías, pinturas y dibujos, tantos que era fácil dudar que hubiera una pared detrás. Daba la impresión de que el local estaba construido con marcos en lugar de ladrillos. Y en todos los marcos, sin excepción, aparecía la imagen de un camino o carretera. Anchas autopistas de Estados Unidos, carreteras infinitas de Australia, bulliciosas autovías de Alemania, glamurosos bulevares de París, atestadas calles de Roma, estrechos caminos del Machu Picchu, olvidados trayectos de caravanas en África del Norte y mapas de viejas vías comerciales por la Ruta de la Seda siguiendo los pasos de Marco Polo. Había caminos de todo el mundo. Los clientes estaban a gusto con la decoración. Pensaban que era una útil alternativa a las inútiles charlas que no llevaban a ninguna parte. Cuando no tenían ganas de hablar, escogían una imagen, dependiendo de la mesa a la que estuvieran sentados y de dónde desearan ser transportados ese día en concreto. Clavaban la mirada empañada en el camino escogido y partían poco a poco a tierras lejanas, ansiando estar allí, en cualquier sitio menos en aquel bar. Al día siguiente viajarían a otra parte.

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