Paseaban por calles sinuosas, y cada barrio parecía tan distinto que Armanoush comenzó a pensar que Estambul era un laberinto urbano, ciudades dentro de una ciudad.
A las tres de la tarde, agotadas y hambrientas, entraron a un restaurante, según Asya, imprescindible, porque era donde servían el mejor pollo döner de la ciudad. Pidieron un döner cada una y un vaso grande de batido de yogur.
– Tengo que confesar -murmuró Armanoush tras una pausa- que Estambul es distinto de lo que esperaba. Es más moderno y menos conservador de lo que me temía.
– Pues deberías decírselo a mi tía Cevriye; le encantará. ¡Me dará una medalla por haber representado tan bien a mi país!
Y se rieron juntas por primera vez desde que se conocían.
– Hay un sitio al que quiero llevarte un día -comentó Asya-. Es un bar pequeñito donde solemos reunirnos. El Café Kundera.
– ¿De verdad? ¡Es uno de mis autores favoritos! -exclamó encantada Armanoush-. ¿Por qué se llama así?
– Bueno, eso es un debate constante. En realidad cada día sacamos una teoría nueva.
De camino al konak, Armanoush cogió de pronto la mano de Asya y le dio un apretón.
– Me recuerdas a un amigo mío. -Y por un instante la miró como si supiera algo y no pudiera contarlo-. Nunca he conocido a nadie tan perspicaz y… tan… tan empático que fuera a la vez tan estricto y… tan… tan polémico. ¡Solo una persona! Me recuerdas a mi amigo más peculiar: el Barón Baghdassarian. Os parecéis tanto que podríais ser almas gemelas.
– ¿Ah, sí? -preguntó Asya, intrigada por el nombre-. ¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?
– Perdona, es que el destino tiene mucha guasa. De toda la gente que conozco, resulta que el Barón Baghdassarian es el más… ¡el más antiturco!
Esa noche, cuando las mujeres Kazancı ya se habían ido a dormir, Armanoush salió de la cama en pijama, encendió la tenue lámpara de la mesa y procurando no hacer ruido, encendió el portátil. Nunca se había dado cuenta del estrépito que hacía al conectarse a internet. Marcó el número de teléfono, buscó la página y escribió la contraseña para entrar en Café Constantinopolis.
¿Dónde estabas? ¡Nos tenías muy preocupados! ¿Cómo estás?
Las preguntas llovían de todo el mundo.
Estoy bien -escribió Madame Mi Alma Exiliada-. Pero no he podido ver la casa de mi abuela. Han construido encima un edificio moderno y feo. Ha desaparecido. No ha quedado ni rastro… Ningún indicio, ni documentos, ni recuerdos de la familia armenia que vivía en esa casa a principios de siglo.
Lo siento, cariño -contestó Lady Pavo Real/Siramark-. ¿Cuándo vuelves?
Me quedo hasta que acabe la semana. -Le contestó Madame Mi Alma Exiliada-. Esto es toda una aventura. La ciudad es preciosa. Se parece en algunas cosas a San Francisco: las calles empinadas, la constante brisa del mar y la niebla, y las caras bohemias en los lugares más inesperados. Es un laberinto urbano. Más que una ciudad, parece varias ciudades en una. A propósito, la cocina es fantástica. Aquí cualquier armenio estaría en el cielo.
Armanoush se detuvo de pronto al darse cuenta alarmada de lo que acababa de escribir.
Quiero decir en cuanto a la comida -se apresuró a añadir.
¡Eh, Madame Mi Alma Exiliada! Eras nuestra reportera y ahora hablas como una turca. No te habrán turquificado, ¿verdad? -Era Anti-Javurma.
Armanoush respiró hondo.
Todo lo contrario. No me había sentido tan armenia en mi vida. Para experimentar plenamente mi condición de armenia tenía que venir a Turquía y conocer a los turcos.
La familia con la que estoy es muy interesante, un poco loca, pero tal vez todas las familias estén algo locas. Lo que pasa es que aquí hay algo surrealista. La irracionalidad es parte de la racionalidad cotidiana. Es como estar en una novela de García Márquez. Una de las hermanas se dedica a hacer tatuajes, otra es vidente, otra es profesora de historia nacional y la última es una excéntrica que no hace nada, o como diría Asya, una chiflada de profesión.
¿Quién es Asya? -tecleó al instante Lady Pavo Real/Siramark.
Es la hija de la casa. Una joven con cuatro madres y sin padre. Todo un carácter. Llena de rabia, sátira e ingenio. Sería un gran personaje de Dostoievski.
Armanoush se preguntó dónde demonios estaría el Barón Baghdassarian.
Madame Mi Alma Exiliada, ¿has hablado con alguien del genocidio? -quiso saber Penosa Convivencia.
Sí, varias veces, pero es muy difícil. Las mujeres de la casa escucharon la historia de mi familia con sincero interés y compasión, pero es lo máximo a lo que llegan. El pasado, para los turcos, es como otro mundo.
Si hasta las mujeres se quedan en eso, no puedo esperar nada en absoluto de los hombres -terció la Hija de Safo.
En realidad todavía no he tenido ocasión de hablar con ningún hombre -escribió Madame Mi Alma Exiliada, que acababa de darse cuenta de esto-. Pero Asya me va a llevar a un bar donde se reúnen regularmente. Supongo que allí conoceré a alguno.
Ten cuidado si bebes con ellos. El alcohol hace aflorar lo peor de las personas. -Era Alex el Estoico.
No creo que Asya beba. ¡Son musulmanes! Lo que sí hace es fumar como un carretero.
En Armenia la gente fuma mucho también -replicó Lady Pavo Real/ Siramark-. Hace poco volví a Eriván. El tabaco está matando al país.
Armanoush se agitó en su silla. ¿Dónde estaba el Barón? ¿Por qué no escribía nada? ¿Estaría enfadado con ella? ¿Se habría acordado de ella siquiera? Habría seguido atormentándose con preguntas de no ser por la siguiente línea que apareció en pantalla.
Cuéntanos, Madame Mi Alma Exiliada, desde que has llegado a Turquía, ¿has reflexionado sobre la paradoja jenízara?
¡Era él! ¡Él! ¡Él! Armanoush releyó el texto y contestó:
Sí. -Pero no supo qué más poner.
Como si hubiera advertido su vacilación, el Barón Baghdassarian, prosiguió:
Es un detalle por tu parte llevarte tan bien con la familia. Y te creo cuando dices que son buenas personas, interesantes a su manera. Pero ¿no te das cuenta? Eres su amiga solo mientras niegues tu propia identidad. Así ha sido siempre con los turcos a lo largo de la historia.
Armanoush frunció los labios entristecida. Al otro lado de la habitación, Asya se agitó y se dio la vuelta en la cama murmurando algo incomprensible, sumida al parecer en una pesadilla. Lo que estuviera diciendo, lo repitió varias veces.
Lo único que pedimos los armenios es el reconocimiento de nuestra pérdida y nuestro dolor, que es el requisito fundamental para que florezcan las genuinas relaciones humanas. Lo que les decimos a los turcos es: mirad, estamos llorando, llevamos llorando ya casi un siglo porque perdimos a nuestros seres queridos, nos echaron de nuestras casas, nos desterraron de nuestra tierra, nos han tratado como animales, nos han matado como ovejas. Nos han negado hasta una muerte decente. Ni siquiera el dolor infligido a nuestros abuelos hiere tanto como esta sistemática negación.
Si dices esto, ¿cuál será la respuesta de los turcos? ¡Nada! Solo hay una manera de entablar amistad con los turcos: estar tan desinformados y ser tan olvidadizos como ellos.
Puesto que no quieren unirse a nosotros para reconocer el pasado, esperan que nos unamos a ellos para ignorarlo.
De pronto se oyó un golpecito en la puerta, y luego muchos más. Armanoush se hundió en la silla con el corazón en la garganta, e impulsivamente apagó la pantalla del ordenador.
– ¿Sí? -susurró.
La puerta se abrió despacio y la tía Banu asomó la cabeza. Llevaba un pañuelo rosado y suelto y un camisón largo de colores pálidos. Se había levantado para rezar y había visto la luz que salía del cuarto de las chicas.
Con la incomodidad de no hablar inglés pintada en la cara, hizo una serie de gestos, como si ella también estuviera jugando a las películas. Negó con la cabeza, arrugó la frente y luego, sonriente, blandió un dedo. Armanoush lo interpretó como: «Estudias mucho. No te canses demasiado».