De camino a casa pararon el coche y pasearon un poco por Columbus Avenue, ambos callados y pensativos. La brisa cambió y por un fugaz instante Armanoush percibió el olor penetrante y salado del mar y deseó estar en la playa, ansiosa por huir de aquel momento. Al llegar a la librería City Lights, sin embargo, no pudo evitar animarse al ver en el escaparate uno de sus libros favoritos: Una tumba para Boris Davidovich.
– ¿Has leído ese libro? ¡Es estupendo! -exclamó.
Al oír un rotundo «no», empezó a relatar el primer cuento del libro, y luego todos los demás, los siete. Puesto que pensaba sinceramente que no se podía entender del todo el libro sin trazar antes un mapa del abrupto terreno de la literatura de la Europa del Este, dedicó a esta labor los siguientes diez minutos, rompiendo así la promesa que le había hecho a su madre esa misma mañana de no decir ni una palabra sobre libros, al menos durante la primera cita.
Una vez de vuelta en Russian Hill, ante la casa de la abuela Shushan, se quedaron frente a frente, conscientes de que la velada había terminado. Deseaban que el final fuera mejor que la cena, y solo se les ocurrió que debían besarse de verdad, tal como ocurría en sus fantasías. Pero resultó ser un beso dulce, sellado con compasión por Armanoush y con admiración por Matt, puesto que ambos estaban muy lejos de la pasión.
– Mira, llevo toda la noche queriendo decirte una cosa -balbuceó Matt, como hundido bajo el peso de la incómoda verdad que estaba a punto de declarar-. Tienes un olor increíble… Muy poco común, muy exótico. Hueles a…
– ¿A qué? -Armanoush palideció. En su mente se había formado la imagen de un humeante plato de mantı.
Matt Hassinger la rodeó con el brazo y susurró:
– A pistachos. Sí, hueles a pistachos.
A las once y cuarto Armanoush sacó un manojo de llaves para abrir las numerosas cerraduras de la puerta de la abuela Shushan, temiendo encontrarse a toda la familia en el salón, hablando de política, tomando té y comiendo fruta mientras la esperaban.
Pero la casa estaba oscura y desierta. Su padre y su abuela se habían ido a dormir y los demás se habían marchado. En la mesa había un plato con dos manzanas y dos naranjas cuidadosamente peladas y evidentemente dispuestas para ella. Armanoush cogió una manzana que ya empezaba a ennegrecerse. Se le cayó el alma a los pies. Mordió la manzana en la fantasmagórica serenidad de la noche, cansada y triste. Pronto tendría que volver a Arizona, y no estaba segura de poder soportar el envolvente universo de su madre. Aunque le gustaba San Francisco, y tal vez se pudiera tomar libre el semestre para quedarse con su padre y la abuela Shushan, por otro lado no podía evitar la sensación de que allí faltaba algo, una parte de su identidad sin la cual no podía empezar a vivir su propia vida. La deslucida cita con Matt Hassinger no había hecho sino reforzar esa sensación. Ahora se sentía más sabia, más al tanto de su situación, pero entristecida.
Se descalzó y corrió a su cuarto, con el plato de fruta. Se hizo una cola de caballo, se quitó el vestido turquesa y se puso el pijama de seda que había comprado en Chinatown. Luego cerró la puerta de la habitación y encendió el ordenador. Solo tardó unos minutos en alcanzar el único remanso de paz donde refugiarse en momentos así: el Café Constantinopolis.
El Café Constantinopolis era un chat, o como lo llamaban los asiduos, un cibercafé, inicialmente diseñado por varios estadounidenses de origen griego, sefardí y armenio que, aparte de vivir en Nueva York, tenían un rasgo fundamental en común: todos eran de familias procedentes de Estambul. La página web se abría con una canción conocida: «Estambul era Constantinopla. / Ahora es Estambul, no Constantinopla…».
Con la melodía aparecía la silueta de la ciudad bajo la cúpula del titilante colorido del atardecer, velos sobre velos de amatista y negro y amarillo. En mitad de la pantalla llameaba la flecha, que había que pulsar para entrar en el chat. Se necesitaba una contraseña. Como muchos bares reales, este en teoría estaba abierto a todo el mundo, pero en la práctica reservado a los asiduos. De este modo, aunque aparecían un día sí y otro también numerosos invitados nuevos, el grupo central era siempre más o menos el mismo. Cuando se accedía al chat, la silueta se desvanecía por abajo y se abría como un telón antes de la función. Al entrar al cibercafé se oían campanillas y luego la misma melodía, ahora como música de fondo.
Una vez dentro, Armanoush descartó los foros «Solterosarmenios» y «Solterosgriegos», «Todosolteros», y pulsó el «Árbol de Anoush», un foro donde solo se encontraban los asiduos y aquellas personas con aficiones culturales. Armanoush había descubierto el grupo hacía diez meses, y desde entonces entraba casi todos los días. Aunque algunos miembros se comunicaban de vez en cuando durante el día, las auténticas discusiones se desarrollaban siempre de noche, después del ajetreo cotidiano. A Armanoush le gustaba imaginarse aquel foro como el sombrío bar lleno de humo ante el que pasaba de camino a casa. El Café Constantinopolis era también un santuario donde podías dejar tu aburrido yo verdadero en la puerta, como quien deja una gabardina empapada en el vestíbulo para que se seque.
La sección «Árbol de Anoush» del Café Constantinopolis estaba formada por siete miembros permanentes, cinco armenios y dos griegos. No se conocían en persona y jamás habían sentido la necesidad de hacerlo. Todos provenían de ciudades diferentes y tenían vidas y profesiones muy distintas. Usaban apodos. El de Armanoush era Madame Mi Alma Exiliada. Lo había elegido como tributo a Zabel Yessaian, la única mujer novelista que los Jóvenes Turcos habían puesto en su lista negra en 1915. Zabel fue una persona fascinante. Nacida en Constantinopla, pasó gran parte de su vida en el exilio y llevó una agitada vida como novelista y columnista. Armanoush tenía una foto suya en la mesa, donde se veía a la mujer lanzando una perturbadora mirada bajo el ala de su sombrero hacia un punto desconocido que quedaba fuera de la imagen.
Los otros miembros del «Árbol de Anoush» tenían distintos apodos por razones que nadie preguntaba. Todas las semanas elegían un tema de discusión. Aunque estos variaban enormemente, siempre debían girar en torno a su historia y cultura común; «común» muchas veces significaba «enemigo común»: los turcos. Nada une a la gente más deprisa y con más fuerza (aunque de forma efímera y poco estable) que un enemigo común.
Esa semana el tema era «Los jenízaros». Al repasar los posts más recientes, se alegró de que el Barón Baghdassarian estuviera conectado. No sabía gran cosa de él, aparte de que era nieto de supervivientes, como ella, y que hervía de ira, a diferencia de ella. A veces podía ser muy duro y escéptico. Durante los últimos meses, a pesar de la ambigüedad que encerraba el ciberespacio, o tal vez precisamente gracias a ello, Armanoush se había ido sintiendo, sin darse cuenta, atraída por él. El día no era completo si no leía sus mensajes. Y fuera lo que fuese ese sentimiento (amistad, cariño o pura curiosidad), Armanoush sabía que era mutuo.
La gente que cree que el gobierno otomano fue justo no sabe nada de la paradoja jenízara. Los jenízaros eran niños cristianos capturados y convertidos por el estado otomano, que les daba la oportunidad de ascender por el escalafón social a expensas de despreciar a su propio pueblo y olvidar su propio pasado. Hoy, para cualquier minoría, la paradoja jenízara sigue siendo igual de importante. ¡Vosotros, hijos de expatriados! Tenéis que plantearos esta cuestión ancestral una y otra vez: ¿cuál sería vuestra postura con respecto a esta paradoja? ¿Vais a aceptar el papel del jenízaro? ¿Abandonaréis vuestra comunidad para reconciliaros con los turcos? ¿Dejaréis que borren el pasado para que, como dicen, podamos caminar todos hacia delante?