– ¡Buenos días, Petite-Ma! -exclamó Asya, moviendo sus pies lavanda hacia la mesa, después de lavarse por fin la cara y los dientes. Se inclinó sobre la anciana para darle dos cariñosos besos.
Desde que era pequeña Asya tenía reservado un lugar especial en su corazón para Petite-Ma. La quería con locura. A diferencia de otros miembros de la familia, Petite-Ma siempre había sido capaz de querer sin asfixiar. Nunca atosigaba, ni criticaba, ni hería. Su instinto protector no era posesivo. De vez en cuando ponía en secreto granos de trigo santificados con oraciones en los bolsillos de Asya para librarla del mal de ojo. Aparte de su cruzada contra el mal de ojo, lo que mejor y más hacía era reírse, hasta el día en que su enfermedad empeoró. Antes Asya y ella se reían mucho juntas, Petite-Ma con largas retahílas de carcajadas melodiosas, Asya con súbitos estallidos profundos y resonantes. Ahora, a pesar de su honda preocupación por el bienestar de su bisabuela, Asya, cuya independencia se veía constantemente negada, respetaba el reino autónomo de la amnesia donde la anciana había entrado. Y cuanto más se alejaba Petite-Ma de ellos, más cercana la sentía Asya.
– Buenos días, mi pequeña bisnieta -contestó Petite-Ma, impresionando a todos con la claridad de su memoria.
– Finalmente la princesa gruñona está despierta -trinó la tía Feride sin mirarla, sentada con el mando a distancia en la mano.
Parecía jovial a pesar de su voz de arenga. Esa misma mañana se había teñido el pelo de rubio claro, casi ceniza. A esas alturas Asya sabía muy bien que un cambio radical de peinado era señal de un cambio radical de humor. Observó a la tía Feride en busca de rastros de locura, pero aparte de que parecía absorta en la televisión, fascinada con un cantante de pop terriblemente malo que daba brincos en un baile demasiado ridículo para ser real, Asya no notó nada.
– Tienes que arreglarte, que nuestra invitada viene hoy -informó la tía Banu mientras entraba en el salón con la bandeja de börek recién sacado del horno, visiblemente contenta con sus hidratos de carbono diarios-. Tenemos que dejar lista la casa antes de que llegue.
Asya se sirvió té del humeante samovar intentando apartar a Sultán Quinto del pequeño grifo.
– ¿Por qué estáis todas tan emocionadas con esa americana? -preguntó con tono aburrido. Bebió un sorbo de té, hizo una mueca y fue a coger el azúcar. Uno, dos… llenó el diminuto vaso con cuatro terrones.
– ¿Cómo que por qué estamos todas tan emocionadas? ¡Es una invitada! Viene desde el otro lado del globo.
La tía Feride estiró los brazos como un saludo nazi para indicar lo lejos que estaba el otro lado del globo. Este concepto agitó su voz, al aparecer en su mente el mapa global atmosférico y de corrientes oceánicas. La última vez que la tía Feride había visto un mapamundi de papel estaba en el instituto. Nadie sabía que se había aprendido de memoria hasta el más mínimo detalle del mapa, y hoy seguía grabado en su mente con la misma viveza que el primer día.
– Y lo más importante, es una invitada que nos manda tu tío -añadió la abuela Gülsüm, que mantenía tenazmente su reputación de haber sido Iván el Terrible en otra vida.
– ¿Mi tío? ¿Qué tío? ¿El que no he visto en mi vida? -Asya probó el té. Todavía estaba amargo. Echó otro terrón de azúcar-. ¡Venga, despertad de una vez! El hombre del que estáis hablando no ha venido a vernos ni una sola vez desde que pisó suelo americano. Lo único que hemos recibido de él para demostrar que sigue vivo es alguna que otra postal con paisajes de Arizona -declaró Asya con una expresión cargada de veneno-. Cactus bajo el sol, cactus al atardecer, cactus con flores púrpura, cactus con pájaros rojos… El tío ni se molesta en variar de estilo.
– También nos manda fotos de su mujer -añadió la tía Feride para ser justa.
– ¡Como si a mí me importaran esas fotos! Esposa gorda y rubia sonriendo ante su casa de adobe, donde, por cierto, jamás nos han invitado; esposa gorda y rubia sonriendo en el Gran Cañón; esposa gorda y rubia sonriendo con un sombrero mexicano gigantesco; esposa gorda y rubia sonriendo con un coyote muerto en el porche; esposa gorda y rubia sonriendo mientras hace tortitas en la cocina… ¿No estáis hasta las narices de que nos mande todos los meses las poses de esa perfecta desconocida? Y además, ¿por qué nos sonríe? ¡Si ni siquiera la conocemos, por Dios! -Asya se tomó el té de un trago, aunque estaba casi hirviendo.
– Los viajes son arriesgados. Las carreteras están llenas de peligro. Hay secuestros de aviones, accidentes de coche… hasta los trenes descarrilan. Ayer mismo murieron ocho personas en un accidente de coche en la costa del Egeo -informó la tía Feride. Incapaz de mirar a nadie a la cara, sus ojos trazaron círculos nerviosos en torno a la mesa hasta aterrizar en una aceituna negra que había en su plato.
Siempre que la tía Feride daba alguna truculenta noticia de la tercera página de la prensa sensacionalista turca, se producía un espinoso silencio. Esta vez no fue diferente. En la subsiguiente pausa la abuela Gülsüm hizo una mueca, disgustada de que menospreciaran así a su hijo. La tía Banu se estiró las puntas del velo. La tía Cevriye intentó acordarse de qué animal era el coyote; tras veinticuatro años trabajando de maestra era estupenda para dar respuestas y espantosa para hacer preguntas, y por tanto no se atrevía a preguntárselo a nadie. Petite-Ma dejó de mordisquear el sucuk de su plato. La tía Feride intentó recordar algún otro accidente sobre el que hubiera leído, pero en lugar de más noticias macabras recordó el sombrero azul que llevaba la mujer americana de Mustafa en una de las fotografías (ay, si pudiera encontrar algo parecido en Estambul lo llevaría día y noche). Mientras tanto nadie advirtió la súbita expresión angustiada de la tía Zeliha.
– ¡Tenemos que afrontar la realidad! -anunció Asya muy segura-. Lleváis un montón de años adorando al tío Mustafa como el único y precioso hijo de esta familia, y el caso es que en cuanto voló del nido se olvidó de vosotras. ¿No es evidente que le importa una mierda la familia? Entonces, ¿por qué tiene que importarnos él a nosotras?
– El chico está ocupado -interrumpió la abuela Gülsüm. Mustafa, el único hijo, era su favorito, por encima de cualquiera de sus hijas, que eran demasiadas-. No es fácil vivir en el extranjero. América está muy lejos.
– Sí, claro que está muy lejos, sobre todo si se tiene en cuenta que hay que atravesar a nado el océano Atlántico y a pie todo el continente europeo -replicó Asya, dando un mordisco al queso blanco para calmar la quemadura que se había hecho en la lengua con el té. Se sorprendió al comprobar que el queso era buenísimo, blando y salado, como a ella le gustaba. Le resultó difícil quejarse y disfrutar de la comida al mismo tiempo, de manera que se quedó callada y masticó nerviosa.
Aprovechando el instante de calma, la tía Banu se embarcó en una historia con moraleja, como solía hacer en los momentos de agitación. Trataba de un hombre que decidió dar vueltas y vueltas al mundo para escapar de su mortalidad. Vagó por todos los rincones, de norte a sur y de este a oeste. En uno de sus numerosos viajes, se encontró de pronto en El Cairo con Azrail, el ángel de la muerte. Azrail clavó en él su penetrante mirada con expresión misteriosa. No dijo una palabra, ni lo siguió. El hombre huyó de El Cairo enseguida, y viajó sin parar hasta llegar a una pequeña y tranquila aldea de China. Sediento y cansado, se metió en la primera taberna que encontró. Allí, junto a su mesa, le esperaba pacientemente Azrail, esta vez con cara de alivio. «Me sorprendió mucho verte en El Cairo -dijo con su voz ronca-, porque tu destino decía que nos encontraríamos aquí en China.»
Asya se sabía la fábula de memoria, igual que las muchas historias que se narraban una y otra vez bajo aquel techo. Lo que no entendía, y no creía que entendería nunca, era por qué a sus tías les hacía tanta ilusión contar una historia que todos conocían hasta el último detalle. El ambiente del salón se tornó acogedor, demasiado protegido, envuelto por las olas de la rutina, como si la vida fuera un largo e ininterrumpido ensayo y todos hubieran memorizado el texto. Durante unos minutos, mientras las mujeres que la rodeaban saltaban de un chismorreo a otro y una historia daba pie a otra, Asya se animó, ahora una chica muy distinta de la de esa mañana. A veces ella misma se pasmaba ante su propia inconsistencia. ¿Cómo podía sentir tanta rabia por las personas a las que más quería? Su estado de ánimo era como un yoyó, subiendo y bajando, ahora airado ahora satisfecho. En ese aspecto también se parecía a su madre.