Por muy lejos que te llevaran esas imágenes, lo cierto era que ninguna de ellas tenía nada que ver con Milan Kundera. Se decía que cuando abrieron la cafetería el escritor andaba por Estambul, y de camino a otra parte se detuvo allí por casualidad a tomar un capuchino. El capuchino no era muy bueno, tampoco le gustó la galleta de vainilla que le sirvieron, pero pidió otra e incluso escribió un poco, porque nadie le había molestado, ni siquiera reconocido. Ese día, el bar fue bautizado con su nombre. Según otra teoría, el dueño de la cafetería era un ávido lector de Kundera. Después de devorar sus libros y conseguir que se los firmara todos, decidió dedicar el local a su autor favorito. Esto sería más plausible si el dueño de la cafetería no fuera un músico y cantante de mediana edad, de aspecto bronceado y atlético, con tan profundo desprecio por el mundo literario que no se dignaba siquiera leer las letras de las canciones que su grupo tocaba las noches de los viernes.
La auténtica razón de que el bar se llamase Kundera, afirmaban otros, era que aquel punto del espacio no era más que un producto fallido de la imaginación del autor. El bar era un sitio ficticio con clientes ficticios. Un tiempo atrás Kundera había comenzado a escribir sobre aquel lugar, como parte de un nuevo proyecto, y así le insufló vida y caos, pero no tardaron en distraerle otros asuntos más importantes (invitaciones, debates y premios literarios), y en la vorágine olvidó aquel sórdido tugurio de Estambul, de cuya existencia él era el único responsable. Desde entonces, los clientes y camareros del Café Kundera se debatían con la sensación de vacío, hundidos en desconsolados escenarios futuristas, mohínos ante el café turco servido en tazas de exprés, esperando encontrar un sentido a su vida en algún drama intelectual en el que interpretarían el papel principal. Entre todas las teorías sobre la génesis del nombre del bar, esta última era la más defendida. Aun así, de vez en cuando algún nuevo parroquiano o alguien con necesidad de llamar la atención aventuraba otra explicación, y durante una efímera tregua los otros clientes le creían, jugando con la nueva hipótesis, hasta que se aburrían y volvían a hundirse en sus pantanos de abatimiento.
Ese día, cuando el Dibujante Dipsómano comenzó a barajar la idea de una nueva teoría sobre el nombre del bar, todos sus amigos y hasta su mujer se sintieron obligados a escucharle con atención, en señal de reconocimiento por haber reunido por fin el valor para hacer lo que todo el mundo llevaba suplicándole desde siempre: entrar en Alcohólicos Anónimos.
Sin embargo, todos los de la mesa se mostraban más atentos con él que de costumbre por otra razón. Ese día le habían denunciado por segunda vez por insultar al primer ministro en tira cómica, y si el día del juicio el juez le declaraba culpable de los cargos, iría tres años a la cárcel. El Dibujante Dipsómano era famoso por una serie de tiras cómicas políticas en las que representaba a todo el gabinete como un rebaño de ovejas, y al primer ministro como un lobo con piel de cordero. Ahora que le habían prohibido utilizar esta metáfora, pensaba dibujar al gabinete como una manada de lobos y al primer ministro como un chacal disfrazado de lobo. Si también le arrebataban esta caricatura, tenía una estrategia de salida: ¡pingüinos! Estaba decidido a dibujar a todos los miembros del Parlamento como pingüinos vestidos de esmoquin.
– ¡Esta es mi nueva teoría! -dijo el Dibujante Dipsómano, ajeno a la compasión que había provocado y algo sorprendido al ver tanto interés por parte de la audiencia, e incluso de su mujer.
Era un hombre grandullón de nariz patricia, pómulos altos, ojos azul intenso y un gesto amargo en la boca. Hacía mucho que conocía bien la pena y la melancolía. Sin embargo, tras enamorarse en secreto de una mujer inalcanzable, su pesimismo se había duplicado.
Viéndolo era difícil creer que se ganaba la vida con el humor, y que tras aquel rostro sombrío fluían los chistes más graciosos. Siempre notorio bebedor, últimamente sus problemas con el alcohol se habían disparado. Comenzó a despertarse en lugares de dudosa reputación donde nunca había estado. Pero la gota que colmó el vaso fue la mañana en que se encontró en el patio de una mezquita, tirado en la piedra donde se lavaba a los muertos. Por lo visto había perdido el sentido mientras intentaba orquestar su propio funeral. Cuando logró abrir los ojos al amanecer, vio a su lado a un joven imán, que de camino a la oración matutina se sobresaltó al tropezar con un extraño que roncaba en la piedra de los muertos. Después de aquello, los amigos del Dibujante Dipsómano, e incluso su mujer, se alarmaron de tal manera que le apremiaron para que buscara ayuda profesional y tratara de enderezar su vida. Ese día, por fin, había asistido a una reunión de Alcohólicos Anónimos y había jurado dejar la bebida. Por eso todos los presentes, incluso su mujer, estaban dispuestos a escuchar cualquiera que fuera su teoría.
– Este bar se llama así porque la palabra «Kundera» es un código. El quid de la cuestión no es el nombre en sí, sino qué significa ese nombre.
– ¿Y qué significa? -preguntó el Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas, un hombre bajo, flaco y adusto, con la barba teñida de gris ceniza desde el día en que concluyó que las mujeres jóvenes prefieren hombres maduros. Era guionista y creador de Timur Corazón de León, una popular serie de televisión sobre un fornido héroe nacional capaz de aniquilar batallones enteros de enemigos y convertirlos en sangriento puré. Cuando le preguntaban sobre su programa de televisión y sus películas, de tan mal gusto, se defendía arguyendo que era nacionalista de profesión, pero un auténtico nihilista por elección. Ese día se había presentado con otra novia: una mujer guapa y llamativa aunque superficial. No le había confesado que en los círculos masculinos tenían un nombre para las mujeres como ella: «aperitivos»; no eran el plato principal, por supuesto, pero sí una buena tapita. Sin dejar de atracarse de anacardos, lanzó una carcajada al tiempo que rodeaba con el brazo a su nueva chica:
– Venga, ¡dinos cuál es el código!
– Aburrimiento -contestó el Dibujante Dipsómano con una vaharada de humo. De todas partes ascendían volutas de humo, puesto que todos los clientes fumaban como carreteros, y su tenue nubecilla se unió perezosamente a la densa nube gris que pendía sobre la mesa.
El único que no fumaba era el Columnista Gay en el Armario. Detestaba el olor del tabaco. Todos los días, nada más llegar a casa, se quitaba de inmediato la ropa para librarse del hedor del Café Kundera. Sin embargo, no protestaba cuando otros fumaban. Ni dejaba de ir al bar. Acudía con regularidad porque le gustaba formar parte de aquel grupo variopinto; además, sentía una secreta atracción por el Dibujante Dipsómano.
No es que el Columnista Gay en el Armario quisiera tener ninguna relación física con el dibujante. Imaginárselo desnudo ya le daba escalofríos. No era cuestión de sexo, se decía, sino de espíritus afines. Además, en su camino había dos grandes obstáculos. En primer lugar, el Dibujante Dipsómano era estrictamente heterosexual y las posibilidades de que cambiara de acera parecían remotas. En segundo lugar, estaba loquito por Asya, aquella chica taciturna, algo que a esas alturas todo el mundo sabía menos ella.
De manera que el Columnista Gay en el Armario no albergaba ninguna esperanza de liarse con el Dibujante Dipsómano. Solo quería tenerlo cerca. De vez en cuando sentía un súbito estremecimiento cuando el dibujante, al ir a coger un vaso o un cenicero, le tocaba sin querer la mano o el hombro. A pesar de todo, en sus ansias por asegurar que no sentía el más mínimo interés por él, ni por ningún hombre, de hecho, a veces el columnista trataba al dibujante con mucha distancia, denigrando de pronto sus opiniones sin venir a cuento. Era una historia complicada.