Barsam miró a su hermana mayor de reojo, sin contestar.
La tía Varsenig prosiguió:
– Dime cuántos turcos han aprendido armenio. ¡Ninguno! ¿Por qué nuestras madres aprendieron su lengua y no viceversa? ¿No es evidente quién ha dominado a quién? De Asia central solo llegaron un puñado de turcos, ¿verdad? ¡Y de pronto están por todas partes! ¿Y qué pasó con los millones de armenios que ya estaban allí? ¡Asimilados! ¡Aniquilados! ¡Huérfanos! ¡Deportados! ¡Y luego olvidados! ¿Cómo puedes entregar a tu propia hija a los responsables de que quedemos tan pocos y suframos tanto hoy en día? ¡Mesrop Mashtots se estará revolviendo en su tumba!
Barsam movió la cabeza sin decir nada. Para aliviar el disgusto de su sobrino, el tío Dikran contó un chiste.
– Un árabe va a una peluquería a cortarse el pelo, y cuando va a pagar, el barbero le dice: «No, no puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El árabe se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero abre la peluquería se encuentra en la puerta una tarjeta dándole las gracias y una cesta de dátiles.
Una de las gemelas que dormía en el sofá se agitó, pero no llegó a echarse a llorar y enseguida se calmó.
– Al día siguiente va un turco a pelarse a la barbería, y cuando va a pagar el barbero le dice lo mismo: «No puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El turco se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero va a abrir se encuentra una tarjeta de agradecimiento y una caja de lokum.
Despertada por el movimiento de su hermana, la otra gemela empezó a gemir. La tía Varsenig corrió a su lado y logró acallarla solo con el roce de sus dedos.
– Al día siguiente va un armenio a pelarse, y cuando va a pagar el barbero le dice que no puede aceptar su dinero porque es un servicio a la comunidad. El armenio se marcha muy contento. Y al día siguiente, cuando el barbero va a abrir, a ver si sabéis qué se encuentra…
– ¿Un paquete de burma? -sugirió Kevork.
– ¡No! ¡Se encuentra a veinte armenios que van a pelarse gratis!
– ¿Nos estás diciendo que somos tacaños? -preguntó Kevork.
– No, jovencito ignorante -contestó el tío Dikran-. Lo que intento decir es que nos cuidamos unos a otros. Si tenemos algo bueno, lo compartimos de inmediato con nuestros amigos y parientes. Precisamente el pueblo armenio ha sobrevivido gracias a ese espíritu de colectividad.
– Pero también se dice eso de que: «Se juntan dos armenios y crean tres iglesias distintas» -declaró el primo Kevork, negándose a ceder terreno.
– Das' mader's mom'ri, noren kob chi m'nats -gruñó Dikran Stamboulian en armenio, como hacía siempre que intentaba dar una lección en vano a un joven.
Kevork, que entendía el armenio básico pero no el de los periódicos, soltó una risita un poco nerviosa, intentando disimular que solo había comprendido el principio de la frase.
– Oğlani kizdirmayasin. -La abuela Shushan alzó una ceja y habló en turco, como hacía siempre que quería dar un mensaje directo a un anciano sin que los jóvenes que había en la sala lo entendieran.
El tío Dikran captó el mensaje y lanzó un suspiro, como un niño al que su madre ha reprendido, y trató de consolarse con el burma. Se hizo un silencio. Todos y todo -los tres hombres, las tres generaciones de mujeres, la multitud de alfombras que decoraban el suelo, la plata antigua dentro de la vitrina, el samovar encima del chifonier, la película de vídeo (El color de las granadas), además de los numerosos cuadros y el icono de La oración de santa Ana y el póster del monte Ararat cubierto de nieve blanca- se quedaron callados un breve instante y la sala adquirió una extraña luminosidad bajo la luz mortecina de una farola que acababa de encenderse en la calle. Los fantasmas del pasado estaban allí.
Un coche aparcó delante de la casa; la luz de los faros barrió la sala e iluminó el texto colgado en la pared con un marco dorado: AMÉN, EN VERDAD OS DIGO QUE TODO LO QUE ATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ ATADO EN EL CIELO, Y LO QUE DESATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ DESATADO EN EL CIELO. MATEO 18:18. Pasó un tranvía tocando las campanillas, cargado de niños ruidosos y turistas que iban de la Russian Hill al parque acuático, el Museo Marítimo y el Fisherman's Wharf. Los ruidos de la hora punta de San Francisco se metieron en la habitación y los sacaron de su ensueño.
– En el fondo Rose no es mala persona -aventuró Barsam-. No le resultó fácil habituarse a nuestras costumbres. Cuando nos conocimos solo era una chica tímida de Kentucky.
– Dicen que el camino al infierno está asfaltado de buenas intenciones -saltó el tío Dikran.
Pero Barsam prosiguió sin hacerle caso:
– ¿Os imagináis qué significa eso? ¡Allí ni siquiera se vende alcohol! ¡Está prohibido! ¿Sabíais que el evento más emocionante de Elizabethtown, en Kentucky, es una fiesta en la que la gente se disfraza de Padres Fundadores? -Barsam levantó las manos para enfatizar sus palabras o para llamar la atención de Dios en una oración desesperada-. ¡Y luego van al centro para reunirse con el general George Armstrong Custer!
– Por eso no tenías que haberte casado con ella -exclamó el tío Dikran, socarrón. A esas alturas toda su rabia se había evaporado; no podía permanecer enfadado mucho tiempo con su sobrino favorito.
– Lo que intento decir es que Rose no tenía ninguna experiencia multicultural -remarcó Barsam-. Es hija única de una amable pareja del sur que lleva toda la vida trabajando en la misma ferretería. Venía de un pueblo pequeño, y de pronto se encontró metida en esta enorme y unida familia armenia católica en la diáspora. ¡Una familia gigante con un pasado muy traumático! ¿Cómo queríais que llevara bien todo esto?
– Bueno, para nosotros tampoco fue fácil -protestó la tía Varsenig, apuntando a su hermano con el tenedor antes de clavarlo en otro köfte. A diferencia de su madre, ella sí tenía buen apetito y, por lo mucho que comía todos los días, más el hecho de haber dado a luz a las gemelas recientemente, parecía un milagro que estuviera tan delgada-. ¡Si te pones a pensar que lo único que sabía cocinar era ese espantoso cordero a la brasa! Siempre que íbamos a tu casa, se ponía aquel delantal sucio y preparaba cordero.
Todos menos Barsam se echaron a reír.
– Pero bueno, tengo que ser justa -prosiguió la tía Varsenig, encantada con la respuesta de su audiencia-. De vez en cuando cambiaba la salsa. A veces comíamos cordero a la brasa con salsa tex-mex picante, y otras veces cordero a la brasa con salsa cremosa… ¡La cocina de tu mujer era el paraíso de la variedad!
– ¡Ex mujer! -corrigió de nuevo la tía Zarouhi.
– Pues vosotros también se lo hicisteis pasar mal -objetó Barsam, sin mirar a nadie en particular-. Vamos, que la primera palabra que aprendió en armenio fue odar.
– Pero si es que es una odar. -El tío Dikran se inclinó para dar a su sobrino una palmada en la espalda-. Y si es una odar, ¿por qué no la íbamos a llamar odar?
Sacudido por el palmetazo más que por la pregunta, Barsam se atrevió a añadir:
– Algunos de esta familia incluso la llamaron «Espino».
– ¿Y qué tiene eso de malo? -La tía Varsenig se lo tomó como algo personal mientras se zampaba los dos últimos bocados de churek-. Esa mujer debería cambiarse el nombre de Rose por el de Espino. Rose no le pega nada. Un nombre tan dulce para tanta amargura. Si sus pobres padres hubieran tenido la más remota idea de la clase de mujer que llegaría a ser, te aseguro, mi querido hermano, que la hubieran llamado Espino.
– ¡Ya está bien de bromas!
Era Shushan Tchajmajchian; su exclamación no fue ni un reproche ni una advertencia, pero tuvo sobre todos los presentes el efecto de ambas cosas. El atardecer se había tornado ya noche, y la luz de la sala había cambiado. La abuela Shushan se levantó para encender la araña de cristal.