– ¡Por Dios! ¿Es que no se puede tener un momento de paz un domingo por la mañana?
– Lamentablemente en este mundo no existe un momento que dure dos horas -señaló la tía Zeliha, después de observar la inquietante trayectoria de la zapatilla-. ¿Por qué quieres sacarme de quicio? Si estás atravesando una fase de rebelión adolescente, llegas tarde, señorita. Eso lo tenías que haber hecho hace cinco años. Acuérdate de que ya tienes diecinueve.
– Sí, la edad que tenías tú cuando me tuviste sin estar casada -rugió Asya, sin poder evitar ser tan brutal.
La tía Zeliha se quedó observándola desde la puerta con la mirada decepcionada de un artista que ha pasado toda la noche bebiendo y trabajando en una obra de arte con gran satisfacción para encontrarse, a la mañana siguiente, con el caos que ha creado estando borracho. A pesar del desengaño, no dijo nada durante un instante, hasta que por fin sus labios se curvaron formando una sonrisa taciturna, como si acabara de darse cuenta de que la cara que miraba era de hecho su propia imagen en el espejo: tan parecida y aun así tan distante. Si bien las diferencias físicas eran evidentes, su hija había resultado ser como ella.
En cuanto a la personalidad, era igual de escéptica, indisciplinada y amargada que ella a la edad de Asya. Sin darse cuenta siquiera, había pasado a su hija el papel de la inconformista de la familia Kazancı. Por suerte, Asya no parecía todavía hastiada ni dominada por la angustia, era demasiado joven. Pero la tentación de derribar el edificio de su propia existencia brillaba suavemente en sus ojos: el dulce atractivo de la autodestrucción que solo sufren los sofisticados o los saturninos.
Sin embargo, la tía Zeliha veía con claridad que Asya apenas se le parecía físicamente. No era una mujer hermosa y quizá nunca lo sería. El problema no era un cuerpo o una cara raros, ni mucho menos. De hecho, vistos de uno en uno, todos sus rasgos eran hermosos: tenía la altura y el peso adecuados, el pelo negro rizado, un mentón bonito… No obstante, al ponerlo todo junto fallaba la combinación. Tampoco es que fuera fea, en absoluto. Si acaso mediocre, una imagen agradable de mirar pero que nadie recordaría. Su cara era tan anodina que quien la conocía por primera vez solía tener la impresión de que ya la había visto antes. Era de una mediocridad única. Más que «guapa», el mejor cumplido que podría recibir de momento era «mona», lo cual estaba muy bien, solo que Asya atravesaba dolorosamente una fase de su vida en la que este adjetivo le dolía. Con veinte años más vería su cuerpo de forma diferente. Era una de esas mujeres que, sin ser guapas en la adolescencia ni atractivas en la juventud, llegan a ser bastante hermosas en la madurez; eso si aguantaba hasta entonces.
Por desgracia, Asya no contaba siquiera con el más leve atisbo de fe. Era demasiado mordaz para tener confianza en el paso del tiempo. Llevaba dentro un fuego ardiente que carecía de la más mínima creencia en la bondad del orden divino. También en ese aspecto se parecía mucho a su madre. Con esa fibra moral y con aquel ánimo, no podía de ninguna manera tener fe ni paciencia para esperar el día en que la vida pondría su cuerpo a su favor. En aquella época, la tía Zeliha veía claramente que la conciencia de su mediocridad física, entre otras cosas, escocía a su hija. Si pudiera decirle que la belleza solo atrae a los peores chicos. Si pudiera hacerle comprender que era una suerte no nacer demasiado guapa, que así tanto hombres como mujeres serían más benévolos con ella, y que su vida sería mejor, sí, mucho mejor sin la belleza exquisita que ahora tanto deseaba.
Sin pronunciar palabra, la tía Zeliha se acercó a la cómoda, cogió la zapatilla y colocó el par, ahora reunido, ante los pies descalzos de Asya. Luego se incorporó ante su amotinada hija, que al instante alzó el mentón y enderezó la espalda como un orgulloso prisionero de guerra que hubiera rendido las armas pero no su dignidad.
– ¡Andando! -ordenó la tía Zeliha. Mudas, madre e hija echaron a andar hacia el salón.
La mesa plegable llevaba tiempo dispuesta para el desayuno. A pesar del mal humor, Asya no pudo pasar por alto que cuando la mesa estaba así engalanada combinaba perfectamente, casi de manera pintoresca, con la enorme alfombra cuyos intrincados motivos florales relucían bordeados por una bonita franja color coral. Igual que la alfombra, la mesa parecía adornada por un artista. Había aceitunas negras, pimientos rojos rellenos de aceitunas verdes, queso blanco, queso trenzado, queso de cabra, huevos duros, miel en panal, nata de búfala, mermelada casera de albaricoque, mermelada casera de frambuesa y unos cuencos de porcelana llenos de tomates con menta bañados en aceite de oliva. De la cocina emanaba el delicioso olor del börek recién hecho; queso blanco, espinacas, mantequilla y perejil fundiéndose entre finas capas de hojaldre.
Petite-Ma, de noventa y seis años, se sentaba en un extremo de la mesa, tan delgada como la fina taza que tenía en las manos. Miraba el canario, que gorjeaba en su jaula junto al balcón, con expresión absorta y algo aturdida, como si acabara de descubrirlo. Tal vez era así. Había entrado en la quinta etapa del alzhéimer y empezaba a confundir las caras más conocidas y los hechos de su vida.
La semana anterior, por ejemplo, hacia el final de la oración de la tarde, en cuanto se inclinó para poner la frente en la alfombrilla para la sajda, se le olvidó qué debía hacer después. Las palabras de la oración que iba a pronunciar se unieron de pronto formando una larga cadena que se alejaba como una oruga negra y peluda llena de patas. Al cabo de un rato la oruga se detuvo, se volvió y saludó a Petite-Ma desde lejos, como rodeada de muros de cristal, visible pero inalcanzable. Perdida y confusa, Petite-Ma se quedó sentada frente a la qibla, pegada a la alfombrilla, con el velo y las cuentas para la oración en la mano, inmóvil y muda, hasta que alguien advirtió la situación y la levantó.
– ¿Cómo seguía? -preguntó alarmada Petite-Ma cuando la hicieron tumbarse en el sofá y le pusieron blandos cojines bajo la cabeza-. En la sajda hay que decir Subhana rabbiyal-ala. Hay que decirlo por lo menos tres veces. Yo lo he dicho. Lo he dicho tres veces. Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala -repitió, absurda y frenética-. ¿Y luego qué? ¿Qué venía luego?
Quiso la suerte que fuera la tía Zeliha la que estaba a su lado cuando Petite-Ma hizo la pregunta. Puesto que no tenía ninguna práctica en el namaz ni, de hecho, en ningún otro deber religioso, ignoraba de qué estaba hablando su abuela. Pero quería ayudar, mitigar la angustia de la anciana de cualquier manera, así que cogió el sagrado Corán y lo hojeó hasta encontrar un versículo que pareciera ofrecer algún consuelo:
– Mira lo que dice: «Cuando se convoque a la oración del viernes, acudid al recuerdo de Alá. Y cuando haya terminado la oración, id a vuestras cosas y buscad la gracia de Alá, recordando mucho a Alá para que prosperéis» (62:9-10).
– ¿Qué quieres decir? -se extrañó Petite-Ma, más perdida que nunca.
– Quiero decir que ahora que la oración ha terminado, de una manera u otra, ya puedes dejar de pensar en eso. Es lo que pone aquí, ¿no? Venga, Petite-Ma, atiende tus cosas… y ven a cenar con nosotros.
Funcionó. Petite-Ma dejó de preocuparse por las palabras olvidadas y cenó con ellas tranquilamente. Sin embargo, incidentes como este ocurrían con alarmante frecuencia. A veces Petite-Ma, a menudo apagada y retraída, no recordaba las cosas más sencillas, como dónde estaba, el día de la semana o quiénes eran esas desconocidas sentadas con ella a la mesa. A pesar de todo, en ciertos momentos costaba creer que estaba enferma, puesto que su mente parecía tan clara como el cristal veneciano recién pulido. Esa mañana era difícil saberlo. Era demasiado temprano para saberlo.