«Perdóname», se disculpaba al instante, y luego lo repetía una y otra vez, porque cuando uno pedía perdón a Alá, tenía que hacerlo tres veces: «Perdóname, perdóname, perdóname».
Estaba mal y lo sabía. Alá no podía y no debía ser personificado.
Alá no tenía sangre, ni dedos, ya puestos. Había que evitar atribuirle cualidades humanas, lo cual no era nada fácil, puesto que cada uno de sus -o sea, de Sus- noventa y nueve nombres resultaban ser cualidades pertenecientes también a los hombres. Alá podía ver, pero no tenía ojos; lo oía todo, pero no tenía oídos; lo alcanzaba todo, pero no tenía manos. Con esta información, a los ocho años, Zeliha había llegado a la conclusión de que Alá podía parecerse a nosotros, pero nosotros no podíamos parecemos a él -o sea, a Él-, ¿o era al revés? En fin, el caso es que había que aprender a pensar en él -o sea, en Él- sin pensar en Él como en él.
Lo más probable es que nada de esto le hubiera importado tanto de no haber visto una tarde que Feride, su hermana mayor, también llevaba un vendaje ensangrentado en el dedo índice. Por lo visto la niña kurda también era su hermana de sangre. Zeliha se sintió traicionada. Solo entonces se dio cuenta de que lo que en realidad tenía en contra de Alá no era que él -o sea, Él- no tuviera sangre, sino más bien que tuviera tantas hermanas de sangre, tantas a las que atender que al final no atendía a ninguna.
El episodio de amistad no duró mucho después de aquello. El konak era tan grande y tan ruinoso, y su madre tan gruñona y tan tozuda, que la mujer de la limpieza se despidió al cabo de un tiempo, llevándose también a su hija. Tras quedarse sin su mejor amiga, cuya amistad además había sido bastante dudosa, Zeliha sintió un sutil resentimiento, pero no supo muy bien hacia quién: hacia la mujer de la limpieza por marcharse, hacia su madre por hacer que se fuera, hacia su mejor amiga por jugar a dos barajas, hacia su hermana mayor por robarle a su hermana de sangre, o hacia Alá. Puesto que los demás estaban totalmente fuera de su alcance, eligió a Alá como objeto de su rencor. Y después de sentirse una infiel a tan temprana edad, no vio razones para dejar de serlo ya de adulta.
Otra mezquita se unió a la llamada a la oración. Los rezos se multiplicaban en ecos, como círculos concéntricos. Curiosamente, en aquel preciso momento, allí, en la consulta del médico, se sintió preocupada por llegar tarde a cenar. Se preguntó qué habría en la mesa esa noche y cuál de sus tres hermanas habría cocinado. A cada una de sus hermanas se le daba bien una receta particular, así que dependiendo de la cocinera del día podía esperar un plato u otro. Le apetecían pimientos verdes rellenos, un plato especialmente delicado puesto que cada una de las hermanas lo hacía de manera muy distinta. Pimientos… verdes… rellenos… Su respiración se volvió más lenta cuando la araña empezó a descender. Aunque intentara fijar la vista en el techo, Zeliha tenía la sensación de que no ocupaba el mismo espacio que la gente de esa misma sala. Había entrado en el reino de Morfeo.
Era demasiado luminoso, casi brillante. Despacio y con cuidado atravesó un puente atestado de coches y peatones y pescadores inmóviles que sostenían cañas con gusanos retorciéndose en el anzuelo. Todos los adoquines que pisaba estaban sueltos a su paso y, pasmada, Zeliha veía que debajo no había más que el vacío. Pronto se dio cuenta horrorizada de que lo de abajo también estaba arriba, y que llovían adoquines del cielo azul. Cuando un adoquín caía del cielo, otro se soltaba en el pavimento. Sobre el cielo y bajo la tierra había lo mismo: NA-DA.
Los adoquines seguían lloviendo agrandando más y más la cavidad del suelo. Zeliha sintió pánico de que el voraz abismo la tragara.
– ¡Basta! -gritó, mientras las piedras seguían rodando bajo sus pies-. ¡Basta! -ordenó a los vehículos que se precipitaban hacia ella y la atropellaban-. ¡Basta! -suplicó a los viandantes que la apartaban a empujones.
– ¡Basta, por favor!
Cuando se despertó estaba sola en una sala desconocida. Sentía náuseas. Cómo demonios había llegado hasta allí era un misterio que no tenía ningunas ganas de resolver. No sentía nada, ni dolor ni pena. Así que, concluyó, al final la indiferencia debió de ganar la carrera. No solo ella, también sus sentidos habían sufrido un aborto en aquella mesa blanca inmaculada de la otra sala. Tal vez todo aquello tendría un lado positivo. Tal vez ahora podría ir a pescar y conseguir por fin mantenerse inmóvil durante horas y horas sin exasperarse y sin sentir que se quedaba atrás, como si la vida fuera una liebre rápida que ella solo pudiera observar desde lejos sin alcanzarla jamás.
– ¡Ah, por fin se ha despertado! -La recepcionista estaba en la puerta con los brazos en jarras-. ¡Por Dios bendito! ¡Menudo susto! ¡Menudo susto nos ha dado! ¿Tiene idea de cómo gritaba? ¡Ha sido espantoso!
Zeliha se quedó tumbada sin pestañear.
– Los vecinos han debido de pensar que la estábamos matando o algo así. ¡Me extraña que no haya venido la policía, vamos!
«Pues no te extrañes. Estás hablando de la policía de Estambul, no de un aguerrido agente de una película americana», pensó Zeliha mientras por fin se permitía parpadear. Todavía no entendía muy bien por qué estaba tan alterada la recepcionista, pero no veía el propósito de alterarla todavía más, de manera que ofreció la primera excusa que le vino a la cabeza:
– A lo mejor he gritado porque me dolía…
Pero la excusa, por muy convincente que pudiera resultar, fue rechazada al instante.
– No es posible, señorita, porque el médico… no ha realizado la operación. ¡Ni siquiera la ha tocado!
– ¿Qué quiere decir…? -balbuceó Zeliha, menos preocupada por escuchar la respuesta que por comprender el peso de su propia pregunta-. Eso es… que no…
– Pues no. -La recepcionista suspiró, agarrándose la cabeza como si fuera a tener migraña-. El médico no podía hacer nada con los chillidos que estaba usted pegando. No se quedó usted dormida, en absoluto. Primero se puso a parlotear, y luego empezó a gritar y maldecir. No he visto nada igual en quince años. La morfina debió de tardar el doble de tiempo en hacerle efecto.
Zeliha sospechaba algo de exageración en estos comentarios, pero no tenía ganas de discutir. Tras dos horas en la consulta del ginecólogo ya se había dado cuenta de que allí los pacientes solo tenían que hablar cuando se lo pedían.
– Y cuando por fin se quedó dormida, era tan difícil creer que no volvería a gritar de nuevo que el médico consideró que era mejor esperar hasta que tuviera la mente despejada. «Si está segura de que quiere abortar», dijo, «podrá hacerlo después.» Así que la trajimos aquí y la dejamos dormir. ¡Y desde luego ha dormido!
– Me está diciendo que no he… -La palabra que tan osadamente había pronunciado delante de desconocidos esa misma tarde le parecía ahora impronunciable. Se tocó el vientre mientras sus ojos imploraban consuelo, si bien la recepcionista era la persona menos indicada del mundo para dárselo-. Así que la niña sigue ahí…
– Bueno, ¡todavía no sabe si es una niña! -declaró la recepcionista con tono práctico.
Pero Zeliha lo sabía. Sencillamente lo sabía.
Al salir a la calle, pese a la creciente oscuridad, tuvo la sensación de que era una hora temprana de la mañana. Había dejado de llover y la vida parecía hermosa, casi manejable. Aunque el tráfico todavía era un caos y las calles estaban enlodadas, el fresco olor tras la lluvia confería a toda la ciudad un aire sagrado. Aquí y allá los niños saltaban en los charcos, deleitándose en cometer pecados sin importancia. Si alguna vez ha habido un momento adecuado para pecar, tuvo que ser aquel fugaz instante; uno de esos raros momentos en los que parecía que Alá no solo nos vigila, sino que también se preocupa por nosotros; uno de esos momentos en que Su presencia se siente cercana.