– Pero, cariño, si comes como un pajarito. ¡No me digas que ni siquiera vas a probar mi mantı! -gimió la tía Varsenig con un cucharón en la mano y tal consternación en sus oscuros ojos castaños que Armanoush se preguntó si no estaría más preocupada por una cuestión de vida o muerte que por un cuenco de mantı.
– Tía, no puedo -suspiró Armanoush-. Ya me habéis llenado el plato de jadayıf. Me lo termino y ya tengo suficiente.
– Como no querías oler a carne y ajo -apuntó la tía Surpun en tono travieso, te hemos servido ekmek jadayıf, para que te huela el aliento a pistachos.
– ¿Y por qué quiere oler a pistachos? -preguntó pasmada la abuela Shushan, que se había perdido el primer episodio del debate, aunque de todas formas no habría entendido nada.
– Yo no quiero oler a pistachos.
Armanoush abrió mucho los ojos, desesperada, y se volvió hacia su padre para hacerle una señal de socorro, esperando que la salvara.
Pero antes de que Barsam Tchajmajchian pudiera pronunciar una palabra, empezó a sonar el móvil de Armanoush. La chica hizo una mueca al ver la pantalla. Número privado. Podría ser cualquiera, incluso Matt Hassinger para cancelar la cena con alguna excusa absurda. Armanoush se quedó con el móvil en la mano, incómoda, hasta que por fin se decidió a contestar, esperando que no fuera su madre.
Era ella.
– Cariño, ¿te están tratando bien? -fue lo primero que preguntó.
– Sí, mamá -contestó Armanoush con voz apagada. A esas alturas estaba más o menos acostumbrada. Desde que era pequeña, cada vez que se quedaba en casa de los Tchajmajchian su madre se comportaba como si su vida corriera peligro.
– Amy, no me digas que todavía estás en casa…
Armanoush también estaba relativamente acostumbrada a eso. Cuando sus padres se separaron, su madre también se separó de su nombre. Dejó de llamarla Armanoush, como si necesitara cambiar el nombre de su hija para seguir queriéndola. Y Armanoush todavía no se lo había contado a los Tchajmajchian. Ciertos asuntos debían mantenerse en secreto, aunque ella ya ocultaba demasiadas cosas.
– ¿Por qué no contestas? -insistió su madre-. ¿No ibas a salir esta noche?
Armanoush guardó silencio, consciente de que todos los presentes estaban escuchando.
– Sí, mamá -fue lo único que respondió tras una violenta pausa.
– No te habrás echado atrás, ¿verdad?
– No, mamá. Pero ¿por qué tu número de teléfono está oculto?
– Bueno, tengo mis razones, como cualquier madre. No siempre contestas si sabes que soy yo. -La voz de Rose se había ido apagando con desolación, luego volvió a ascender-: ¿Va a conocer Matt a la familia?
– Sí, mamá.
– ¡Ni se te ocurra! Ese sería el peor error de tu vida. Le darán un susto de muerte. No conoces a tus tías, eres tan buena que no sabes ver el mal. Aterrorizarán a ese pobre chico con preguntas e interrogatorios.
Armanoush no dijo nada. Se oían ruidos extraños y sospechaba que su madre se estaba cepillando el pelo al tiempo que le soltaba aquella bronca.
– Cariño, ¿por qué no contestas? ¿Están ahí todos? -preguntó Rose. Se oyó otro rumor apagado; ya no parecía un cepillo del pelo, sino más bien un líquido espeso que caía sin salpicar, o para ser exactos, una cucharada de masa de tortitas cayendo en una sartén caliente-. Ay, qué pregunta más tonta. Claro que estarán ahí. Todos, seguro. Todavía me odian, ¿verdad?
Armanoush no tenía respuesta. Se imaginaba a su madre en la oscura cocina de armarios laminados color salmón claro, que nunca podía renovar como deseaba por falta de tiempo y dinero, con el pelo en un moño suelto, el teléfono inalámbrico pegado a la oreja y una espumadera en la mano, haciendo una montaña de tortitas como si hubiera un ejército de niños en casa, para al final comérselas todas ella. También se imaginó a su padrastro, Mustafa Kazancı, sentado a la mesa de la cocina, removiendo el café mientras hojeaba el Arizona Daily Star.
Después de licenciarse en la Universidad de Arizona y casarse con Rose, Mustafa empezó a trabajar en una compañía de minerales de la región, y por lo que Armanoush podía ver, le gustaba el mundo de las rocas y las piedras más que cualquier otra cosa. No era un mal hombre, en todo caso algo aburrido. Parecía que nada en la vida le apasionaba. No había vuelto a Estambul en Dios sabe cuánto tiempo, aunque su familia vivía allí. A veces Armanoush tenía la impresión de que quería romper con su pasado, pero no sabía por qué. Había intentado hablar con él unas cuantas veces sobre 1915 y lo que los turcos les habían hecho a los armenios. «Yo de esas cosas no sé mucho -replicaba Mustafa, apartándola con modales suaves pero tensos-. Todo eso es historia. Deberías hablar con historiadores.»
– Amy, ¿quieres decirme algo? -Ahora Rose parecía irritada.
– Mamá, tengo que colgar. Ya te llamo luego.
Se oyó un brusco chasquido acompañado de un susurro. Quizá su madre había echado a la sartén otra tortita, o había estallado en sollozos. Armanoush prefería pensar lo primero.
Volvió a la mesa con un cabreo de espanto, se sentó, agarró la cuchara y, sin mirar a nadie a los ojos, se zampó lo que tenía delante, aunque no era eso lo que quería. Le hicieron falta unas cuantas cucharadas más para darse cuenta de su error.
– ¿Por qué estoy comiendo mantı? -exclamó de pronto.
– No lo sé, cariño -replicó la tía Varsenig, mirándola asustada, como si fuera una criatura desconocida-. Te lo he puesto por si querías probarlo. Y parece que sí te apetecía.
Ahora Armanoush tenía ganas de llorar. Pidió permiso para dejar la mesa y salió disparada al baño para lavarse los dientes, arrepintiéndose ya profundamente de todo aquel estúpido asunto de la cita. Se miró al espejo con un tubo de pasta de dientes medio estrujado en una mano y en la cara la expresión de quien está a punto de renunciar para siempre a la sociedad y convertirse en un solitario eremita en alguna montaña dejada de la mano de Dios. ¿Qué podía hacer la pobre pasta blanqueadora Colgate Total contra el infame mantı? ¿Y si llamaba a Matt Hassinger para cancelarlo todo? Lo único que quería era echarse en la cama saturada de desesperación y leer las novelas que se había comprado. Leer y leer hasta que le sangrara la nariz y se le cerraran los ojos. Eso era lo único que quería.
– Deberías haberte quedado en la cama leyendo -le reprochó a la conocida cara que veía en el espejo.
– ¡Qué tontería! -Era la tía Zarouhi, que acababa de aparecer junto a ella en el espejo-. Eres una chica muy guapa que se merece al mejor hombre del mundo. A ver, un poco de glamour femenino, señorita. ¡Píntate esos labios!
Armanoush se pintó. En la barra de labios no ponía «glamour femenino», pero casi: «glamour cereza», anunciaba. Se aplicó carmín con generosidad, luego se frotó los labios con una servilleta y se lo quitó casi todo. Justo en ese momento sonó el timbre. ¡Las siete y treinta y dos! La puntualidad sí parecía contarse entre los méritos de Matt Hassinger, al fin y al cabo.
Un minuto después Armanoush sonreía en la puerta a un chico muy arreglado, notablemente ilusionado y bastante desconcertado. Matt Hassinger era tres años menor que ella, una trivialidad que Armanoush no había considerado necesario contar a nadie, pero que ahora era evidente en su cara. Tal vez porque se había hecho algo en el pelo tan corto o porque se había puesto una ropa que normalmente no llevaría, un blazer marrón oscuro de borreguillo y unos pantalones color verde pastel de Ralph Lauren. Parecía un adolescente disfrazado de adulto. Entró con un enorme ramo de tulipanes rojos en la mano izquierda, sonrió a Armanoush y luego descubrió a la audiencia y se quedó petrificado. Toda la familia Tchajmajchian se había arracimado detrás de Armanoush.
– Entra, jovencito -invitó la tía Varsenig en su tono más alentador, que resultaba también el más intimidante.