– Aburrimiento -repitió el Dibujante Dipsómano después de apurar su café con leche-. El aburrimiento es el resumen de nuestras vidas. Nos revolcamos en el hastío un día tras otro. ¿Por qué? Porque el miedo al encuentro traumático con nuestra propia cultura no nos deja abandonar esta madriguera. Los políticos occidentales suponen que hay un abismo cultural entre la civilización oriental y la occidental. ¡Ojalá fuera tan sencillo! El verdadero abismo cultural se abre entre turcos y turcos. Somos un puñado de urbanitas cultos rodeados de palurdos y catetos. Han conquistado toda la ciudad.
Echó una mirada de soslayo a las ventanas, como temeroso de que fuera a atacarles una horda de paletos armados de piedras y garrotes.
– Las calles son suyas, las plazas son suyas, los transbordadores son suyos. Cualquier espacio abierto es suyo. Tal vez dentro de unos años este bar será el único lugar que nos quede, nuestra última zona liberada. Venimos aquí corriendo todos los días para refugiarnos de ellos. ¡Sí, de ellos! ¡Que Dios me salve de mi propia gente!
– Lo que dices es poesía -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo. Como era tan excepcionalmente malo, lo consideraba todo poesía.
– Estamos atrapados. Atrapados entre Oriente y Occidente. Entre el pasado y el futuro. Por una parte están los laicos representantes de la modernidad, tan orgullosos del régimen que han construido que delante de ellos no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen al ejército y a la mitad del Estado de su lado. Por otra parte están los tradicionales convencionales, tan enamorados del pasado otomano que no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen de su parte a la sociedad en general y a la otra mitad del país. ¿Qué nos queda a nosotros?
Volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios pálidos y cuarteados, donde lo dejó durante su prolongada queja.
– Los modernos nos dicen que hay que avanzar, pero no tenemos fe en su idea de progreso. Los tradicionales nos dicen que hay que ir hacia atrás, pero no queremos volver a su ideal de orden. Atrapados entre las dos partes, damos dos pasos hacia delante y uno atrás, como hacía la banda del ejército otomano. ¡Y ni siquiera tocamos un instrumento! ¿Hacia dónde podríamos escapar? Tampoco somos una minoría. Ojalá fuéramos una minoría étnica o un pueblo indígena protegido por las Naciones Unidas. Por lo menos así tendríamos algunos derechos básicos. Sin embargo, a los nihilistas, pesimistas y anarquistas no nos consideran una minoría, aunque seamos una especie en extinción. Cada vez quedamos menos. ¿Hasta cuándo podremos sobrevivir?
La cuestión quedó flotando pesadamente sobre sus cabezas, por debajo de la nube de humo. La esposa del dibujante, una mujer nerviosa de grandes ojos sombríos que acumulaban demasiadas ofensas, mejor dibujante que su marido aunque mucho menos apreciada, rechinó los dientes, indecisa entre meterse con el que había sido su compañero durante doce años, como le habría gustado hacer, o apoyar su frenesí pasara lo que pasase, como haría una esposa ideal. Se desagradaban sinceramente el uno al otro y a pesar de todo se mantenían aferrados a su matrimonio, ella con la esperanza de vengarse, él con la esperanza de que la cosa mejorara. Ahora hablaban con palabras y gestos que se robaban el uno al otro. Hasta sus caricaturas eran ya parecidas. Dibujaban cuerpos deformados y se inventaban retorcidos diálogos entre gente deprimida en situaciones dramáticas y sarcásticas.
– ¿Sabes lo que somos? La escoria de este país. Una pulpa patética y rancia, nada más. A todo el mundo, menos a nosotros, le obsesiona entrar en la Unión Europea, sacar beneficios, tener acciones, comprarse un coche mejor y tener una novia mejor…
El Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas se agitó nervioso.
– Aquí es donde entra Kundera -prosiguió el Dibujante Dipsómano sin advertir la metedura de pata-. La idea de levedad impregna nuestras vidas en forma de vacío sin sentido. Nuestra existencia es kitsch, una mentira bonita que nos ayuda a desafiar la realidad de la muerte y la mortalidad. Precisamente esto es…
El tintineo de unas campanillas interrumpió sus palabras. La puerta del Café Kundera se abrió de golpe y entró una chica con cara de cabreo y aspecto de estar tan agotada como una anciana.
– ¡Eh, Asya! -gritó el guionista, como si fuera la esperada salvadora que acabaría con aquella estúpida conversación-. ¡Aquí! ¡Estamos aquí!
Asya Kazancı les dedicó media sonrisa y su frente se arrugó como si dijera: «Bueno, ¿por qué no echar un rato con vosotros? De todas formas, qué más da. La vida es una mierda». Despacio, como lastrada por invisibles sacos de inercia, se acercó a la mesa, los saludó a todos con gesto inexpresivo, se sentó y se puso a liar un cigarrillo.
– ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No tenías que estar en el ballet? -preguntó el Dibujante Dipsómano, olvidando su soliloquio. Sus ojos parpadearon con interés, un signo que advirtieron todos menos su mujer.
– Pues ahí estoy justamente: en mi clase de ballet. Y en este momento -Asya puso el tabaco en el papel de liar- estoy realizando uno de los saltos más difíciles, uniendo las pantorrillas en el aire entre cuarenta y cinco y noventa grados: ¡cabriolé!
– ¡Vaya! -sonrió el dibujante.
– Luego hago un salto de giro -prosiguió Asya-. Pie derecho delante, demiplié, ¡salto! -Alzó en el aire la bolsa de cuero del tabaco-. Gira ciento ochenta grados -ordenó, dándole la vuelta a la bolsa y salpicando un poco de tabaco en la mesa-. ¡Y aterriza con el pie izquierdo! -La bolsa cayó junto al cuenco de anacardos-. Luego repítelo todo otra vez para volver a la posición de salida. Emboîté!
– Bailar es como escribir poesía con el cuerpo -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo.
Un triste letargo se asentó entre ellos. En algún lugar, a lo lejos, hervían los ruidos de la ciudad, una amalgama de sirenas, bocinas, gritos y risas acompañados por el graznido de las gaviotas. Entraron algunos clientes, otros salieron. Un camarero se cayó con una bandeja llena de vasos, otro cogió una escoba y se puso a barrer los cristales. Los clientes lo miraban con indiferencia. Aquí los camareros cambiaban con frecuencia. El horario era muy largo y el sueldo no gran cosa. No obstante, de momento jamás se había marchado ninguno, sino que los despedían. Así era el Café Kundera. Una vez entrabas, quedabas atado a él hasta que el lugar te escupía.
Media hora después, en la mesa de Asya Kazancı algunos pidieron café, el resto, cerveza. En la segunda ronda, los del café tomaron cerveza y los de la cerveza, café. Y así siempre. Solo el dibujante permaneció fiel a sus cafés con leche y a mordisquear las galletas de vainilla que servían con ellos, aunque a esas alturas su exasperación era ya visible. En cualquier caso, nada se hacía con armonía; aun así en aquella disonancia yacía una insólita cadencia. Eso era lo que a Asya más le gustaba del bar: la comatosa indolencia y la ridícula discordia. Estambul vivía en una prisa constante, pero en el Café Kundera prevalecía el letargo. Fuera del bar las personas se pegaban unas a otras para disfrazar su soledad, fingiendo estar mucho más unidas de lo que estaban en realidad, mientras que en el bar pasaba justo lo contrario: todo el mundo pretendía un desapego que no sentía. Aquel local era la negación de toda la ciudad. Asya dio una calada al cigarrillo, disfrutando plenamente de la inacción hasta que el dibujante miró su reloj y se volvió hacia ella.
– Son las ocho menos veinte, cariño. Se acabó la clase.
– Ay, ¿tienes que irte? Mira que es antigua tu familia -saltó la novia del guionista-. ¿Por qué te obligan a ir a clases de ballet cuando es evidente que a ti no te gusta?
Aquel era el problema que surgía con todas las novias fugaces que llevaba el guionista. Impulsadas por el deseo de hacerse amigas de todos los miembros del grupo, hacían demasiadas preguntas personales y demasiados comentarios personales, sin darse cuenta, las desgraciadas, de que era precisamente lo contrario, la falta de cualquier interés serio y sincero en la intimidad de los otros, lo que unía al grupo.