Ese día Barsam Tchajmajchian sintió algo que no había sentido nunca y no volvería a sentir: una hiriente y escalofriante premonición. Solo una madre que ya había perdido un hijo podía reaccionar con un miedo tan profundo ante la perspectiva de perder a otro. Shushan podía haber tenido otro hijo que en algún momento le arrebataron.
Ahora, llorando la muerte de su madre, no encontraba el coraje para contárselo a su hija.
– Papá, dime algo -le apremió Armanoush.
Su padre, igual que su madre, pertenecía a una familia deportada de Turquía en 1915. Sarkis Tchajmajchian y Shushan Stamboulian compartían algo; algo que sus hijos solo podrían intuir pero jamás comprender del todo. Había demasiados silencios esparcidos entre sus palabras. Al emigrar a Estados Unidos habían dejado otra vida en un país distinto, y sabían que por mucho que evocaran el pasado, y por mucha sinceridad que pusieran en ello, hay cosas que jamás pueden contarse.
Barsam recordó a su padre bailando un hale en torno a su madre, trazando círculos concéntricos con los brazos alzados como un pájaro al vuelo. La música comenzaba lenta y se aceleraba cada vez más, mientras los bailarines realizaban aquellos giros característicos de Oriente Próximo que los niños no podían por menos que contemplar embobados. La música era el vestigio más vívido que le quedaba de su niñez. Durante años Barsam había tocado el clarinete en un grupo armenio y danzado con el traje tradicional: bombachos negros y camisa amarilla. Recordaba salir de su casa vestido así mientras los otros niños de su barrio no armenio lo miraban burlones. Siempre esperaba que los niños olvidaran lo que habían visto, o que no se molestaran en reírse de él. Y siempre sucedía lo contrario.
Mientras le apuntaban a una actividad armenia tras otra, lo que él quería de verdad era ser como ellos, nada más, nada menos: ser americano y librarse de su oscura piel armenia. Años después, su madre todavía se lo reprochaba de vez en cuando, recordándole que de pequeño le había preguntado al vecino de arriba, un americano de origen holandés, qué jabón utilizaban ellos para lavarse, porque él quería ser igual de blanco. Ahora que, con la pérdida de su madre los recuerdos de su infancia surgían a borbotones, Barsam Tchajmajchian no podía evitar sentirse culpable por haber olvidado tan deprisa el poco armenio que aprendió de niño. Se arrepentía de no haber aprendido más de su madre, y no habérselo enseñado a su hija.
– Papá, ¿por qué no dices nada? -preguntó Armanoush con voz asustada.
– ¿Te acuerdas del campamento al que fuiste de adolescente?
– Sí, claro.
– ¿Alguna vez te enfadaste conmigo por no haberte vuelto a mandar allí?
– Papá, fui yo la que no quise volver, ¿no te acuerdas? Al principio era divertido, pero luego decidí que ya era demasiado madura para el campamento. Fui yo la que te pedí que no me mandaras al año siguiente…
– Es verdad -vaciló Barsam-. Pero te podía haber buscado otro campamento para chicos armenios de tu edad.
– Papá, ¿a qué viene esto ahora? -Armanoush estaba a punto de echarse a llorar.
Barsam no tuvo valor para decírselo. No así, no por teléfono. No quería que se enterara de la muerte de su abuela estando sola a miles de kilómetros de distancia. Mientras mascullaba algo para distraerla, fue levantando suavemente la voz por encima de un murmullo de fondo. El sordo murmullo de una reunión. Parecía que estuviera allí toda la familia, parientes y amigos y vecinos bajo el mismo techo, lo cual, como Armanoush bien dedujo, solo podía indicar dos cosas: o alguien se había casado o alguien se había muerto.
– ¿Qué pasa? ¿Dónde está la abuela Shushan? -preguntó con voz queda-. Quiero hablar con la abuela.
Fue entonces cuando Barsam Tchajmajchian se obligó a decírselo.
La tía Zeliha llevaba toda la tarde paseando de un lado a otro de su habitación con una briosa energía que no sabía cómo contener. No podía contarle a nadie de la casa lo mal que se sentía, y cuanto más enterraba sus sentimientos, peor se sentía. Primero pensó en prepararse alguna infusión relajante en la cocina, pero el pesado olor de tanta comida casi la hizo vomitar. Luego fue al salón para ver la tele, sin embargo, al encontrar allí a dos de sus hermanas limpiando frenéticas mientras charlaban con gran excitación sobre el día siguiente, cambió de opinión al instante.
De nuevo en su habitación, la mujer cerró la puerta, encendió un cigarrillo y sacó a la compañera que guardaba bajo la cama para esos días malos: una botella de vodka. Bebió primero apresuradamente y luego cada vez más aletargada, hasta acabar con un tercio de la botella. Ahora, después de cuatro cigarrillos y seis copas, ya no estaba ansiosa; en realidad, no sentía nada, aparte de hambre. Lo único que tenía para comer en la habitación era un paquete de pasas sultanas que había comprado al flaco vendedor que voceaba delante de la casa esa tarde.
Cuando se había tomado media botella y solo le quedaban un puñado de pasas, sonó su móvil. Era Aram.
– No quiero que te quedes en esa casa esta noche -fue lo primero que dijo-. Ni mañana ni el día después. De hecho, no quiero que pases ni un solo día lejos de mí el resto de mi vida.
La tía Zeliha, por toda respuesta, soltó una risita.
– Por favor, amor mío, vente a mi casa. Sal de ahí ahora mismo. Ya te he comprado un cepillo de dientes. ¡Y hasta tengo una toalla limpia! -intentó bromear Aram, pero se detuvo a medio camino-. Quédate conmigo hasta que se haya ido.
– ¿Y cómo voy a explicar mi ausencia a mi querida familia, eh? -gruñó la tía Zeliha.
– Tú no tienes que dar explicaciones -imploró Aram-. Mira, es una de las ventajas de ser la oveja negra de la familia. Seguro que, hagas lo que hagas, a nadie le va a extrañar tanto. Ven. Por favor, quédate conmigo.
– ¿Y qué le digo a Asya?
– Nada. No tienes que decir nada, ya lo sabes.
La tía Zeliha, aferrando con fuerza el teléfono, se acurrucó en posición fetal. Cerró los ojos, dispuesta a echarse a dormir, pero logró reunir la energía necesaria para añadir:
– Aram, ¿cuándo terminará todo esto? Esta amnesia compulsiva, este olvido perpetuo. No decir nada, no recordar nada, no revelar nada, ni a ellos ni a mí misma… ¿Se acabará alguna vez?
– No pienses ahora en eso -intentó calmarla Aram-. Date un respiro. No seas tan dura contigo misma. Ven a mi casa mañana a primera hora.
– Ay, amor mío… ojalá pudiera… -La tía Zeliha apartó su cara angustiada, como si él pudiera verla por el teléfono-. Esperan que vaya al aeropuerto a recibirles. Yo soy la única que conduzco de la familia, ¿no te acuerdas?
Aram guardó silencio, cediendo.
– No te preocupes -susurró la tía Zeliha-. Te quiero… te quiero mucho… Anda, vamos a dormir.
En cuanto colgó, la tía Zeliha cayó en un profundo sueño. Al día siguiente no recordaba cómo había desconectado el móvil, había guardado el vodka, había dejado la colilla en el cenicero, había apagado la luz y se había metido en la cama. Despertó con un espantoso dolor de cabeza y echando en falta una de sus mantas.
– ¿Hace frío en Estambul? ¿Tendría que haber traído ropa de más abrigo? -preguntó Rose, a pesar de que había tres razones principales para no preguntar: que ya lo había preguntado antes, que ya había hecho el equipaje y que en ese momento iban de camino al aeropuerto de Tucson y era demasiado tarde para preguntarse todo eso.
Mustafa Kazancı, tentado como estaba de recordarle a su mujer esas tres razones, mantuvo la vista clavada en la carretera y negó con la cabeza.
El día del viaje, Rose y Mustafa salieron de casa a las cuatro de la tarde para ir en coche al aeropuerto. Volarían primero de Tucson a San Francisco y luego de San Francisco a Estambul. Como era su primer viaje a un país donde el inglés no era la lengua principal y la gente no tomaba tortitas cubiertas de sirope de arce por las mañanas, Rose estaba a la vez ilusionada y angustiada. Lo cierto es que no tenía nada de aventurera, y de no ser por aquel soñado viaje a Bangkok, tan deseado pero nunca realizado, Mustafa y ella no tendrían ni pasaporte. Lo más cerca que había estado de un viaje internacional eran los seis DVD de la colección Descubrir Europa. Con ellos se había hecho una idea de lo que era Turquía: una idea mucho más coherente que los datos sueltos que a Mustafa se le escapaban de vez en cuando durante sus muchos años de matrimonio. El problema, sin embargo, era que Rose había visto los seis DVD de una sentada y que el episodio de Viaje a Turquía resultó ser el último, esto es, después de los que mostraban las Islas Británicas, Francia, España, Portugal, Alemania, Austria, Suiza, Italia, Grecia e Israel, y ahora no podía discernir si las escenas que le venían a la cabeza serían de Turquía o de algún otro país. Los DVD de Descubrir Europa venían muy bien para propósitos educativos, sobre todo para las familias americanas sin tiempo, medios o ganas de viajar al extranjero, pero los productores deberían haber advertido a los espectadores que no vieran los seis discos seguidos, que nadie «viajara» a más de un país por sesión.