Las almendras combinaban a la perfección con la cerveza que bebía en ese momento. A estas alturas ya había abandonado Alcohólicos Anónimos, no tanto por una cuestión de adicción como de sinceridad. No le parecía sincero declararse alcohólico cuando no lo era. Así pues había decidido convertirse en su propio supervisor. Hoy, por ejemplo, solo bebería tres cervezas. Ya había tomado una y le quedaban dos. Luego pararía. Sí, aseguró a todos, era capaz de imponerse esta disciplina sin la patética guía profesional de nadie. Con esta decisión en mente, compró cuatro cucharones de almendras y las apiló en el centro de la mesa para que todos pudieran alcanzarlas.
Mientras tanto Armanoush no dejaba de pensar. Miró al camarero, un tipo flaco con pinta de estar perdido, que tomaba el pedido de todos, y le sorprendió un poco ver a tanta gente bebiendo. Recordó la generalización que había hecho la noche pasada sobre los musulmanes y el alcohol. ¿Debería hablarles a sus amigos del Café Constantinopolis sobre la afición de los turcos al alcohol? ¿Hasta qué punto debería revelarles todo lo que estaba sucediendo?
Unos minutos después volvió el camarero con una jarra grande de espumosa cerveza para el Dibujante Dipsómano y una jarra de tinto seco para todos los demás. Mientras el hombre servía el oscuro líquido escarlata en las elegantes copas, Armanoush aprovechó para observar a la gente de la mesa. Imaginó que la mujer tan tensa sentada junto al hombre corpulento de la nariz bulbosa sería su mujer. Sentada a su lado pero a kilómetros de distancia. Examinó uno por uno a la mujer del Dibujante Dipsómano, al Dibujante Dipsómano, al Columnista Gay en el Armario, al Poeta Excepcionalmente Malo, al Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas y… no pudo evitar detenerse algo más en la joven morenita y sexy sentada frente a ella, que no parecía parte del grupo sino más bien y en todo caso torpemente anexionada a él. Era sin lugar a dudas una adicta al móvil. No dejaba de jugar con su reluciente teléfono rosa, abriéndolo sin razón aparente, pulsando un botón u otro, enviando o recibiendo mensajes, absorta en el pequeño artilugio. De vez en cuando se inclinaba sobre el hombre barbudo que tenía al lado para besuquearle la oreja. Era evidente que se trataba de la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas.
– Ayer me hice un tatuaje.
La frase estaba tan fuera de contexto que Armanoush no supo al principio si iba dirigida a alguien, y mucho menos a ella. Pero por puro aburrimiento o en un intento de congraciarse con la otra reciente incorporación al grupo, la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas hablaba con ella.
– ¿Quieres verlo?
Era una orquídea silvestre, más roja que un demonio, enroscada en torno a su ombligo.
– Genial -comentó Armanoush. La mujer sonrió complacida.
– Gracias -dijo mientras se limpiaba los labios dándose golpecitos con la servilleta, aunque no había comido nada.
Asya también la había estado observando, aunque con una mirada mucho más crítica. Como siempre, al conocer a una nueva fémina solo tenía dos opciones: esperar a ver cuándo empezaría a odiarla o tomar un atajo y odiarla de inmediato. Escogió esto último.
Se reclinó en la silla y cogió la copa entre el pulgar y el índice, observando el líquido rojo. Ni siquiera al empezar a hablar apartó la vista del vino.
– De hecho, si recordamos lo antigua que es la práctica de los tatuajes… -Pero no terminó la frase, sino que empezó otra-: Al principio de los años noventa unos exploradores encontraron un cuerpo muy bien conservado en los Alpes italianos. Tenía más de cinco mil años, y cincuenta y siete tatuajes en el cuerpo. ¡Los tatuajes más viejos del mundo!
– ¿De verdad? -preguntó Armanoush-. ¿Y qué tatuajes se hacían entonces?
– A menudo se tatuaban animales, los tótems… seguramente burros, ciervos, búhos, carneros… y serpientes, claro. Fijo que había mucha demanda de serpientes.
– ¡Vaya, más de cinco mil años! -exclamó la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas.
– ¡Pero seguro que no tenía ningún tatuaje en el ombligo! -la arrulló él. Y los dos se echaron a reír, luego se besaron y se hicieron unos mimos.
– A veces relacionamos los tatuajes con la originalidad, la inventiva e incluso lo moderno. Pero, de hecho, los tatuajes alrededor del ombligo son una de las costumbres más antiguas de la humanidad. Te recuerdo que a finales del siglo XIX un grupo de arqueólogos occidentales descubrió el cuerpo momificado de una princesa egipcia. Se llamaba Amunet. ¿Y sabes qué? Tenía un tatuaje. ¿Y sabes dónde? -Asya se volvió directamente hacia el guionista para mirarle a los ojos-. ¡En el ombligo!
El guionista parpadeó, confuso ante tanta información. Su nueva novia también parecía impresionada.
– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó.
– Su madre tiene un estudio de tatuaje -terció el Dibujante Dipsómano sin apartar la mirada de Asya. Se hundió en su silla, resistiendo el impulso de besar sus furiosos labios, resistiendo el impulso de pedir otra cerveza, resistiendo el impulso de dejar de hacerse pasar por el hombre que no era.
Asya mientras tanto, con un humor muy diferente, se disponía a lanzar otro ataque contra la chica nueva. Se inclinó hacia delante con expresión dura.
– Además, los tatuajes pueden ser muy peligrosos.
Esperó unos segundos a que asimilara bien la noción de peligro.
– Hay que desinfectar muy bien los instrumentos, pero la verdad es que nunca se puede estar seguro al cien por cien de que se ha eliminado el riesgo de contagio, que desde luego es un tema muy grave puesto que la técnica más común de tatuar consiste en inyectar tinta en la piel mediante agujas…
Pronunció la palabra «agujas» en tono tan amenazador que todos notaron un escalofrío. Solo el Dibujante Dipsómano la observaba con un brillo travieso en los ojos, disfrutando del espectáculo.
– La aguja entra y sale de la piel a un ritmo aproximado de tres mil veces por minuto -prosiguió Asya. Se puso a meter y sacar un cigarrillo del paquete como ilustrando la técnica, hasta que finalmente lo encendió. Su interlocutora intentó sonreír ante aquel gesto tan abiertamente sexual, pero la mirada de Asya le truncó la sonrisa.
– Entre las muchas enfermedades que se pueden contraer en un estudio de tatuaje están la infección de la sangre y la hepatitis. El tatuador cada vez tiene que abrir un nuevo paquete estéril de agujas y lavarse las manos con agua caliente y jabón, y encima utilizar desinfectantes y llevar guantes de látex… Teóricamente, claro. Porque, vamos, ¿quién se molesta con tanto preparativo?
– Pues el mío hizo todo eso. Las agujas eran nuevas y tenía las manos limpias -aseguró en turco la nueva novia, con cierto pánico en la voz.
Pero Asya no cedió y prosiguió en inglés.
– Sí, ya. Por desgracia con eso no basta. ¿Y la tinta? ¿Sabías que no solo hay que usar agujas nuevas, sino también tinta nueva? Hay que usar tinta nueva en cada sesión y con cada cliente.
– La tinta… -Ahora la chica parecía preocupada de verdad.
– ¡Justo, la tinta! -decretó Asya-. Después de un tatuaje pueden surgir muchas infecciones solo por la tinta. Una de las más comunes es la del Staphylococcus aureus, que por desgracia -arrugó la frente- se sabe que provoca un daño cardíaco serio.
Aunque intentó no perder la calma aparente, al oír esto la chica palideció. En ese momento sonó su móvil, pero ni se molestó en mirarlo.
– ¿Has consultado a un médico antes de hacerte el tatuaje? -preguntó Asya con una expresión preocupada que esperaba resultara persuasiva.
– Pues no -contestó la chica. Ahora estaba muy seria, con nuevas arrugas en torno a los labios y los ojos.
– ¿Ah, no? Bueno, da igual, no te preocupes. -Asya alzó las manos-. Es casi seguro que no te va a pasar nada.