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¿Debía hacerle a don Amargo otra pregunta personal, tras lo mucho que se había arrepentido de haberlo hecho la primera vez? Quizá era el momento de poner fin al juego y quitarse el talismán, liberando así al yinni de una vez por todas. Podía seguir cumpliendo con sus deberes de vidente con ayuda de doña Dulce. Sus poderes quedarían algo menguados, pero bueno. ¿No le bastaba con eso? Una parte de ella la advertía contra la maldición del sabio, y se apartaba asustada de la desgarradora agonía que supone saber demasiado. La otra parte, sin embargo, se moría por saber más, siempre curiosa. Don Amargo era muy consciente del dilema y parecía estar disfrutando; le presionaba con insistencia el hombro izquierdo, y así doblaba el peso de sus cavilaciones.

– Bájate de mi hombro -ordenó la tía Banu, y pronunció la oración que el Corán recomendaba para cuando uno se enfrentaba a un yinni de armas tomar. Don Amargo, de pronto muy obediente, se bajó de un brinco y la dejó levantarse.

– ¿Me vas a liberar? -preguntó, leyéndole la mente-. ¿O vas a usar mis poderes para una información específica?

Un susurro escapó de los labios de la tía Banu, pero más que un «sí» o un «no», pareció un gemido. Se sentía muy pequeña en la cavernosa inmensidad de la tierra, el cielo, las estrellas y el dilema que le pulverizaba el alma.

– Me puedes hacer la pregunta que te mueres por hacer desde que la americana os contó todas esas cosas tristes de su familia. ¿No quieres saber si es cierto o no? ¿No quieres ayudarla a descubrir la verdad? ¿O reservas tus poderes solo para tus clientas? -la desafió don Amargo, con un febril brillo de triunfo en sus ojos saltones, negros como el carbón. Luego, súbitamente plácido, añadió-: Te lo puedo decir, soy bastante viejo para saberlo. Estuve allí.

– ¡Cállate! -exclamó la tía Banu, casi chillando. Notaba el estómago revuelto y el ardor de la bilis amarga en la garganta-. No quiero saberlo. No tengo ninguna curiosidad. Lamento el día en que te pregunté por el padre de Asya. Ay, Dios, ojalá no lo hubiera hecho. ¿De qué sirve el conocimiento si no se puede cambiar nada? Es un veneno que te deja impedida para siempre. No puedes vomitarlo y no te puedes morir. No quiero que vuelva a pasarme… Además, ¿tú qué sabes?

No podía imaginar siquiera por qué había soltado esa última pregunta porque era perfectamente consciente de que si quería conocer el pasado de Armanoush, don Amargo era el más apropiado para contárselo, puesto que era un gulyabani, el más traicionero de todos los yinn, pero también el más experto en tragedias.

Infortunados soldados a los que mataron en una emboscada a kilómetros de sus casas; trotamundos muertos de frío en las montañas; víctimas de la plaga exiliadas en el desierto; viajeros a los que los bandidos robaron y asesinaron; exploradores perdidos en medio de ninguna parte; criminales deportados que fueron a encontrar la muerte en alguna isla remota… los gulyabani lo habían visto todo. Presenciaron el exterminio de batallones enteros en sangrientos campos de batalla, pueblos condenados a morir de hambre y caravanas reducidas a cenizas por el fuego enemigo. Los gulyabani habían contemplado todos y cada uno de estos estragos. Eran especialmente famosos por acechar a los que estaban perdidos en el desierto sin agua ni comida. Cada vez que alguien moría sin una lápida, aparecían junto al cadáver. Si querían podían disfrazarse de plantas, rocas o animales, y de buitres en particular. Espiaban las calamidades, observando la escena desde un lado o desde arriba, aunque también podían acechar caravanas, robar la comida que un indigente necesitaba para sobrevivir, asustar a los peregrinos durante su viaje sagrado, atacar procesiones o susurrar una aterradora melodía de muerte en los oídos de los condenados a galeras o de los que debían emprender la marcha de la muerte. Eran los espectadores de esos momentos de los cuales los seres humanos no dejaban testimonio ni documentos escritos, los malvados testigos de la maldad que los seres humanos son capaces de infligirse unos a otros. En consecuencia, razonaba la tía Banu, si era cierto que la familia de Armanoush había sido forzada a emprender una marcha de la muerte en 1915, tal como ella sostenía, don Amargo lo sabría.

– ¿No me vas a preguntar nada? -insistió don Amargo, sentado en el borde de la cama, disfrutando enormemente del dilema de la tía Banu-. Yo era un buitre -añadió en tono amargo-. Lo vi todo. Los vi caminar y caminar y caminar, mujeres y niños. Volé sobre ellos trazando círculos en el cielo azul, esperando a que cayeran de rodillas…

– ¡Cállate! -gimió la tía Banu-. ¡Cállate! No quiero saberlo. No olvides quién manda aquí.

– Sí, ama. -Don Amargo se encogió-. Tus deseos son órdenes para mí, y así será mientras lleves ese talismán. Pero si quieres saber qué le pasó a la familia de esa chica en 1915, solo tienes que preguntármelo. Mi memoria puede ser tuya, ama.

La tía Banu se sentó en la cama mordiéndose los labios con fuerza para aparentar decisión, puesto que no tenía la más mínima intención de mostrarse débil ante don Amargo. Intentaba ser fuerte, pero el aire empezó a oler a polvo y moho, como si la habitación hubiera iniciado un proceso de putrefacción. O el momento presente se estaba descomponiendo deprisa en un residuo del tiempo, o la putrefacción del pasado se filtraba al presente. Las puertas del tiempo aguardaban a abrirse. Para mantenerlas cerradas y para que todo siguiera en su lugar, la tía Banu cogió el Sagrado Corán con cubierta nacarada que guardaba en un cajón de la mesilla. Abrió una página al azar y leyó: «Estoy más cerca de ti que tu propia yugular» (50:16).

– Alá -suspiró-. Estás más cerca de mí que mi propia yugular. Ayúdame con este dilema. Dame la paz del ignorante o dame la fuerza para soportar el conocimiento. Te doy las gracias sea cual sea tu opción, pero por favor no me dejes sin fuerzas y con conocimiento a la vez.

Con esta oración la tía Banu se levantó de la cama, se puso la bata y con rápidos y suaves pasos fue de puntillas al baño para prepararse para la oración de la mañana. Miró el reloj del aparador: las ocho menos cuarto. ¿Tanto tiempo se había pasado en la cama discutiendo con don Amargo, discutiendo con su conciencia? Se lavó deprisa la cara, las manos y los pies, volvió a la habitación con el vaporoso pañuelo de oración en la cabeza, tendió la pequeña alfombra y se dispuso a rezar.

Si la tía Banu había llegado tarde para poner la mesa del desayuno esa mañana, Armanoush sería una de las últimas en advertirlo. Había estado conectada a internet hasta muy tarde, luego por la mañana se quedó dormida y le habría gustado seguir durmiendo aún más. Se agitó, dio vueltas, se subió y bajó la manta sobre el pecho, haciendo todo lo posible por volver a dormirse. Por fin abrió un ojo pesado y vio a Asya en la mesa, leyendo un libro y oyendo música con los auriculares puestos.

– ¿Qué estás oyendo? -preguntó en voz alta.

– ¿Eh? -gritó Asya-. ¡A Johnny Cash!

– ¡Ah, claro! ¿Y qué lees?

– El hombre irracional: un estudio sobre la filosofía existencial -replicó la otra a voces.

– ¿No es eso también un poco irracional? ¿Cómo puedes oír música y concentrarte en la filosofía existencial al mismo tiempo?

– Cuadran perfectamente -aseguró Asya-. Tanto Johnny Cash como la filosofía existencial ahondan en el alma humana para verla por dentro y, al no gustarles lo que encuentran, la dejan abierta.

Antes de que Armanoush pudiera reflexionar sobre ello, alguien llamó a la puerta para que no perdieran el último tren del desayuno.

Encontraron la mesa puesta solo para las dos, pues todo el mundo había terminado ya. La abuela y Petite-Ma habían ido a ver a un pariente, la tía Cevriye al colegio, la tía Zeliha a su estudio de tatuaje y la tía Feride estaba en el baño tiñéndose el pelo de rojo. La única tía que quedaba en el salón parecía curiosamente malhumorada.

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