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– Solo si es feliz -contestó la paloma perdida-. No quiero saber nada si es triste.

De pronto un ruido de cristales rotos rompió el silencio. Hovhannes Stamboulian dio un respingo en la silla, dejó de escribir y de forma instintiva se volvió hacia la ventana, paralizado, todo oídos. Durante un largo rato no oyó más que el aullido del viento. Curiosamente el silencio le pareció más ominoso que aquel espeluznante estrépito. Una quietud fantasmal y densa poblaba la noche, mientras que el viento rugía como temeroso de la ira de un Dios furioso por razones que los mortales ignoraban. En contraste con el viento que fustigaba los muros, en la casa todo estaba más callado que de costumbre. Hovhannes Stamboulian sintió tal irritación por aquel inusual silencio que casi fue un alivio oír unos ruidos provenientes del piso inferior. Alguien correteó de un extremo a otro de la casa, y luego de vuelta. Unos pasos abrasivos, aterrados, apresurados como si huyeran de algo o de alguien.

Debía de ser Yervant, pensó, mientras una nueva preocupación asomaba a sus ojos, una mirada aprensiva y pensativa. Su hijo mayor, Yervant, siempre había sido díscolo y bullicioso, pero últimamente su rebeldía había alcanzado límites intolerables. La verdad es que Hovhannes Stamboulian se sentía algo culpable por no pasar con él tanto tiempo como debía. Era evidente que el muchacho echaba de menos a su padre. Comparados con él, sus otros tres hijos, dos niños y una niña, eran tan dóciles que parecía que la frenética energía del hermano mayor obrara sobre ellos un efecto letárgico. Los dos chicos pequeños se llevaban tres años, pero eran ambos obedientes. Luego venía la menor, la única niña de la familia, la pequeña Shushan.

– No te preocupes, pajarillo. -El granado sonrió y se sacudió la nieve de las ramas-. La historia que te voy a contar tiene un final feliz.

Abajo los pasos en el pasillo se multiplicaron de forma alarmante. Ahora parecía que hubiera decenas de Yervants corriendo desobedientes de un extremo al otro con fuertes pisadas. Pero en mitad de todos los correteos, de pronto le pareció oír una voz, tan inesperada y brusca que casi dudó de haberla oído, una voz severa y ronca que restalló un segundo. Y nada más. Después se hizo de nuevo el silencio, como si todo hubieran sido imaginaciones suyas.

En circunstancias normales habría salido corriendo de la habitación para ver si todo iba bien. Sin embargo, esa noche no era una noche normal. No quería que lo molestaran, no ahora que estaba a punto de llegar al final de dieciocho meses de trabajo. Hovhannes Stamboulian se agitó angustiado como un buceador que se hubiera sumergido demasiado y no pudiera obligar a su cuerpo a nadar hacia la superficie. El torbellino de escribir era cavernoso y envolvente, pero también atractivo. Las palabras brincaban en el papel reseco, suplicándole que llevara este último cuento hasta el final, que las guiara hacia su tan esperado destino.

– Muy bien -convino la paloma perdida-. Cuéntame mi historia. Aunque te advierto que como oiga algo triste, abriré las alas y echaré a volar.

Hovhannes Stamboulian sabía lo que el granado iba a replicar y cómo empezaba el último cuento, pero antes de poder ponerlo sobre el papel, algo cayó al suelo en alguna parte y se hizo añicos. Entre el estrépito captó un resoplido, y si bien fue corto y apagado, reconoció al instante el sollozo de su mujer. Se levantó de un salto, totalmente arrancado ya del abismo de su escritura, y salió a la superficie como un pez muerto.

Mientras corría hacia las escaleras, Hovhannes Stamboulian se acordó de la discusión que había tenido esa mañana con Kirkor Hagopian, un eminente abogado y miembro del Parlamento otomano.

– Son malos tiempos, muy malos tiempos. Prepárate para lo peor -fue lo primero que murmuró Kirkor cuando se encontraron en la barbería-. Primero llamaron a filas a los armenios. «¿Acaso no somos todos iguales, no somos todos otomanos?», dijeron. «¡Musulmanes y no musulmanes, lucharemos juntos contra el enemigo!» Pero luego desarmaron a los soldados armenios como si ellos fueran el enemigo. A continuación reunieron a los hombres armenios en batallones de trabajo. Y ahora, amigo mío, hay rumores… Algunos dicen que lo peor está por venir.

Aunque sinceramente preocupado, a Hovhannes Stamboulian la noticia no le impactó demasiado. Era demasiado viejo para ser llamado a filas, y sus hijos demasiado jóvenes. El único de la familia con edad para el servicio militar era el hermano pequeño de su mujer, Levon. No obstante, se había librado durante las guerras de los Balcanes porque en el proceso de selección entró en la categoría de «desatendidos»: los hombres cuyas familias dependían únicamente de ellos se libraban del reclutamiento. Sin embargo, aquella vieja regla otomana quizá estaba cambiando. Hoy en día nadie podía estar del todo seguro. Al principio de la Primera Guerra Mundial, anunciaron que solo reclutarían a los que tuvieran poco más de veinte años, pero en cuanto la guerra se recrudeció, llamaron a filas a los que tenían más de treinta e incluso más de cuarenta.

Hovhannes Stamboulian no estaba hecho para el combate. Ni para el duro trabajo manual. Él amaba la poesía, amaba las palabras, sentía cada letra del alfabeto armenio en su lengua y su piel. Tras una profunda reflexión dedujo que lo que la minoría armenia necesitaba no eran armas, como declaraban algunos revolucionarios, sino libros, muchos libros. Aunque tras la Tanzimat se fundaron nuevos colegios, se requerían profesores más cultivados y de mente más abierta, y mejores libros. Se habían hecho algunos progresos tras la revolución de 1908. La población armenia había apoyado a los Jóvenes Turcos con la esperanza de que trataran a los no musulmanes de manera justa y decente. Los Jóvenes Turcos habían declarado en su proclamación:

Todos los ciudadanos disfrutarán de libertad e igualdad absolutas, sin tener en cuenta religión o nacionalidad, y estarán sujetos a las mismas obligaciones. Todos los otomanos, siendo iguales ante la ley en cuanto a derechos y deberes relativos al Estado, serán elegibles para puestos del gobierno, según su capacidad y educación individual.

Es cierto que no habían cumplido su promesa, abandonando el otomanismo multinacional por el turquismo, pero las potencias europeas vigilaban de cerca el imperio. Seguro que intervendrían si sucedía algo nefasto. Hovhannes Stamboulian creía que bajo las presentes circunstancias el otomanismo era la mejor opción para los armenios, no las ideas radicales. Turcos, griegos, armenios y judíos habían vivido juntos durante siglos y todavía podían encontrar la manera de coexistir bajo el mismo techo.

– No entiendes nada, ¿verdad? -saltó furioso Kirkor Hagopian-. ¡Vives en tus cuentos de hadas!

Hovhannes Stamboulian nunca lo había visto tan nervioso y desafiante. A pesar de todo no estuvo de acuerdo con él.

– Pues yo no creo que el fanatismo nos ayude -contestó, apenas en un susurro.

Estaba convencido de que el celo nacionalista solo serviría para sustituir un sufrimiento por otro y que iría inevitablemente en contra de los pobres y los desposeídos. Al final las minorías se apartaban de la entidad mayor a un precio muy alto, solo para crear sus propios déspotas. El nacionalismo no era más que un reabastecimiento de opresores. En lugar de ser oprimido por alguien de otra etnia, acababas oprimido por alguien de tu mismo grupo.

– ¡Fanatismo! -El rostro de Kirkor Hagopian se contorsionó en una mueca de pesimismo-. Llueven las noticias de muchísimos pueblos de Anatolia. ¿No te has enterado de los incidentes de Adana? Entran en las casas armenias con el pretexto de buscar armas y se dedican al saqueo. ¿Es que no lo entiendes? Van a exiliar a todos los armenios. ¡A todos! Y tú estás traicionando a tu propio pueblo.

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