– No pasa nada. Si te lavas los dientes y tomas un chicle de menta no se te notará el mal sabor de boca.
Era la tía Zarouhi, que entraba con un plato de musaqqa con una bonita decoración de perejil y rodajas de limón. Dejó la fuente en la mesa y abrió los brazos para recibir a su sobrina. Armanoush la abrazó preguntándose qué hacía allí la tía Zarouhi. Empezaba a comprenderlo. Era una casualidad muy bien planeada que toda la familia Tchajmajchian apareciera de pronto en casa de la abuela Shushan justo cuando Armanoush iba a salir con un chico. Todas habían llegado con un pretexto distinto, pero con el mismo y exacto objetivo: querían ver, probar y juzgar con sus propios ojos a ese Matt Hassinger, el afortunado joven que iba a salir con la niña de sus ojos esa tarde.
Armanoush clavó en sus tías una mirada que rayaba en la desesperación. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía ser independiente con todas ellas tan cerca? ¿Cómo podía convencerlas de que no tenían que preocuparse por ella cuando había tantas cosas en la vida de qué preocuparse? ¿Cómo podía liberarse de su herencia genética, sobre todo si en parte se sentía tan orgullosa de ella? ¿Cómo podía defenderse de la bondad de sus seres queridos? ¿Se podía luchar contra la bondad?
– ¡Eso no sirve de nada! Ni la pasta de dientes, ni los chicles, ni siquiera esos espantosos enjuagues de menta. ¡No hay nada en la tierra capaz de quitar el olor del bastırma! Tarda una semana en desaparecer del todo. Si comes bastırma hueles, sudas y respiras bastırma durante días. ¡Hasta el pis te huele a bastırma!
– ¿Qué tiene que ver hacer pis con salir con un chico? -preguntó pasmada la tía Varsenig a la tía Surpun en cuanto Armanoush se dio la vuelta.
Todavía protestando pero sin querer discutir con ellas, la joven se dirigió al cuarto de baño, donde encontró al corpulento tío Dikran a gatas, con la cabeza dentro del armario que había bajo el lavabo.
– ¿Tío? -Armanoush estuvo a punto de lanzar un chillido.
– ¡Holaaaa! -exclamó Dikran Stamboulian desde el armario.
– Esta casa está llena de personajes de Chéjov -masculló Armanoush entre dientes.
– Si tú lo dices -replicó la voz debajo del lavabo.
– Tío, ¿qué estás haciendo?
– Tu abuela siempre se queja de los grifos viejos de esta casa, ¿sabes? Así que esta tarde me he dicho: ¿por qué no cierro la tienda temprano, me paso por casa de Shushan y le arreglo las malditas tuberías?
– Sí, ya veo. -Armanoush disimuló una sonrisa-. ¿Dónde está la abuela, por cierto?
– Echándose una siesta. -Dikran salió arrastrándose del armario para coger una herramienta y se metió dentro otra vez-. Es la edad, ¿qué se le va a hacer? ¡El cuerpo necesita dormir! Pero se despertará antes de las siete y media, tú no te preocupes.
¡Las siete y media! Era como si todos los miembros de la familia hubieran programado una alarma biológica para el momento en que Matt Hassinger llamara al timbre de la puerta.
– ¿Me pasas la llave inglesa más fina? -dijo una voz exasperada-. Esta no funciona.
Armanoush miró con una mueca la caja de herramientas que había en el suelo, donde relucían más de cien artefactos de todos los tamaños. Le tendió unas tenazas, un taladro y una bomba para pruebas hidrostáticas HTP300, antes de dar por fin con la llave inglesa, que tampoco pareció funcionar. Viendo que no podía ducharse con Dikran el Fontanero Imposible metido en faena, Armanoush fue al dormitorio de su abuela, abrió un poco la puerta y se asomó. La mujer dormía con un sueño ligero, pero con la maravillosa placidez que solo alcanzan las ancianas que viven rodeadas de sus hijos y sus nietos. A medida que envejecía necesitaba dormir más durante el día. Por la noche, sin embargo, estaba tan despierta como siempre. El insomnio de Shushan no había disminuido ni un ápice con la vejez. Su familia pensaba que el pasado no la dejaba descansar, solo le permitía aquellas fugaces siestas. Armanoush cerró la puerta y la dejó dormir.
La mesa estaba lista cuando volvió al salón. También le habían puesto un cubierto a ella. ¿Cómo demonios querían que comiera si tenía una cita en menos de una hora? Prefirió no preguntar. Mostrarse demasiado razonable en esa familia sería un error garrafal. Podría picar un poco, para tenerlos a todos contentos. Además, le gustaba aquella comida. Su madre, en Arizona, quería mantener la cocina armenia tan lejos de su casa como fuera posible, y disfrutaba como una loca despreciándola delante de sus amigos y vecinos. Le gustaba sobre todo llamar la atención sobre dos platos, que vilipendiaba públicamente en cuanto tenía ocasión: los pies de ternera y los intestinos rellenos. Armanoush recordó una vez que Rose se quejaba ante la señora Grinnell, la vecina de al lado:
– ¡Qué asco! -exclamó la señora Grinnell con cierto tono de repugnancia-. ¿De verdad se comen los intestinos?
– ¡Huy, sí! -afirmó Rose con vehemencia-. Créame, se los comen. Los aliñan con ajo y hierbas, los rellenan de arroz y los devoran.
Las dos mujeres soltaron unas risitas condescendientes, y seguramente se habrían reído un poco más si el padrastro de Armanoush no se hubiera vuelto para comentar con mirada hastiada:
– ¿Y qué pasa? Me parece que es como el mumbar. Deberíais probarlo, está buenísimo.
– ¿También es armenio? -preguntó la señora Grinnell en un susurro cuando Mustafa salió de la sala.
– ¡Claro que no! Lo que pasa es que tienen algunas cosas en común.
El timbre de la puerta sonó con estridencia, arrancó a Armanoush de su trance y provocó en todos los demás un brinco de pánico. Ni siquiera eran las siete en punto. Por lo visto la puntualidad no era uno de los méritos de Matt Hassinger. Como si alguien hubiera pulsado un botón, las tres tías se lanzaron hacia la puerta y frenaron antes de abrirla. El tío Dikran escondió la cabeza en el armario donde seguía trabajando y la abuela Shushan abrió los ojos del susto. Solo Armanoush mantuvo la calma y la compostura. Con pasos intencionadamente medidos se acercó a la puerta bajo la atenta mirada de sus tías, y la abrió.
– ¡¡Papá!! -exclamó encantada-. Pensaba que tenías una reunión esta tarde. ¿Cómo es que llegas tan temprano?
Antes de terminar de hacer la pregunta, Armanoush ya sabía la respuesta.
Barsam Tchajmajchian esbozó una sonrisa que le marcó hoyuelos en las mejillas y abrazó a su hija con los ojos brillantes de orgullo y una pizca de ansiedad.
– Al final se ha tenido que posponer la reunión. -En cuanto se alejó de su hija susurró a sus hermanas-: ¿Ha llegado ya?
Durante los últimos treinta minutos antes de que compareciera Matt Hassinger todo el mundo se puso nervioso menos Armanoush. Le hicieron ponerse varios vestidos y desfilar con cada uno de ellos, hasta que llegaron unilateralmente a una decisión: el turquesa. Completaron el atuendo con unos pendientes a juego, un bolso de cuentas burdeos que según la tía Varsenig añadiría un toque femenino, y una suave rebeca negra, por si hacía frío. Esa era otra cuestión que Armanoush no pensaba desafiar. El mundo fuera de la casa familiar se parecía al Ártico a ojos de los Tchajmajchian. «Fuera» significaba «tierra gélida», y para adentrarte en ella tenías que llevar una rebeca, preferiblemente tejida a mano. Esto lo sabía en parte desde su infancia, tras pasar sus primeros años bajo las aterciopeladas mantas que le tejía su abuela con las iniciales cosidas en los rebordes. Dormir sin que nada te cubriera el cuerpo era impensable, y salir a la calle sin rebeca sería un craso error. Igual que la casa necesitaba un techo, los seres humanos necesitaban una segunda piel entre ellos y el resto del mundo para sentirse seguros y abrigados.
Cuando Armanoush accedió a ponerse la rebeca y se acabó el tema del vestido, salieron con otra exigencia, una exigencia paradójica, excepto para los Tchajmajchian. Querían que se sentara con ellos a la mesa y comiera, para estar fuerte y preparada para la cena de esa noche.