Hovhannes Stamboulian se quedó callado un rato, mordisqueándose las puntas del bigote. Luego murmuró despacio pero con seguridad:
– Tenemos que trabajar unidos, judíos, cristianos y musulmanes. Llevamos siglos y siglos viviendo bajo el mismo techo imperial. Hemos vivido juntos todo este tiempo, aunque con desigualdades. Ahora podemos hacer que haya justicia para todos, juntos podemos transformar este imperio.
Fue entonces cuando Kirkor Hagopian pronunció aquellas lúgubres palabras, con una expresión cada vez más sombría:
– Despierta, amigo mío, ya no existe eso de «juntos». Cuando una granada se rompe, las semillas se dispersan, no se pueden volver a unir.
Ahora, inmóvil en la escalera, escuchando el fantasmal silencio de la casa, Hovhannes Stamboulian no pudo evitar visualizar esa imagen: una granada rota, roja y triste. Llamó asustado a su mujer:
– ¡Armanoush! ¡Armanoush!, ¿dónde estás?
Debían de estar todos en la cocina, pensó, y bajó corriendo al primer piso.
Al comienzo de la Primera Guerra Mundial se había declarado una movilización general. Aunque en Estambul todo el mundo hablaba de ello, fue en los pequeños pueblos donde se notaron más los efectos. Tocaban por las calles los tambores repitiendo una y otra vez: «Seferberliktir! Seferberliktir!». Reclutaron para el ejército a muchos jóvenes armenios. Más de trescientos mil. Al principio les dieron armas, como a sus compañeros musulmanes. Pero al cabo de poco tiempo se las hicieron devolver. A diferencia de los soldados musulmanes, los armenios fueron destinados a batallones de trabajo especiales. Por todas partes corría el rumor de que el mismo Enver Pasha había tornado esta decisión: «Necesitamos mano de obra para construir las carreteras para los soldados», había anunciado.
Luego llegaron peores noticias, esta vez sobre los batallones de trabajo. Se decía que todos los armenios estaban empleados en la dura labor de construcción de carreteras, aunque algunos habían pagado su bedel y deberían estar exentos. Que si bien los batallones tenían que abrir carreteras, eso no era más que un pretexto, porque en realidad les obligaban a cavar fosas, hondas y anchas, suficientes para… Se decía que los armenios eran enterrados en las mismas fosas que se les había forzado a cavar.
– ¡Las autoridades turcas han anunciado que los armenios van a pintar los huevos de Pascua con su propia sangre! -Eso fue lo que Kirkor Hagopian declaró antes de salir de la barbería.
Hovhannes Stamboulian no daba mucho crédito a estos rumores. Pero sí reconocía que corrían malos tiempos.
Ya en el primer piso llamó a su esposa de nuevo y suspiró al no obtener respuesta. Cuando salió al patio y pasó junto a la larga mesa de cerezo donde desayunaban con el buen tiempo, le vino a la mente una nueva escena para su libro.
– Escucha, pues, tu historia -dijo el granado, sacudiendo unas cuantas ramas y salpicando copos de nieve-. Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era un pecado.
– Pero ¿por qué? -preguntó la paloma-. ¿Por qué era un pecado hablar demasiado?
La puerta de la cocina estaba cerrada. Era raro a aquella hora del día. Armanoush estaría allí trabajando con Marie, la criada que llevaba con ellos cinco años, con los niños arracimados en torno a ellas. Nunca cerraban la puerta.
Hovhannes Stamboulian tendió la mano hacia el pomo, pero antes de poder girarlo la vieja puerta de madera se abrió desde dentro y se encontró cara a cara con un soldado turco, un sargento. Ambos se quedaron tan sorprendidos que pasaron un largo minuto mirándose mutuamente con cara de pasmo. Fue el sargento el primero en salir de su estupor. Dio un paso atrás y miró a Hovhannes Stamboulian de arriba abajo. Era un hombre moreno que podía haber tenido un rostro terso y joven de no ser por la dureza de su mirada.
– ¿Qué está pasando aquí? -exclamó Hovhannes Stamboulian. Vio a su mujer, a sus hijos y a Marie en fila contra la pared del fondo, uno al lado de otro, como niños castigados.
– Tenemos órdenes de registrar la casa -declaró el sargento. No había hostilidad en su voz, pero tampoco simpatía. Parecía cansado, como si quisiera terminar lo antes posible y marcharse-. ¿Podría, por favor, indicarnos dónde está su estudio?
Volvieron a la parte de atrás de la casa y subieron pesadamente la gran escalera curva, Hovhannes Stamboulian delante, el sargento y sus hombres detrás. Una vez en el estudio, los soldados se dispersaron, cada uno hacia un mueble distinto. Registraron los armarios, los cajones y todos los anaqueles de la pared cubierta de estanterías. Hojearon cientos de libros buscando documentos ocultos entre las páginas, revisaron sus libros favoritos, desde Las flores del mal de Baudelaire y Las quimeras de Gérard de Nerval, hasta Las noches de Alfred de Musset y Los miserables y Nuestra Señora de París de Victor Hugo. Mientras un musculoso soldado hojeaba con ojillos suspicaces El contrato social de Rousseau, Hovhannes Stamboulian no pudo evitar reflexionar sobre los pasajes que el hombre miraba sin ver realmente:
El hombre nace libre pero vive encadenado. En realidad la diferencia es que el salvaje vive en sí mismo, mientras que el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás, y de ese juicio deduce el sentimiento de su propia existencia.
Cuando terminaron con los libros empezaron a registrar los numeroso cajones de la mesa de nogal. Entonces uno de los soldados vio el broche de oro. Se lo entregó al sargento, que cogió la pequeña granada, la sopesó en la mano, la rotó en el aire para ver mejor los rubíes y luego se la devolvió a Hovhannes Stamboulian con una sonrisa.
– No debería dejar a la vista una joya tan preciosa. Tome -le dijo con un aire de plácida cortesía.
– Sí, muchas gracias. Es un regalo para mi mujer -contestó Hovhannes Stamboulian con voz queda.
El sargento le ofreció una cálida sonrisa «de hombre a hombre». Pero al instante su expresión cambió de la cordialidad al enfado, y cuando volvió a hablar, su voz ya no tenía el mismo tono amable.
– Dígame lo que pone aquí -ordenó, señalando un fajo de papeles que había encontrado en un cajón, todos escritos con el alfabeto armenio.
Hovhannes Stamboulian reconoció de inmediato el poema que había compuesto en una ocasión en que estuvo enfermo con fiebre muy alta. Fue durante el otoño anterior. Se pasó tres días seguidos en cama sin poder moverse, tiritando y sudando al mismo tiempo como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un barril de agua lleno de agujeros que rezumaba constantemente. Armanoush no se apartó de su lado, poniéndole compresas frías de agua con vinagre en la frente y frotándole el pecho con cubitos de hielo. Y por fin, al final del tercer día, cuando la fiebre remitió, le acudió a la mente un poema, que él recibió contento como una compensación por su sufrimiento. Aunque no era en absoluto religioso, sí creía firmemente en las compensaciones divinas, que según él llegaban no con grandes manifestaciones, sino mediante pequeñas señales y regalos como aquel.
– ¡Léalo! -El sargento le tendió los papeles.
Hovhannes Stamboulian se puso las gafas y con voz trémula leyó los primeros versos:
El niño llora dormido sin saber por qué,
un callado pero interminable sollozo de anhelo,
imposible el consuelo,
así es como te anhelo a ti….
– ¡Eso es poesía! -bramó el sargento, enfatizando la última palabra con un tono que parecía de decepción.