La monótona voz de un vendedor de simit entró por la ventana abierta y taladró la incesante charla. La tía Banu corrió a asomarse.
– ¡Simitero! ¡Simitero! ¡Venga aquí! -chilló-. ¿A cómo van?
Ya sabía cuánto costaba el simit, por supuesto. La frase, más que una pregunta, era un ritual obedientemente respetado. Por eso, en cuanto la pronunció, añadió sin aguardar respuesta:
– Bueno, denos ocho simits.
Todos los domingos por la mañana compraban ocho simits, uno para cada miembro de la familia y otro por el hermano ausente, ahora tan lejos.
– Ay, huelen que alimentan -sonrió Banu mientras volvía a la mesa con los simits en ambos brazos, como un acróbata de circo a punto de hacer malabarismos con los aros. Los fue dejando delante de cada cual, soltando semillas de sésamo por todas partes.
Visiblemente relajada ahora que tenía una buena reserva de carbohidratos, la tía Banu empezó a devorarlos, combinando simit con börek, y börek con pan. Pero poco después, impelida tal vez por un ardor de estómago o una súbita idea, asumió una expresión sombría, como cuando comunicaba a una clienta el mal presagio aparecido en las cartas del Tarot.
– Todo depende de cómo se vean las cosas. -La tía Banu alzó las cejas, traicionando la gravedad de lo que estaba a punto de anunciar-. Había una vez, en los viejos tiempos del Imperio otomano, dos cesteros muy trabajadores. Uno tenía fe y el otro siempre estaba de mal humor. Un día el sultán llegó a la aldea y les dijo: «Os llenaré las cestas de trigo, y si cuidáis bien de ese trigo, el grano se convertirá en monedas de oro». El primer cestero aceptó la oferta muy contento y llenó sus cestas. El segundo cestero, que era tan gruñón como tú, cariño, rehusó el regalo del sultán. ¿Sabes lo que pasó al final?
– Desde luego que sí -contestó Asya-. ¿Cómo no voy a saber el final de un cuento que habré escuchado más de cien veces? Pero lo que tú no sabes es el daño que hacen estas historias a la imaginación de un niño. Por culpa de esta ridícula fábula me pasé los años de preescolar durmiendo con un grano de trigo bajo la almohada, pensando que al día siguiente se habría convertido en una moneda de oro. ¿Y luego qué? Empiezo a ir al colegio y un día les cuento a los demás niños que pronto voy a ser rica con mi trigo que se convertirá en oro, y de pronto resulta que soy el hazmerreír de la clase. Me convertisteis en una idiota.
De todos los traumas que Asya había sufrido en su infancia, el que recordaba con más amargura era el incidente del trigo. Fue entonces cuando volvió a oír la palabra que la seguiría en años venideros, siempre en los momentos más inesperados: «¡Bastarda!».
– Escucha, Asya, puedes seguir gruñendo cuanto quieras, pero en cuanto llegue nuestra invitada, deberías cerrar el pico y ser agradable con ella. Hablas inglés mejor que yo y que nadie de la familia.
No era modestia por parte de la tía Banu, pues aunque al decir aquello parecía que supiera un poco de inglés, en realidad no hablaba ni una palabra. Es cierto que había estudiado inglés en el instituto, pero si había aprendido algo lo había olvidado por completo. El arte de la clarividencia no requería idiomas, y jamás le apremió la necesidad de estudiarlos. En cuanto a la tía Feride, nunca tuvo el más mínimo interés por aprender inglés, y en el colegio escogió alemán. Y como aquello coincidió con el momento en que se despreocupó de cualquier asignatura que no fuera geografía, tampoco había progresado mucho con el alemán. Petite-Ma y la abuela Gülsüm quedaban descalificadas, de manera que solo la tía Zeliha y la tía Cevriye tenían bastantes conocimientos de inglés para pasar del nivel de principiante al intermedio. Pero había una gran diferencia entre el dominio que ambas tenían del idioma. La tía Zeliha hablaba un inglés de la calle, entretejido de modismos y argot, que practicaba casi todos los días con los extranjeros que visitaban su estudio de tatuaje, mientras que la tía Cevriye hablaba el inglés académico, orientado hacia la gramática y congelado en el tiempo, que se enseñaba en los institutos y solo en los institutos. De manera que la tía Cevriye podía distinguir oraciones simples, complejas y compuestas, identificar subordinadas adverbiales, adjetivas y sustantivas, incluso reconocer calificativos mal puestos en una estructura sintáctica, pero era incapaz de hablar.
– Así pues, querida, tú vas a ser la intérprete. Nos traducirás a nosotros sus palabras, y a ella las nuestras. -La tía Banu entornó los ojos y arrugó la frente para dar a entender la magnitud de lo que iba a anunciar-: Como un puente tendido entre dos culturas, conectarás Oriente y Occidente.
Asya frunció la nariz, como si acabara de captar un hedor espantoso que nadie más percibiera, y frunció los labios como para decir: «¡Qué más quisieras!».
Mientras tanto, sin que ninguna de ellas se diera cuenta, Petite-Ma se había levantado de la silla para acercarse al piano, que nadie había tocado desde hacía años. De vez en cuando utilizaban la tapa cerrada como mesa auxiliar para platos y fuentes que no cabían en la otra.
– Es maravilloso que tengáis las dos la misma edad -concluyó la tía Banu su soliloquio-. Os haréis amigas.
Asya se quedó mirándola con renovado interés, preguntándose si algún día dejaría de considerarla una niña. Cuando era pequeña, cada vez que venía a casa otra niña, sus tías las juntaban y ordenaban: «¡A jugar! ¡A ser amigas!».
Tener la misma edad significaba automáticamente llevarse bien. De alguna forma los compañeros se consideraban piezas del mismo puzzle y se esperaba que de pronto encajaran a la perfección.
– Será muy emocionante. Y cuando vuelva a su país, os podéis escribir cartas -trinó la tía Cevriye.
Era una gran partidaria de las amistades por correo. Como camarada-profesora del régimen de la república turca, estaba convencida de que todo ciudadano turco, por muy baja que fuera su posición en la sociedad, tenía el deber de representar orgullosamente a la madre patria ante todo el mundo, ¿y qué mejor oportunidad que una correspondencia internacional para representar al propio país?
– Podéis intercambiar cartas entre San Francisco y Estambul -murmuró la tía Cevriye casi para sus adentros. Puesto que cartearse con una desconocida sin un propósito educativo era totalmente inconcebible para ella, pasó a dar un sermón sobre la subyacente razón pedagógica-. El problema que tenemos los turcos es que siempre se nos malinterpreta y no nos entienden. Los occidentales deben ver que no somos para nada como los árabes. Este es un estado laico moderno.
La tía Feride subió de pronto el volumen del televisor y un nuevo videoclip turco de música pop las distrajo a todas. Al mirar a la estrafalaria cantante, Asya reconoció aquel peinado. Su mirada fue una y otra vez de la pantalla a la tía Feride, y supo dónde se había inspirado su nuevo estilo.
– A los americanos les han lavado el cerebro los griegos y los armenios, que por desgracia llegaron a Estados Unidos antes que los turcos -prosiguió la tía Cevriye-. Y así han llegado a creer que Turquía es el país de El expreso de medianoche. Tú le enseñarás a la chica americana que Turquía es un país precioso, y promocionarás la amistad internacional y el entendimiento cultural.
Asya suspiró, exasperada, y podía haberse quedado más o menos así si la tía mayor no hubiera resultado ser imparable.
– Además, con ella mejorarás tu inglés, y quizá le puedas enseñar turco. ¿Verdad que sería una amistad maravillosa?
Amistad… Hablando de amistad, Asya se levantó, cogió su simit a medio comer y se dispuso a salir para ver a algunos amigos de verdad.
– ¿Adónde vas, señorita? El desayuno no se ha terminado -declaró la tía Zeliha, abriendo la boca por primera vez desde que se habían sentado a la mesa. Después de trabajar seis días a la semana de doce a nueve en el ajetreado estudio de tatuaje, era la que más saboreaba la lenta flojera de los desayunos de domingo.