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No era del todo cierto. Lo de que la hubieran matado tal vez, pero no que no hubiera hombres en la familia. Los había. En alguna parte. Pero lo cierto es que en la familia Kazancı había muchas más mujeres que hombres. Como si todo el linaje sufriera una maldición, generación tras generación los hombres Kazancı habían muerto jóvenes y de forma inesperada. Riza Selim Kazancı, por ejemplo, el marido de Petite-Ma, cayó muerto de repente a los sesenta, dejó de respirar, sencillamente. Luego, en la siguiente generación, Levent Kazancı se fue al otro barrio de un ataque al corazón antes de cumplir los cincuenta y uno, siguiendo el ejemplo de su padre y del padre de su padre. Parecía que la esperanza de vida de los hombres de la familia se acortaba a cada generación.

Había un tío abuelo que se fugó con una prostituta rusa que luego le robó todo el dinero y lo dejó morir congelado en San Petersburgo; a otro pariente lo atropelló un coche cuando cruzaba la autopista borracho perdido; varios sobrinos habían muerto entre los veinte y los treinta años, uno de ellos ahogado cuando nadaba bebido bajo la luna llena, otro de un balazo en el pecho, disparado por un ultra que celebraba que su equipo había ganado la liga, y un tercero se cayó en una zanja de dos metros que había cavado el ayuntamiento para reparar las alcantarillas de la calle. Luego había un primo segundo, Ziya, que se suicidó pegándose un tiro, sin ninguna razón aparente.

Una generación tras otra, como cumpliendo una regla no escrita, los hombres de la familia Kazancı morían jóvenes. La máxima edad a la que habían llegado en la actual generación era cuarenta y un años. Decidido a no repetir el mismo patrón, un tío abuelo tercero puso exquisito cuidado en llevar una vida sana, evitando estrictamente abusar de la comida, el sexo con prostitutas, cualquier contacto con los aficionados al fútbol, el alcohol y otras drogas, y terminó aplastado por un bloque de cemento que cayó de una obra junto a la que pasaba. Luego estaba Celal, un primo lejano, que, para Cevriye, fue el amor de su vida y el marido que perdió en una pelea. Por razones aún poco claras, a Celal le condenaron a dos años de prisión acusado de soborno. Durante ese tiempo su presencia en la familia quedó limitada a las poco frecuentes cartas que enviaba desde la cárcel, tan vagas y distantes que cuando llegó la noticia de su muerte, para todos menos para su mujer fue como perder un tercer brazo, algo que nunca se ha tenido. Dejó este mundo en una pelea, no debido a un puñetazo ni a una herida, sino por haber pisado un cable eléctrico de alto voltaje al intentar buscar mejor sitio para observar a los dos prisioneros que se estaban pegando. Después de perder el amor de su vida, Cevriye vendió la casa y volvió al domicilio Kazancı como una seria profesora de historia con un espartano sentido de la disciplina y el autocontrol. De la misma forma que había declarado la guerra contra los alumnos que copiaban en el colegio, inició una cruzada contra la impulsividad, el desorden y la espontaneidad en la casa.

Luego estaba Sabahattin, el marido de Banu, un hombre muy retraído, de corazón tierno y buen fondo. Aunque no era pariente de sangre y parecía excepcionalmente saludable y vigoroso. Ambos seguían casados según los papeles pero, aparte de un breve período después de la luna de miel, Banu había pasado más tiempo en el konak de la familia que en casa con su marido. Tan conspicua era su lejanía física que cuando Banu anunció que estaba esperando gemelos, todo el mundo bromeó sobre la imposibilidad técnica del embarazo. Pero el terrible destino de los hombres Kazancı alcanzó a los gemelos a muy temprana edad. Después de perder a los niños cuando apenas tenían un año, Banu se trasladó permanentemente a la casa familiar. De vez en cuando iba a echarle un vistazo a su marido, pero más como una vecina atenta que como una amante esposa.

Luego, por supuesto, estaba Mustafa, el único hijo de la actual generación, una piedra preciosa concedida por Alá entre las cuatro hijas. Dada la obsesión de Levent Kazancı por tener un hijo que llevara su nombre, las cuatro hermanas Kazancı crecieron sintiéndose visitas indeseables. Primero llegaron tres niñas: Banu, Cevriye y Feride, todas ellas con la sensación de ser una introducción al hijo verdadero, un preludio accidental en la vida sexual de sus padres, tan decididos a tener un hijo varón. En cuanto a la quinta hija, Zeliha, sabía que había sido concebida con la esperanza de que la fortuna fuera generosa dos veces seguidas. Después de tener por fin un hijo, sus padres habían querido ver si tenían la suerte de concebir otro.

Mustafa fue adorado desde el día en que nació. Se había tomado una serie de medidas para protegerlo del sombrío destino que aguardaba a todos los hombres de la genealogía. De niño lo envolvían en cuentas y amuletos contra el mal de ojo; cuando empezó a gatear lo mantenían bajo constante vigilancia y hasta los ocho años le dejaron el pelo largo como una niña para engañar a Azrail, el ángel de la muerte. Cuando se dirigían a él le llamaban «niña». «Niña -decían-. ¡Niña, ven aquí!» Aunque fue un buen estudiante, su vida en el instituto se vio ensombrecida por su incapacidad de relacionarse socialmente. Un rey en su casa, el niño parecía negarse a ser uno entre muchos en la clase. Llegó a hacerse tan impopular que cuando Gülsüm quiso dar una fiesta para celebrar la graduación de su hijo, Mustafa no tenía a nadie a quien invitar.

Tan arrogantemente antisocial en la calle, tan indiscutiblemente adorado en casa y, con el paso de cada cumpleaños, tan peligrosamente cerca de la maldición que sufrían todos los hombres Kazancı, al cabo de un tiempo pareció una buena idea enviarlo al extranjero. En un mes se vendieron las joyas de Petite-Ma para obtener el dinero necesario, y el hijo de la familia Kazancı dejó Estambul a los dieciocho años para estudiar ingeniería agrícola y biosistemas en Arizona, donde esperaban que sobreviviera hasta la vejez.

De ahí que aquel primer viernes de julio, cuando Gülsüm amonestaba a Zeliha y la exhortaba a agradecer la falta de hombres en la familia, hubiera algo de verdad en sus palabras. Zeliha, en lugar de responder, se fue a la cocina para dar de comer al único macho de la casa: un gato atigrado con un hambre insaciable, una insólita afición al agua y una multitud de síntomas de estrés social, que en el mejor de los casos podía interpretarse como independencia, y en el peor, como neurosis. Se llamaba Pachá Tercero.

En el konak Kazancı se habían ido sucediendo las generaciones de gatos, como las de seres humanos; todos habían sido queridos y, a diferencia de los seres humanos, habían muerto de viejos sin excepción. Aunque cada gato mantuvo su personalidad, en general en el linaje de los felinos de la casa competían dos genes. Por un lado estaba el gen «noble», proveniente de una gata persa de largo pelo blanco y morro achatado, que Petite-Ma llevó con ella cuando era una joven recién casada, al final de la década de 1920 (las mujeres del barrio se burlaban diciendo que el gato debía de ser su única dote). Por otro lado estaba el gen «callejero», proveniente de un gato desconocido, aunque supuestamente pardo rojizo, con el que la persa blanca había logrado copular en una de sus escapadas. Y, en cada generación, como si se fueran turnando, prevalecía uno de los dos rasgos genéticos en los habitantes felinos de la casa. Al cabo de un tiempo los Kazancı dejaron de molestarse en buscar nombres alternativos y se limitaron a seguir la genealogía felina. Si el gato parecía descendiente de la línea aristocrática, blanca y esponjosa y de morro achatado, lo llamaban sucesivamente Pachá Primero, Pachá Segundo, Pachá Tercero… Si provenía del linaje del gato callejero, lo llamaban Sultán, un grado superior que plasmaba la creencia de que los gatos callejeros eran espíritus libres que no necesitaban adular a nadie.

Hasta aquel entonces, sin excepción, la distinción nominal se había visto reflejada en las personalidades de los gatos de la casa. Los nobles resultaron ser de esa clase de gatos distantes, exigentes y sosegados, que se lamen constantemente para eliminar cualquier indicio de contacto humano cada vez que alguien los acaricia; los del segundo tipo eran más curiosos y activos, y se deleitaban en extraños lujos, como comer chocolate.

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