En el Aeropuerto Internacional de Tucson fueron a ver todas las tiendas, incluido un quiosco y un puesto de recuerdos. A pesar del ostentoso cartel de AEROPUERTO INTERNACIONAL (título conferido por los vuelos a México, que quedaba solo a una hora en coche), el aeropuerto era tan modesto que parecía una terminal de autobuses, y ni siquiera Starbucks se había molestado en abrir una cafetería allí. De todas formas, en la tienda de recuerdos Rose encontró numerosos regalos para la familia de Mustafa. A pesar de lo improvisado del viaje y su constante preocupación por su hija, por no mencionar la inquietud de no saber cómo iba a contarle lo de la muerte de su abuela, cuando se acercaba la hora de la salida Rose había entrado en una especie de estupor de turista. Buscando un regalo especial para cada miembro de la familia de mujeres de Mustafa, examinó con atención la mercancía de cada estante, aunque no había muchas opciones. Libretas con forma de cactus, llaveros con forma de cactus, imanes con forma de cactus, vasos de tequila con dibujos de cactus, toda una serie de chucherías y baratijas con imágenes, si no de cactus, de lagartos o coyotes. Al final Rose compró un regalo para cada una de las Kazancı (exactamente el mismo, para ser precisos) compuesto de un lápiz multicolor con forma de cactus y la leyenda: I LOVE ARIZONA, una camiseta blanca con el mapa de Arizona impreso, un calendario con fotos del Gran Cañón, una enorme taza con las palabras: PERO ES UN CALOR SECO, y un imán de nevera con un auténtico cactus enano. También compró dos pantalones cortos de flores, parecidos a los que llevaba en ese momento, por si alguien quería probárselos en Estambul.
Tras vivir en Tucson más de veinte años, Rose, que había sido una chica de Kentucky, llevaba la palabra «Arizona» escrita en la frente. No solo se notaba por la tradicional ropa informal (camisetas ligeras, vaqueros cortos y sombreros de paja), o por las gafas de sol que parecían pegadas a su cara, sino que además todos sus gestos irradiaban el estilo de Arizona. Rose estaba a punto de cumplir cuarenta y seis años, pero tenía la actitud vivaz y alegre de una oficial de juzgado retirada que, habiendo tenido muy pocas ocasiones en su vida de llevar vestidos de flores, ahora los disfrutaba al extremo. Lo cierto es que había muchas cosas que Rose, a su edad, deploraba profundamente no haber hecho, entre ellas tener más hijos. Cómo lamentaba no haber tenido otro hijo cuando todavía podía. Mustafa no deseaba tener hijos y durante mucho tiempo a Rose no le importó, sin llegar jamás a sospechar que llegaría a arrepentirse de su decisión. Tal vez eran gajes del oficio: al pasarse el día entero rodeada de alumnos de ocho años, jamás advirtió la falta de niños en su propia vida. A pesar de todo, en general su matrimonio con Mustafa había sido feliz. Formaban una pareja menos unida por la pasión que por el consuelo que ofrecían los hábitos adquiridos, pero de todas formas era mucho mejor que otras miles que sostenían ser de esencia romántica. Había sido un guiño del destino, teniendo en cuenta que empezó a salir con Mustafa solo para vengarse de los Tchajmajchian. No obstante, cuanto más iba conociéndolo, más le gustaba y lo deseaba. Aunque el atractivo de las aventuras románticas le habían llevado a anhelar de vez en cuando una vida distinta con otro hombre, podía darse por satisfecha.
– Deja la salsa -dijo Mustafa, viendo que Rose iba a comprar una salsa mexicana picante envasada en una botella con forma de cactus-. Créeme, Rose, no la necesitarás en Estambul.
– ¿Ah, no? ¿Es picante la cocina turca?
Para esta y otras preguntas dolorosamente obvias, Mustafa solo tenía respuestas inciertas. Después de tantos años de absoluto desapego, se había ido alejando de la cultura turca, que ahora le parecía un dibujo sobre un pergamino borrado lentamente por el sol y el viento. Sin darse cuenta, Estambul se había convertido en una ciudad fantasma para él, una ciudad que no tenía realidad alguna excepto la de aparecer de vez en cuando en sus sueños. Por mucho que le gustaran en otra época los diversos barrios de la ciudad, sus personajes y su cultura, desde que se afincó en Estados Unidos su relación con Estambul y casi todo lo relacionado con ella se había ido entumeciendo poco a poco.
Pero una cosa era alejarse de la ciudad donde había nacido, y otra muy distinta apartarse tanto de su propia familia. A Mustafa Kazancı no le importaba demasiado refugiarse para siempre en Estados Unidos, como si no tuviera un país al que volver, ni vivir la vida siempre hacia delante, sin recuerdos que evocar. No obstante, convertirse en un extranjero sin antepasados, en un hombre sin infancia, sí le inquietaba. A lo largo de los años hubo momentos en los que estuvo tentado, a su manera, de volver a ver a su familia y enfrentarse a la persona que había sido, pero descubrió que no era fácil y que con los años seguía sin serlo. Consciente de que cada vez estaba más distanciado de su pasado, había terminado por cortar todos los lazos. Era lo mejor, tanto para él como para las personas a quienes había herido en otra época. América era ahora su casa. Aunque, a decir verdad, más que Arizona o ningún otro lugar, donde había decidido asentarse y establecer su hogar era el futuro, y su hogar era una casa con la puerta trasera cerrada al pasado.
Mustafa iba visiblemente pensativo y retraído en el avión. Mientras despegaban se sentó muy quieto y apenas cambió de posición, ni siquiera después de alcanzar la altura de crucero. Estaba cansado, aquel viaje obligatorio que acababa de empezar lo agotaba.
Rose, por el contrario, hervía de nervios y excitación. Bebió una taza tras otra del mal café del avión, se comió el parco aperitivo que sirvieron, hojeó la revista de su asiento, vio Bridget Jones: sobreviviré, aunque ya la había visto, se enzarzó en una larga cháchara con la anciana que se sentaba a su lado (la mujer iba a San Francisco a ver a su hija mayor y conocer a su nieto recién nacido), y luego, cuando esta se quedó dormida, se dedicó a intentar responder las preguntas de historia que aparecían en la pantalla de vídeo.
¿Qué país sufrió más bajas en la Segunda Guerra Mundial?
a. Japón
b. Gran Bretaña
c. Francia
d. La Unión Soviética
¿Cómo se llamaba el protagonista de la novela de George Orwell 1984?
a. Winston Smith
b. Akaky Akakievich
c. Sir Francis Drake
d. Gregor Samsa
En la primera pregunta Rose eligió, convencida, la opción b, pero como no tenía ni idea de la segunda, imaginó que sería la a. Pronto se sorprendería al ver que se había equivocado en la primera y había acertado en la segunda. Si Amy fuera con ella, habría acertado las dos y desde luego no por casualidad. Le dolía el corazón al pensar en su hija. A pesar de todos sus conflictos y peleas, a pesar de todos sus fallos como madre, Rose todavía estaba segura de que su relación con Amy era buena. Tan segura como que Gran Bretaña era el país que había sufrido las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial.
Por fin aterrizaron en San Francisco.
Una vez en el aeropuerto Rose se sumergió en otro ataque de ansia consumista: comida para el camino. Tan descontenta se quedó con las migajas que le habían servido en el primer vuelo que decidió encargarse personalmente del asunto. Aunque Mustafa intentó por todos los medios explicarle que las líneas aéreas turcas, a diferencia de los vuelos interiores estadounidenses, servirían gran variedad de manjares, Rose quería tener el asunto bajo control antes de embarcar en un vuelo de doce horas.
Compró un paquete de cacahuetes, galletas de queso, galletas de chocolate, dos bolsas de patatas fritas, un puñado de barritas de cereales con miel y almendras, y varios paquetes de chicles. Lejos quedaba ya la idea de cuidar la línea por la mera razón de cuidar de algo, de cualquier cosa. Entonces era bastante joven y ansiaba demostrar a los Tchajmajchian que esa mujer a la que habían tildado de odar y que jamás habían considerado de los suyos, era en realidad una persona muy agradable y envidiable. Ahora, veinte años después, solo sonreía al pensar en la joven resentida que había sido.