Casi era como si Estambul se hubiera convertido en una feliz metrópolis, romántica y pintoresca, como París, pensó Zeliha, aunque ella nunca había estado en París. Una gaviota pasó cerca chillando un mensaje en clave que estuvo a punto de descifrar. Durante un instante Zeliha creyó estar en el mismísimo umbral de un nuevo comienzo.
– ¿Por qué no me has dejado hacerlo, Alá? -se oyó mascullar.
Pero en cuanto las palabras salieron de su boca, se disculpó despavorida ante la atea que había en ella.
«Perdóname, perdóname, perdóname.»
Bajo el arco iris, Zeliha recorrió cojeando el largo camino hasta su casa, con el juego de té y el tacón roto en la mano, menos abatida de lo que se había sentido las últimas semanas.
De manera que aquel primer viernes de julio, en torno a las ocho de la tarde, Zeliha llegó a casa, al konak otomano de altos techos, ligeramente decrépito, que parecía fuera de lugar entre los edificios que lo flanqueaban, modernos bloques de apartamentos cinco veces más altos. Subió la empinada escalera curva y encontró a todas las féminas Kazancı reunidas arriba en torno a la amplia mesa, cenando, pues no habían visto razón alguna, obviamente, para esperarla.
– ¡Hola, desconocida! -exclamó Banu, alzando el cuello por encima de un crujiente muslo de pollo al horno-. Ven a compartir la cena. El profeta Mahoma nos dice que tenemos que compartir la comida con los desconocidos.
Tenía los labios y las mejillas brillantes, como si se hubiera dedicado un tiempo a untarse la grasa del pollo por toda la cara, incluidos los relucientes ojos de cierva. Doce años mayor y quince kilos más gorda que Zeliha, más bien parecía su madre que su hermana. Según Banu, tenía un extraño sistema digestivo que almacenaba todo lo que comía, lo cual resultaría más creíble si no hubiera añadido además que, aunque solo bebiera agua pura, su cuerpo la convertía también en grasa, y por lo tanto no se la podía hacer responsable de su peso ni se le podía pedir que se pusiera a dieta.
– ¿A que no sabes qué menú tenemos esta noche? -prosiguió alegremente, blandiendo un dedo ante Zeliha antes de coger un ala de pollo-. ¡Pimientos verdes rellenos!
– ¡Será mi día de suerte! -contestó Zeliha.
La comida parecía espléndidamente familiar. Además de un pollo enorme había sopa de yogur, karnıyarık, pilaki, kadın budu köfte del día anterior, turşu, çörek recién hecho, una jarra de ayran y, sí, pimientos verdes rellenos. Zeliha acercó una silla al instante, pues el hambre prevalecía sobre las pocas ganas que tenía de una cena en familia después de un día tan duro.
– ¿Dónde estaba usted, señorita? -gruñó su madre, Gülsüm, que podía haber sido Iván el Terrible en otra vida. Sacó pecho, alzó el mentón, frunció el entrecejo y luego volvió el contraído gesto hacia Zeliha, como si de este modo pudiera leer la mente de su hija pequeña.
Pues bien, allí estaban, Gülsüm y Zeliha, madre e hija, mirándose ceñudas, dispuestas a pelear pero reticentes a comenzar la pelea. Fue Zeliha la primera en apartar la mirada. Sabía perfectamente que sería un craso error demostrar su mal genio delante de su madre, así que hizo un esfuerzo por sonreír e intentó dar una respuesta, aunque indirecta.
– Había buenos descuentos en el bazar. He comprado un juego de té. ¡Los vasos son preciosos! Tienen estrellas doradas y cucharitas a juego.
– ¡Ay, es que se rompen tanto! -murmuró Cevriye, la segunda de las hermanas Kazancı, profesora de historia de Turquía en un instituto privado. Seguía siempre una dieta sana, comidas equilibradas, y se peinaba con un moño perfecto que se retorcía en la nuca sin dejar suelto ni un mechón de pelo.
– ¿Has estado en el bazar? ¿Y por qué no has traído canela en rama? Te dije esta mañana que íbamos a hacer arroz con leche y que no quedaba canela en casa.
Banu arrugó el ceño entre dos bocados de pan, pero este problema no le preocupó más de una fracción de segundo. Su teoría del pan, que ella gustaba de repetir con regularidad y poner en práctica continuamente, era que si no se comía la cantidad apropiada cada vez que una se sentaba a la mesa, el estómago no «sabría» que estaba lleno y por lo tanto pediría más comida. Para que el estómago comprendiera perfectamente su saciedad, había que comer decentes porciones de pan con todo. Y así Banu comía pan con patatas, pan con arroz, pan con pasta y pan con el börek, y cuando quería hacer llegar a su estómago un mensaje mucho más claro comía pan con pan. La cena sin pan era un pecado que Alá podía perdonar, pero Banu no.
Zeliha frunció los labios y guardó silencio; de pronto se acordó del destino de la canela en rama. Evitando la pregunta se sirvió un pimiento relleno. Siempre notaba a la primera cuál de sus hermanas había preparado los pimientos: Banu, Cevriye o Feride. Si eran de Banu, acababan rellenos de cosas que solo ella les ponía: cacahuetes, anacardos, almendras. Si eran de Feride, rebosaban tanto arroz que era imposible comérselos sin que se rompieran. Cuando a la tendencia a hinchar los pimientos le añadía el amor por los aderezos de toda clase, los dolma de Feride reventaban de hierbas y especias, y, dependiendo de la combinación, podían resultar excepcionales o sencillamente espantosos. Cuando era Cevriye quien cocinaba el plato resultaba siempre más dulce, porque ella añadía azúcar en polvo a cualquier cosa comestible, como para compensar la amargura del universo. Y hoy era justo ella la que había preparado los dolma.
– Estaba en el médico -murmuró Zeliha, quitando con cuidado la pálida piel verde del pimiento.
– ¡Médicos! -exclamó Feride con una mueca, alzando el tenedor como si fuera un puntero con el que señalaba una cordillera lejana en un mapa y el auditorio no fuera su propia familia, sino los estudiantes de una clase de geografía. Feride tenía un problema a la hora de mirar a los ojos. Se encontraba más cómoda hablando con los objetos, y por lo tanto dirigió sus palabras al plato de Zeliha-: ¿No has visto el periódico esta mañana? Operan de apendicitis a una niña de nueve años y se olvidan dentro unas tijeras. ¿Sabes cuántos médicos de este país deberían ir a la cárcel por negligencia?
Entre las mujeres Kazancı, Feride era la que más de cerca conocía los procedimientos médicos. En los últimos seis años le habían diagnosticado ocho enfermedades, a cuál más rara. Era imposible saber si los médicos no acababan de dar con el diagnóstico adecuado o si la misma Feride se esforzaba afanosamente por adquirir nuevas dolencias. Al cabo de un tiempo ya no importaba que se tratara de una cosa u otra. La cordura era la tierra prometida, el Shangri-La del que la habían deportado de adolescente y al que estaba decidida a volver algún día. Por el camino descansaba en diversas escalas de errático nombre y espantoso tratamiento.
Ya de pequeña tenía algo raro. Fue una alumna de lo más difícil y no mostró interés alguno en nada que no fueran las clases de geografía, y en las clases de geografía solo mostró interés por unos pocos temas, empezando con las capas de la atmósfera. Sus temas favoritos eran cómo el ozono se descomponía en la estratosfera, y la relación entre las corrientes de la superficie oceánica y los modelos atmosféricos. Lo aprendió todo sobre la circulación estratosférica de alta latitud, las características de la mesosfera, los vientos de los valles y las brisas marinas, los ciclos solares y las latitudes tropicales, y la forma y el tamaño de la Tierra. Y todo lo que memorizaba en el colegio lo soltaba luego en casa, salpimentando todas las conversaciones con información atmosférica. Siempre que desplegaba sus conocimientos de geografía, hablaba con un celo sin precedentes, flotando muy por encima de las nubes, saltando de una capa atmosférica a otra. Luego, un año después de graduarse, Feride comenzó a mostrar signos de excentricidad y desequilibrio.