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Armanoush miró pasmada a su amiga.

– Pensaba que te gustaba la filosofía… -balbuceó, sin saber muy bien por qué lo decía.

– Admiro la filosofía -concedió Asya-. Pero eso no significa que tenga que estar de acuerdo con los filósofos.

– O sea, que por lo visto no te entusiasma el amor platónico, ¿no?

Ese sí era un dato que Asya prefería reservarse, no porque no pudiera contestar la pregunta, sino porque temía las implicaciones de la respuesta. No quería intimidar a Armanoush, tan cortés y educada. ¿Cómo demonios explicarle que, aunque solo tenía diecinueve años, había conocido las manos de muchos hombres y no sentía por ello la más mínima culpa? Además, ¿cómo decir la verdad sin dar a una extranjera una impresión equivocada sobre «la castidad de las chicas turcas»?

Aquella especie de «responsabilidad nacional» era totalmente ajena a Asya Kazancı. Nunca se había sentido parte de una colectividad, y no tenía ninguna intención de hacerlo, ni ahora ni en el futuro. Aun así, ahí estaba, interpretando como mejor sabía el papel, alguien que de la noche a la mañana se había hecho patriota. ¿Podría abandonar esa identidad nacional para volver a la suya propia, auténtica y pecadora? ¿Podía decirle a Armanoush que estaba absolutamente convencida de que solo cuando te has acostado con un hombre puedes estar segura de que es la persona apropiada para ti? ¿Que solo en la cama salían a la superficie los complejos más hondos e inescrutables, y que por mucho que la gente pensara, el sexo era de hecho algo más sensual que físico? ¿Cómo podía confesar que había tenido muchas relaciones, demasiadas, como si quisiera vengarse de los hombres, y que todavía no sabía de qué iba a vengarse? Había tenido muchos amantes, a veces simultáneos, aventuras polígamas que siempre habían acabado en sufrimiento, y había acumulado así un montón de secretos cuidadosamente apartados de las paredes de la casa Kazancı. ¿La entendería Armanoush sin juzgarla? ¿Podría de verdad ver su alma desde las alturas de aquella torre estéril donde vivía?

¿Podría Asya confesar que una vez intentó suicidarse? Una desagradable experiencia de la que extrajo dos lecciones básicas: que tomarse las pastillas de la chiflada de su tía no es la mejor manera de matarse y que si te quieres suicidar más te vale tener a mano una razón por si sobrevives, puesto que la única pregunta que oirás en todas partes será: «¿Por qué?». ¿Podría admitir que jamás había sido capaz de encontrar la respuesta a esa pregunta? Solo recordaba que era demasiado joven, demasiado alocada, demasiado furiosa, demasiado intensa para el universo donde vivía. ¿Tendría todo eso algún sentido para Armanoush? ¿Podría entonces revelar que hacía poco había avanzado un poco hacia la estabilidad y la tranquilidad, puesto que ahora tenía una relación monógama, aunque con un hombre casado que le doblaba la edad, al que veía de vez en cuando para compartir sexo y algún porro y refugiarse de la soledad? ¿Cómo podía contarle a Armanoush que, en realidad, era más bien un desastre?

Así que, en lugar de contestar, Asya sacó un walkman de la mochila y pidió permiso para oír una canción, solo una canción. Una dosis de Cash era justo lo que necesitaba. Ofreció uno de los auriculares a Armanoush, que lo aceptó con recelo y preguntó:

– ¿Qué canción de Johnny Cash vamos a escuchar?

– «Dirty Old Egg-Suckin' Dog».

– ¿Así se llama la canción? No la conozco.

– Sí -contestó Asya muy seria-. Escucha…

Primero un apático preludio, luego melodías country fusionadas con los chillidos de las gaviotas y las voces turcas de fondo.

Armanoush estaba demasiado aturdida por el contraste entre la letra y el entorno para disfrutar del tema. Se le ocurrió que la canción era como Asya: llena de contradicciones y genio, y en absoluta falta de armonía con el medio; sensible, reactiva y a punto de explotar en cualquier momento. Se reclinó en el asiento. El murmullo de fondo disminuyó hasta convertirse en un tedioso zumbido, los trozos de simit desaparecían en el aire, en la brisa flotaba un toque de encantamiento, el transbordador se deslizaba suavemente y los fantasmas de todos los peces del pasado nadaban con él, en aquel mar de un denso y viscoso azul.

Cuando terminó la canción ya habían llegado a puerto. Algunos pasajeros saltaron antes de que el barco atracara. Armanoush contempló aquellas acrobacias sorprendida por los muchos talentos que los estambulíes habían desarrollado para adaptarse al ritmo de la ciudad.

Quince minutos después la destartalada puerta de madera del Café Kundera se abrió con un estridente tintineo y entraron Asya Kazancı, con un vestido hippy malva, y su invitada, con unos vaqueros y un suéter sencillo. El grupo habitual estaba en el lugar habitual con su actitud habitual.

– ¡Hola a todos! -exclamó Asya-. Esta es Amy, una amiga de América.

– ¡Hola, Amy! -saludaron al unísono-. ¡Bienvenida a Estambul!

– ¿Es la primera vez que vienes? -preguntó alguien.

Luego los demás empezaron el interrogatorio:

– ¿Te gusta la ciudad?

– ¿Te gusta la comida?

– ¿Hasta cuándo te quedas?

– ¿Piensas volver?

A pesar de la calurosa bienvenida, todos recuperaron rápidamente su característica postura de absoluta languidez, puesto que no había nada que pudiera perturbar el pausado ritmo del Café Kundera. Quienes necesitaran velocidad y variación harían bien en marcharse, porque eso abundaba en la calle. En aquel lugar eran obligatorias la indolencia y la eterna recurrencia, las fijaciones, repeticiones y obsesiones. Aquel lugar era para los que no querían tener nada que ver con una visión global de las cosas, si es que eso existía.

Durante las breves pausas entre preguntas, Armanoush observó el lugar y a la gente, intuyendo a qué se debía el nombre del bar. La constante tensión entre la vulgar realidad y la traicionera fantasía, la noción de la «gente de fuera» contra «nosotros los de dentro», la onírica cualidad del lugar y, por último, la sombría expresión de las caras, como si estuvieran cavilando qué opción tomar: llevar el peso de alborotados idilios o tornarse medio reales con la levedad del ser… todo evocaba una escena de una novela de Kundera. Sin embargo, ellos ni podían ni querían saberlo. Estaban demasiado involucrados, eran parte del asunto, como el pez que no puede jamás comprender la inmensidad del mar que habita desde la borrosa lente de las aguas que lo rodean.

La semejanza del bar con una escena de Kundera no hizo sino aumentar el interés de Armanoush. Advirtió muchas otras cosas; por ejemplo, que todos los del grupo hablaban inglés, aunque con acento y faltas gramaticales. En general no parecían tener problemas para pasar del turco al inglés. Al principio atribuyó esta facilidad a su confianza en sí mismos, pero al final de la tarde ya sospechaba que el factor primordial no era su confianza con el inglés, sino su falta de confianza con cualquier idioma. Hablaban y se comportaban como si por mucho que dijeran, no importaba cómo, no pudieran de verdad expresar del todo su ser más íntimo, como si a la postre el idioma no fuese más que un cadáver apestoso de palabras huecas podridas por dentro.

Armanoush advirtió también que la inmensa mayoría de las imágenes de carreteras colgadas en las paredes mostraba países occidentales o lugares exóticos. Muy pocas hacían referencia a algo intermedio. No sabía cómo interpretar esta observación. Tal vez allí el vuelo de la imaginación oscilara entre trasladarse a Occidente o huir a una lejana tierra exótica.

Entró en el bar un vendedor callejero moreno y delgado, casi ocultándose de los camareros para que no lo echaran. Llevaba una enorme bandeja de almendras amarillas, sin pelar, sobre cubitos de hielo.

– ¡Almendras! -exclamó, como si fuera el nombre de alguien a quien buscara desesperadamente.

– ¡Aquí! -llamó el Dibujante Dipsómano, como respondiendo al nombre.

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