La ashura era símbolo de la continuidad y la estabilidad, epítome de los buenos días que vienen detrás de cada tormenta, por muy aterradora que esta sea.
La abuela había dejado en remojo los ingredientes el día anterior y ahora se estaba preparando para empezar a cocinar. Sacó un caldero enorme de un armario. El caldero es imprescindible para preparar ashura….
Armanoush había estado silenciosa y pensativa toda la mañana en la habitación de las chicas. No le apetecía salir ni hacer nada. Asya se quedó con ella jugando a la tavla y escuchando a Johnny Cash.
– ¡Seis doble! ¡Qué suerte tienes!
Pero Armanoush no mostró ninguna alegría por el resultado de la tirada. Más bien se quedó observando las fichas con una mueca sombría, como si esperara moverlas con la fuerza de su mirada.
– Tengo la horrible sensación de que ha pasado algo y mi madre no me lo ha contado.
– Por favor, no te preocupes -quiso tranquilizarla Asya, mordiendo el extremo del lápiz con ansia de nicotina-. Ya has hablado con tu madre y parecía estar bien. Y ahora gracias a ti van a venir a Estambul. Se van a reunir aquí contigo y pronto estarás de vuelta en tu casa…
Aunque Asya pretendía calmarla, aquellas palabras, curiosamente, parecieron una protesta. Lo cierto es que le daba pena que Armanoush se marchara tan pronto.
– No lo sé. Es una sensación que no puedo quitarme de encima. -Armanoush suspiró-. Mi madre no va nunca a ninguna parte, ni siquiera a Kentucky. Que venga a Estambul ya es para alucinar. Claro que por otra parte es muy típico de ella. No soporta perder el control de mi vida. Sería capaz de dar la vuelta al mundo solo para tenerme vigilada.
Mientras esperaba que Armanoush decidiera cómo mover las fichas, Asya se sentó sobre las piernas y elaboró un nuevo artículo de su manifiesto personal de nihilismo.
Artículo diez: si encuentras a una buena amiga, ten cuidado de no acostumbrarte a ella y olvidar que al final cada uno de nosotros está existencialmente solo y que tarde o temprano esta eterna soledad rebasará cualquier fortuita amistad.
Por inquieta que estuviera Armanoush, era evidente que su estado de ánimo no afectaba a su habilidad en el juego. Con el seis doble embistió por el tablero y asestó un buen golpe a su oponente al comerse tres fichas de golpe. ¡Victoria!
Asya clavó los dientes en el lápiz.
Artículo once: incluso si encuentras una buena amiga a la que te acostumbras tanto como para olvidar el artículo diez, recuerda siempre que, a pesar de todo, puede darte una buena paliza en otros aspectos de la vida. En la tavla, igual que en el nacimiento y en la muerte, todos estamos solos.
Con tres fichas fuera y solo dos casillas abiertas para salir, Asya necesitaba un cinco o un tres dobles. Ninguna otra tirada la salvaría de la derrota. Se escupió en las manos para darse suerte, elevó una oración al yinni de la tavla, a quien siempre había imaginado en forma de ogro mitad blanco mitad negro, con unos dados dando vueltas como locos a modo de ojos. Por fin tiró.
– Tres, dos.
– ¡Maldición! -No podía mover. Asya dio una palmada y gruñó.
– ¡Pobrecita! -exclamó Armanoush.
Asya dejó las tres fichas negras en la barra. En la calle un vendedor gritaba a pleno pulmón:
– ¡Pasas! ¡Tengo pasas sultanas! ¡Para niños y abuelas sin dientes, las pasas sultanas son buenas para todos!
Asya tuvo que alzar la voz por encima de la del vendedor.
– Seguro que tu madre está bien. Piénsalo, si no estuviera bien, ¿cómo iba a hacer un viaje tan largo, de Arizona a Estambul?
– Supongo que tienes razón. -Armanoush asintió con la cabeza y tiró de nuevo-. ¡Seis doble otra vez!
– ¡Eh! ¿Es que vas a sacar siempre seis doble? ¿Están los dados trucados o qué? -saltó Asya suspicaz-. ¿Me estás haciendo trampas?
Armanoush soltó una risita.
– Sí, vamos. ¡Ojalá supiera!
Pero justo cuando iba a colocar dos fichas blancas en una casilla libre, Armanoush se detuvo de golpe, pálida y ojerosa.
– ¡Ay, Dios mío! Pero ¿cómo no he caído antes? -exclamó angustiada-. No es mi madre, sino mi padre. Así es justo como reaccionaría mi madre si le hubiera pasado algo a mi padre… o a la familia de mi padre… ¡Ay, Dios mío, a mi padre le ha pasado algo!
– Pero bueno, eso no lo sabes. -Asya intentaba calmarla en vano-. ¿Cuándo has hablado con tu padre por última vez?
– Hace dos días. Le llamé desde Arizona y estaba bien, todo parecía normal.
– ¡Espera, espera, espera! ¿Cómo que le llamaste desde Arizona?
Armanoush se sonrojó.
– Mentí. -Luego se encogió de hombros, como para saborearla satisfacción de haber hecho algo malo, para variar-. Tuve que mentir a casi todo el mundo para poder venir. Si hubiera dicho que venía sola a Estambul, se habrían alarmado todos tanto que no me habrían dejado ir a ninguna parte. Así que pensé: «Me voy a Estambul y ya se lo contaré cuando vuelva». Mi padre cree que estoy en Arizona con mi madre, y mi madre piensa que estoy en San Francisco con mi padre. Bueno, por lo menos lo pensaba hasta ayer.
Su amiga se la quedó mirando con una incredulidad que pronto se desvaneció para dejar lugar a algo parecido a la admiración. Puede que Armanoush no fuera la chica inmaculada y obediente que Asya sospechaba. Tal vez en algún rincón de su luminoso universo había lugar para la oscuridad, la suciedad y la perversión. Aquella confesión, lejos de molestarla, aumentó su estima por Armanoush. Cerró el tablero de tavla y se lo metió bajo el brazo, una señal de aceptada derrota, aunque Armanoush no podía conocer aquel gesto que tenía que ver con la cultura turca.
– Pues yo no creo que haya pasado nada… Pero bueno, ¿por qué no llamas a tu padre?
Armanoush, como si hubiera esperado estas palabras para entrar en acción, cogió el teléfono. Con la diferencia horaria, en San Francisco era muy temprano.
Contestaron al primer timbrazo, y no era la abuela Shushan, como de costumbre, sino su padre.
– Mi niña. -Barsam Tchajmajchian lanzó un suspiro de profundo cariño en cuanto oyó la voz de su hija. El extraño ruido que se oía en la línea les hacía a ambos conscientes de la distancia geográfica que los separaba-. Te iba a llamar esta mañana. Ya sé que estás en Estambul; me ha llamado tu madre para decírmelo. -Se produjo un breve y cargado silencio, pero Barsam Tchajmajchian no hizo ningún comentario, ni reproche-. Tu madre y yo estábamos muy preocupados por ti. Rose se va a Estambul con tu padrastro… Van a recogerte. Llegarán mañana al mediodía.
Ahora Armanoush se quedó pasmada. Algo pasaba. Algo muy grave. Que su padre y su madre hablaran, y no solo eso, que se pusieran al día, era un inequívoco presagio del Apocalipsis.
– Papá, ¿ha pasado algo?
Barsam Tchajmajchian guardó silencio, apenado por el peso de un recuerdo infantil que había surgido de pronto.
Cuando era pequeño, todos los años llegaba al barrio un hombre con una oscura capucha puntiaguda y una capa negra. Iba de puerta en puerta con el diácono de la iglesia. Era un sacerdote de la vieja patria en busca de niños inteligentes para llevárselos a Armenia y educarlos en el sacerdocio.
– Papá, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?
– Estoy bien, cariño. Te he echado de menos -fue todo lo que pudo contestar.
Barsam, de pequeño, estaba fascinado por la religión. Era el mejor alumno de la escuela parroquial, y, por tanto, el hombre de la capucha negra solía ir a menudo a su casa a hablar con Shushan del futuro del chico. Un día, mientras Barsam, su madre y el cura tomaban el té en la cocina, el sacerdote dijo que había llegado el momento de tomar una decisión.
Barsam Tchajmajchian jamás olvidaría el destello de miedo en los ojos de su madre. Por mucho que respetara al santo sacerdote, por mucho que le hubiera gustado ver a su hijo convertido en un hombre hecho y derecho con el atuendo pastoral, por mucho que deseara que su único hijo sirviera al Señor, Shushan no pudo evitar encogerse de miedo, como si se enfrentase a un secuestrador que quisiera arrebatarle a su niño. Dio tal respingo que la taza de té le tembló en la mano y se salpicó el vestido. El sacerdote asintió con la cabeza suavemente, amable, detectando la sombra de una oscura historia secreta en su pasado. Le dio unas palmaditas en la mano y la bendijo. Y luego se marchó para no volver jamás con aquella petición.