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Mientras la tía Feride parecía reflexionar sobre esta sugerencia, la tía Cevriye, que estaba junto a ella, miró al hombre con una ceja alzada, como miraba a sus alumnos en los exámenes orales cuando quería que se dieran cuenta ellos solos de lo ilógica que había sido su respuesta.

– Pero, hermano -prosiguió la tía Feride, recobrándose al fin-. ¿Cómo van a verlo si estará en una tumba a dos metros bajo tierra?

El hombre arqueó las cejas exasperado, pero prefirió no contestar, advirtiendo por fin que era inútil discutir con aquellas mujeres.

La tía Feride se había teñido el pelo de negro esa mañana. Era su pelo de luto. Ahora movió la cabeza muy decidida y añadió:

– No te preocupes, puedes estar seguro de que no lo vamos a exhibir como hacen los cristianos en las películas.

El hombre, mirando con una mueca los ojos de la tía Feride en incesante movimiento y sus agitadas manos, se quedó inmóvil durante un insoportable minuto. Ahora parecía más inquieto que molesto, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que la tía Feride era la persona más loca que había visto jamás. Sus ojillos de hurón buscaron ayuda, y al no encontrarla se deslizaron hacia el cadáver que esperaba pacientemente a que tomaran una decisión sobre su destino, y por último volvió a mirar a las dos mujeres, pero si había un mensaje secreto en aquella mirada helada que iba y venía, ninguna de ellas logró descifrarlo.

En cambio, la tía Cevriye le dio una generosa propina.

De manera que el hombre cogió la propina y los Kazancı a su muerto.

En un instante formaron un convoy de cuatro vehículos. Encabezando la procesión iba el coche fúnebre, verde salvia como debe ser un coche fúnebre musulmán, puesto que el color negro está reservado a los funerales de las minorías: armenios, judíos y griegos. El ataúd estaba en la parte trasera del vehículo y como alguien tenía que ir con el muerto, Asya se ofreció voluntaria. Armanoush, con expresión confusa, le cogía con fuerza la mano, de manera que pareció que se habían ofrecido las dos juntas.

– No pienso permitir que vaya ninguna mujer sentada delante en un coche fúnebre -comentó el conductor, que guardaba un sorprendente parecido con el encargado de lavar los muertos. Tal vez fueran hermanos: uno de ellos lavaba los cadáveres y el otro los transportaba, y quizá hubiera un tercer hermano trabajando en el cementerio, encargado de enterrarlos.

– Pues tendrás que permitirlo porque no quedan más hombres en la familia -le reprendió la tía Zeliha desde atrás, con voz tan gélida que el hombre guardó silencio, posiblemente pensando que si de verdad no quedaban hombres para escoltar al muerto en el coche fúnebre era mejor que lo acompañaran las dos chicas en lugar de aquella mujer que lo intimidaba con su minifalda y su arito en la nariz. De manera que dejó de quejarse y pronto el coche se puso en marcha.

Justo detrás iba el Toyota Corolla de Rose. Su pánico se palpaba en los brincos y frenazos que daba el coche, que avanzaba centímetro a centímetro como aquejado de un hipo convulso o intimidado por el caótico tráfico.

Dado su creciente terror, era casi imposible imaginarse a Rose al volante de un Grand Cherokee Limited 4 x 4 de cinco puertas color azul marino equipado con un motor de ocho cilindros. La mujer que antes atravesaba a toda velocidad los anchos bulevares de Arizona, se había convertido en otra persona en las sinuosas y atestadas calles de Estambul. Lo cierto es que Rose estaba embobada en ese momento, tan aturdida y desorientada que casi no sentía dolor. Setenta y dos horas tras su llegada, le parecía haber caído por un agujero del cosmos y salido en otra dimensión, una tierra extraña donde nada era normal y hasta la muerte quedaba ahogada en el surrealismo.

La abuela Gülsüm iba a su lado, incapaz de comunicarse con aquella nuera americana a la que no había visto en su vida, pero inquieta y apenada por ella, una mujer que había perdido a su marido. Aunque mucho más inquieta y apenada se sentía por ella misma, una madre que había perdido a su hijo.

Detrás iba Petite-Ma, ataviada con un velo azul turquesa con ribetes negro azabache. El día que llegó a Estambul Rose había pasado mucho tiempo intentando dilucidar de una vez por todas los criterios esenciales por los que algunas mujeres turcas llevaban velo y otras no. Sin embargo, no tardó en darse por vencida, viendo que no podía resolver el enigma ni siquiera a pequeña escala, ni siquiera dentro de la misma casa. ¿Por qué demonios Petite-Ma, una mujer sin edad, llevaba pañuelo cuando su nuera Gülsüm no lo llevaba? ¿Y por qué una de las tías llevaba pañuelo si ninguna de sus hermanas lo hacía? No alcanzaba a explicárselo.

Detrás del Toyota iba el Alfa Romeo plateado de la tía Zeliha, con sus tres hermanas apiñadas dentro y Sultán Quinto acurrucado en una cesta sobre el regazo de la tía Cevriye. El animal se mostraba sorprendentemente tranquilo, como si la muerte humana obrara un efecto sedante sobre su ferocidad felina.

Junto al Alfa Romeo circulaba el Volkswagen Escarabajo amarillo de Aram, que no llegaba a entender por qué las mujeres Kazancı se llevaban a su muerto a casa, pero sabía que no había nada más agotador que intentar convencer a las tías, sobre todo cuando formaban una piña. De manera que prefirió no preguntar siquiera y se limitó a acompañarlas, preocupado solo por que su amada sobrellevara bien tanta conmoción.

En el atasco del semáforo de Shishli, solo a unas manzanas del cementerio musulmán al que el encargado de lavar los muertos había querido dirigirlos, quedaron por casualidad todos los coches a la misma altura, como el destacado regimiento de un ejército indomable, con todo el afán de lucha pero sin una causa común. La tía Feride asomó la cabeza por la ventanilla y saludó a izquierda y derecha, al parecer emocionadísima por la casualidad de haber acabado todos así alineados, como actuando al unísono por primera vez, aunque fuera por un semáforo en rojo. Rose ignoró el gesto, la abuela Gülsüm ignoró a Feride.

En el siguiente semáforo, Asya, sentada entre Armanoush y el conductor del coche fúnebre, miró de nuevo alrededor, pero por suerte los coches de la familia se habían alejado ya unos de otros. Sintió un súbito y desvergonzado alivio al no tener a ningún Kazancı al alcance de la vista, excepto el que yacía en el ataúd, claro, pero en rigor no se podía decir que estuviera al alcance de su vista mientras no mirara atrás. Avanzaban lentamente entre un tráfico tan denso que parecía gelatina, hendida aquí y allá por impredecibles grietas, cuando de pronto surgió ante ellos una vistosa furgoneta roja de Coca-Cola.

Cuando el semáforo se puso en verde y se movieron de nuevo, apareció a su derecha una flota de coches de aficionados al fútbol. Llevaban gorras, bufandas, pañuelos y banderas, y algunos se habían teñido el pelo con los colores de su equipo: rojo y amarillo. Agobiados con la lentitud del tráfico, la mayoría de ellos se habían sumido en un momentáneo letargo y charlaban ociosamente entre ellos o se saludaban de vez en cuando por las ventanillas abiertas.

Pero en cuanto el tráfico se puso de nuevo en marcha, volvieron a sus gritos y canciones con renovado vigor. Al cabo de un momento un taxi amarillo con decenas de adhesivos se coló imprudentemente en el pequeño hueco entre el coche fúnebre y la furgoneta de Coca-Cola. El chófer de los Kazancı frenó con una furiosa maldición, y mientras el hombre seguía farfullando y Armanoush miraba el taxi con creciente incredulidad, Asya intentó descifrar lo que decían las pegatinas. Allí, entre muchas otras, se veía una iridiscente que proclamaba: NO ME LLAMES CABRÓN. LOS CABRONES TAMBIÉN TENEMOS CORAZÓN.

El taxista era un hombre moreno de rudo aspecto, con un bigote tipo Zapata. Aparentaba lo menos sesenta años, demasiado viejo para meterse en tal follón de fanáticos del fútbol. El aspecto absolutamente tradicional del taxista y el frenesí con que conducía contrastaban vivamente. Pero aún más interesantes que él eran los clientes, o amigos, que llevaba en el coche. El que se sentaba delante llevaba la mitad de la cara pintada de amarillo y la otra mitad de rojo. Asya lo veía con claridad desde detrás porque el hombre se había asomado por la ventanilla agitando una bandera roja y amarilla con una mano mientras con la otra se agarraba al asiento. Con la mitad del cuerpo fuera y la otra mitad oculta en el coche, parecía que un mago lo hubiera partido en dos. Incluso desde lejos se veía que tenía la nariz escarlata de un borracho, hasta tal punto que destrozaba la simetría de las mitades roja y amarilla de su cara, rompiendo el equilibrio a favor del rojo. Justo cuando Asya se preguntaba qué bebida en particular (cerveza o raki o ambas) podía teñir una nariz humana de aquel color, otro hincha bajó la ventanilla del asiento trasero del taxi y alzó en el aire un tambor, agarrándose al interior del coche con la otra mano. Y en perfecto unísono los dos fanáticos lanzaron la mitad de sus cuerpos por las ventanillas, como las ramas del árbol del taxi amarillo.

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