Matt Hassinger estrechó la mano de todos, mientras notaba cómo se le clavaban en la cara sus miradas penetrantes. Perdió la confianza y empezó a sudar. Uno le cogió las flores y otro le cogió la chaqueta. Aunque sin la chaqueta se sentía como un pavo desplumado, se dirigió al salón y se dejó caer en la primera silla que vio. Todos los demás se sentaron cerca, formando un semicírculo a su alrededor. Charlaron un poco del tiempo, de los estudios de Matt (estaba estudiando derecho, lo cual podía ser bueno y malo), de la familia de Matt (era hijo único, lo cual podía ser bueno y malo), de los padres de Matt (ambos eran abogados, lo cual podía ser bueno y malo), del nivel de conocimientos de Matt sobre los armenios (no sabía gran cosa, lo cual era malo, pero estaba ansioso por aprender más, lo cual era bueno), y luego volvieron de nuevo al tiempo hasta que se hizo un irritante silencio. Durante casi cinco minutos nadie pronunció palabra, pero todos sonreían radiantes como si tuvieran algo atascado en la garganta y les pareciera muy gracioso. Estaban a punto de dejar este violento estado para entrar en un funesto punto muerto cuando sonó de nuevo el móvil. Armanoush miró la pantalla: número privado. Apagó el sonido del teléfono y lo dejó en modo vibrador. Arqueó las cejas y frunció los labios en un gesto de «da igual» dirigido a Matt, gesto que ni él ni nadie entendió.
A las ocho menos cuarto Armanoush Tchajmajchian y Matt Hassinger estaban por fin en la calle, circulando en un Suzuki Verona rojo veneciano por Hyde Street en dirección a un restaurante del que Matt había oído hablar mucho y que suponía que sería encantador y romántico: Skewed Window.
– Espero que te guste la fusión asiática con cierta influencia caribeña -bromeó con una risita, divertido por sus propias palabras-. Es un sitio muy recomendado.
Decir que era «muy recomendado» no suponía ninguna garantía para Armanoush, sobre todo porque siempre recelaba de los best seller «muy recomendados». De todas formas no puso objeción, esperando que su escepticismo se viera refutado al final de la noche.
Sin embargo, resultó ser justo lo contrario. El Skewed Window, un lugar de reunión muy frecuentado por intelectuales urbanos y artistas, era cualquier cosa menos un restaurante encantador y romántico. Estaba en un garaje de estilo moderno, con techos altísimos, lámparas art déco y las paredes cubiertas de arte abstracto contemporáneo. Los camareros, vestidos de negro de la cabeza a los pies, correteaban de un lado a otro como una colonia de hormigas que acabara de descubrir un montón de azúcar. Servían platos de diseño convencidos de que los clientes pronto serían reemplazados por otros, que probablemente dejarían mejor propina. En cuanto al menú, era incomprensible. Por si los ingredientes no fueran ya bastante desconcertantes, cada plato hacía referencia, en la forma, la presentación y la guarnición, a una obra abstracta expresionista.
El chef holandés había tenido tres aspiraciones en la vida: ser filósofo, pintor y chef. Tras fracasar estrepitosamente en filosofía y arte cuando era joven, no vio razón para no plasmar sus poco apreciados talentos en la cocina. Y así se enorgullecía de materializar lo abstracto y reinsertar en el cuerpo humano una obra de arte surgida del deseo del artista de exteriorizar sus emociones internas. En el Skewed Window se consideraba que la cena era menos culinaria que filosófica, y que el acto de comer tenía que ser guiado no por la necesidad primordial de llenar el estómago o suprimir el hambre, sino por una sublime danza catártica.
Tras numerosos intentos fallidos de elegir lo que iban a comer, Armanoush decidió apostar por el tartar de atún ahi de sésamo con foie gras yakiniku, y Matt optó por probar el entrecot con salsa de crema de mostaza en un lecho de vinagreta de fruta de la pasión y jicama. No sabía qué vino sería el adecuado para aquellos platos, pero como quería causar buena impresión leyó la carta de vinos y, tras cinco minutos de puro pasmo, hizo lo que hacía siempre cuando no tenía ni idea de qué elegir: pidió el vino guiándose por el precio. El cabernet sauvignon de 1997 parecía perfecto, bastante caro pero no fuera de su alcance. Y así, al pedir la comida intentaron leer en la cara del camarero si habían acertado o no, pero lo único que vieron fue una página en blanco de profesional cortesía.
Charlaron un poco, él de la carrera a la que aspiraba, ella de la infancia que quería destruir; él de sus planes futuros, ella de los restos del pasado; él de sus expectativas en la vida, ella de recuerdos familiares. El móvil sonó justo cuando iban a abordar otro tema de conversación. Armanoush miró fastidiada el número. No era conocido, pero tampoco era privado, de manera que contestó.
– Amy, ¿dónde estás?
– ¡Mamá! -balbuceó Armanoush perpleja-. ¿Cómo has…? ¿Cómo es que has cambiado de número?
– Ah, es que te llamo desde el móvil de la señora Grinnell -confesó Rose-. No tendría que recurrir a estas tretas si te dignaras contestar mis llamadas, por supuesto.
Armanoush parpadeó inexpresiva mientras el camarero le ponía delante un plato de peculiar aspecto, donde se combinaban tonos de rojo, beige y blanco. Sobre una salsa distribuida a brochazos emborronados yacían tres trozos redondos y rojos de atún crudo y una yema de huevo amarillo fuerte, formando entre todos una patética cara de ojos huecos. Con el móvil todavía en la oreja pero ya sin escuchar a su madre, Armanoush frunció los labios intentando averiguar cómo comerse una cara.
– Amy, ¿por qué no me contestas? ¿No me vas a conceder al menos la mitad de los derechos que tienen los Tchajmajchian?
– Mamá, por favor -dijo Armanoush, porque era una pregunta que solo podía responderse suplicando a su madre que no la hiciera. Hundió los hombros, como si el peso de su cuerpo se hubiera doblado. ¿Por qué era tan difícil comunicarse con su madre?
Con una rápida excusa y la promesa de llamarla en cuanto volviera a casa, colgó y apagó el móvil. Miró un instante a Matt para ver si le había molestado la interrupción, pero al ver que todavía estaba inspeccionando su comida, decidió no preocuparse. El plato de Matt era rectangular en lugar de redondo, y la comida estaba dividida en dos zonas separadas por una línea perfectamente recta de crema de mostaza. Lo que le había impactado no era tanto el diseño y los colores como lo impecable del arreglo. Tragó saliva, temeroso de estropear aquella perfecta cuadrícula.
Sus platos eran réplicas de dos cuadros expresionistas. El de Armanoush era La puta ciega, de Francesco Boretti, mientras que el de Matt se inspiraba en un cuadro de Mark Rothko con el acertado título de Sin título. Tan absortos estaban ambos en sus platos que ninguno de ellos oyó al camarero cuando les preguntó si les parecía todo bien.
El resto de la noche fue agradable, pero solo hasta el punto que puede definir la palabra «agradable». La comida resultó ser deliciosa, y enseguida engullir obras de arte les pareció normal, tanto que cuando llegaron los postres Matt no tuvo ningún problema en estropear las impecables líneas de arándanos de su April Blues Bring May Yellows de Peter Kitchell, y Armanoush ni siquiera vaciló al hundir la cuchara en la trémula y aterciopelada crema que representaba la Sustancia reluciente de Jackson Pollock. Sin embargo, en la conversación no lograron ni la mitad de los progresos que habían hecho comiendo. No es que a Armanoush no le gustara estar con Matt, ni que no lo encontrara atractivo. Pero era evidente que faltaba algo, y no era un detalle, una pieza del conjunto, sino que más bien el conjunto se deshacía en pedazos por esa parte que faltaba. Tal vez la comida era demasiado filosófica. En cualquier caso, Armanoush había comprendido sus límites. Estaba claro que no se enamoraría de Matt Hassinger. Tras hacer este descubrimiento, dejó de dudar y su interés por él quedó convertido en mera simpatía.