– ¿Qué pasa, te han dejado tirada tus yinn? -preguntó Asya.
La tía Banu, en lugar de contestar, se fue a la cocina. En las siguientes dos horas reorganizó los tarros de cereales que se alineaban en los estantes, barrió el suelo, hizo galletas de pasas y almendras, lavó las frutas de plástico del mostrador y frotó concienzudamente una mancha fosilizada de mostaza que había en la esquina de la cocina. Cuando por fin volvió al salón, se encontró a las chicas todavía en la mesa, burlándose de todas y cada una de las escenas de La maldición de la hiedra del enamoramiento, el culebrón más largo de la historia de la televisión turca. Sin embargo, en lugar de molestarse porque se rieran de algo que ella apreciaba, la tía Banu se sorprendió. Le sorprendió darse cuenta de que se le había olvidado por completo su programa favorito y se lo había perdido por primera vez en mucho tiempo. Hasta ese día, la única vez que había dejado de verlo había sido años atrás, durante su período de penitencia. E incluso entonces, que Alá la perdonara, había pensado en La maldición de la hiedra del enamoramiento, preguntándose qué estaría pasando mientras ella expiaba sus pecados. Pero ahora que no había razones para perdérselo, ¿cómo se le había podido pasar? ¿Tan preocupada estaba? ¿Era posible estar tan confusa y no advertirlo siquiera?
De pronto vio que las dos chicas la miraban y se sintió incómoda, quizá porque se dio cuenta también de que ahora que se había terminado el capítulo estarían buscando un nuevo blanco para sus burlas.
Pero Asya parecía tener otra cosa en la cabeza.
– Armanoush quería pedirte si podías echarle las cartas.
– ¿Por qué quiere que le eche las cartas? -replicó la tía Banu-. Dile que es una joven muy guapa e inteligente con un brillante futuro. Solo los que no tienen futuro necesitan saberlo.
– Pues entonces léele unas avellanas tostadas -insistió Asya, saltándose la traducción.
– Eso ya no lo hago -contestó la tía Banu, contrita-. Al final resultó que no era tan buen método.
– Verás, es que mi tía es una vidente muy positivista. Mide científicamente el margen de error en cada adivinación -le contó Asya a Armanoush en inglés, pero luego volvió a asumir un tono serio en turco-. Bueno, pues entonces léenos los posos de café.
– Ah, eso ya es otra cosa -convino la tía Banu, incapaz de negarse a una taza de café-. Eso sí que puedo leerlo en cualquier momento.
El café de Armanoush no tenía azúcar y el de Asya tenía de sobra, aunque esta no quería que le leyeran los posos. Lo que buscaba era la cafeína, no su destino. Cuando Armanoush terminó el café, la tía Banu puso el plato encima y movió la taza formando tres círculos horizontales. Luego la volcó sobre el platillo dejando que los posos bajaran lentamente para formar dibujos. Al cabo de unos veinte minutos, cuando el fondo de la taza se había enfriado, le dio la vuelta y comenzó a hacer su lectura moviendo la vista en el sentido de las manecillas del reloj.
– Veo a una mujer muy preocupada.
– Será mi madre -suspiró Armanoush.
– Está agobiada. Piensa todo el tiempo en ti, te quiere mucho, pero su alma está inquieta. Luego hay una ciudad con puentes rojos. Hay agua, el mar, viento y… niebla. Ahí veo una familia, muchas cabezas. Mirad, mucha gente, mucho amor, mucha comida también…
Armanoush asintió, algo avergonzada de que desvelaran así su entorno.
– Luego… -La tía Banu se saltó las malas noticias asentadas en el fondo: flores que pronto se esparcirían sobre una tumba, muy, muy lejos. Giró la taza entre sus dedos regordetes. Siguió hablando en voz más alta de lo que pretendía, y todas se sobresaltaron-. ¡Ah! Hay un joven a quien le importas mucho. Pero ¿por qué está tras un velo? Bueno, es algo que parece un velo.
A Armanoush le dio un vuelco el corazón.
– ¿Podría ser una pantalla de ordenador? -preguntó Asya con picardía, justo cuando Sultán Quinto le saltaba al regazo.
– No veo ordenadores en los posos de café -objetó la tía Banu. No le gustaba incorporar la tecnología a su universo parapsicológico.
Guardó un silencio solemne, giró el plato unos centímetros y se quedó inmóvil. Ahora parecía inquieta.
– Veo a una chica de tu edad. Tiene el pelo rizado, negro, muy negro… un pecho abundante…
– Gracias, tía, ya capto el mensaje -rió Asya-. Pero no tienes que meter a tu familia en todas las tazas que lees, eso se llama nepotismo.
La tía Banu parpadeó, impasible.
– Hay una cuerda, una cuerda fuerte y gruesa con un nudo en el extremo, como un lazo. Vosotras dos vais a estar unidas con un fuerte lazo… Veo un vínculo espiritual…
Para decepción de las chicas, la tía Banu no dijo nada más. Dejó la taza en el plato y la llenó de agua, para que los dibujos se desvanecieran antes de que ninguna otra persona, con buenas o malas intenciones, pudiera echar un vistazo. Eso era lo bueno de leer los posos del café: que a diferencia del destino escrito por Alá, aquellos dibujos se podían borrar.
Cogieron el transbordador camino del Café Kundera para que Armanoush pudiera ver la ciudad en toda su grandeza y esplendor. Como el transbordador mismo, los pasajeros tenían un aire de lasitud, que quedó rápidamente barrido por un súbito viento en cuanto el barco entró en el mar azul. El rumor de la multitud se amplificó durante un largo minuto para luego desvanecerse en un monótono zumbido que acompañaba otros ruidos: el estruendo del motor fueraborda, el chapaleo de las olas y los chillidos de las gaviotas. Armanoush advirtió encantada que las perezosas gaviotas de la orilla los acompañaban. Casi todo el mundo les echaba trozos de simit; esa rosquilla de pan con sésamo era una golosina que las aves carnívoras encontraban irresistible.
En el banco que tenían enfrente iban una mujer corpulenta ataviada con ropa clásica y su hijo adolescente, uno junto al otro y a un mundo de distancia. Por la cara de la mujer Armanoush supo que no le entusiasmaba el transporte público, que despreciaba a las masas y, de haber podido, habría tirado al mar a todos los pasajeros mal vestidos. Oculto tras unas gafas de gruesa montura, el hijo parecía algo avergonzado de la altanería de su madre. Eran como personajes de Flannery O'Connor, pensó Armanoush.
– Cuéntame más cosas de ese tal Barón -pidió de pronto Asya-. ¿Cómo es? ¿Qué edad tiene?
Armanoush se sonrojó. Bajo la vívida luz del sol de invierno, que brillaba entre las densas nubes, su rostro era el de una joven enamorada.
– No lo sé, no lo conozco en persona. Nos comunicamos por internet. Pero admiro su inteligencia y su pasión, supongo.
– ¿Y no quieres conocerlo algún día?
– Pues sí y no -confesó Armanoush. Partió un trozo del simit que había comprado en el pequeño y atestado bar del barco y se inclinó sobre la borda, esperando que se acercara una gaviota.
– No tienes que esperar a que vengan -sonrió Asya-. Tú tira el trozo al aire y una gaviota lo cogerá al instante.
Armanoush obedeció y de pronto apareció una gaviota y se tragó la golosina.
– Me muero por saber más cosas de él, pero en el fondo no quiero conocerlo nunca. Cuando sales con alguien se acaba la magia, y no podría soportar que pasara eso con él. Es demasiado importante para mí. La pareja y el sexo son ya otra historia, bastante espinosa.
Entraban en la pantanosa zona de los tabúes. Una buena señal que indicaba que se estaban haciendo amigas.
– ¡Magia! -exclamó Asya-. ¿Y quién necesita la magia? Las historias de Laila y Majnun. Yusuf y Zulaika, la Polilla y la Vela o el Ruiseñor y la Rosa… Maneras de amarse en la distancia, aparearse sin tocarse siquiera. ¡El amor platónico! La escala del amor por la que se supone que hay que subir cada vez más alto, hasta el éxtasis del yo y el otro. Platón considera que cualquier contacto físico es corrupto e innoble porque cree que el verdadero objetivo de Eros es la belleza. ¿Y no hay belleza en el sexo? Pues según Platón, no. Él va tras «objetivos más sublimes». Pero entre tú y yo, me parece que el problema de Platón, como el de tantos otros, es que nunca echó un buen polvo.