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¡Ding! El ascensor subía. Se detuvo, las puertas se abrieron…, y había una docena de soldados en el interior.

Quaid lanzó una andanada de balas, derribándolos. ¡Ding! Las puertas del ascensor se cerraron ante esa carnicería.

Llegó el otro ascensor. ¡Ding! La flecha señalaba hacia abajo. Las puertas se abrieron. Éste se hallaba vacío. ¡Era como si incluso los ascensores aprendieran con la experiencia! Se metieron dentro.

Quaid se volvió hacia Melina mientras el ascensor bajaba.

– En caso de que no tengamos otra oportunidad para hablar, quiero que sepas que yo…, no importa lo que haya podido ser antes…

Ella se le acercó y le besó.

– Lo sé -murmuró, pasado un rato.

– Pero ese disco de Hauser…

– Me podrías haber tenido en bandeja si te hubieras quedado quieto -dijo ella-. A cambio, luchaste como mil demonios y me liberaste. En seguida supe que no eras así.

– ¡Te deseo! ¡Te amo! Pero…

– Pero no al precio de la traición de Marte -completó ella.

– Sí. Además…

El ascensor se detuvo en la planta baja.

– Más tarde -cortó ella sucintamente.

Las puertas se abrieron. Salieron a una frenética actividad. Las alarmas aullaban. Los mineros se movían por los alrededores como un enjambre de hormigas. Los vehículos de minería y de seguridad avanzaban en todas direcciones. Los soldados estaban en posición de alerta. Aparentemente, la alarma había galvanizado el establecimiento en unos movimientos frenéticos pero inútiles.

Intercambiaron una mirada, ¿podía resultar tan fácil?

Salieron, tratando de aparentar que estaban igual de ocupados que los demás. No tuvieron suerte. Les vieron. Los soldados empezaron a dispararles.

Corrieron. Quaid saltó a una excavadora en movimiento, arrancó al conductor de la cabina y tomó su lugar, aferrando el volante. Miró por la ventanilla en busca de Melina. Los soldados no cesaban de dispararle; las balas rebotaban en el blindaje metálico del vehículo.

No pudo localizarla.

– ¡Melina! -gritó, alarmado.

– Aquí -replicó ella.

Giró la cabeza bruscamente. Allí estaba, en el asiento del. acompañante, cerrando la puerta de golpe. No había esperado a que él la llamara.

Quaid pisó el acelerador. La excavadora salió disparada hacia delante, convirtiéndose de repente en un monstruo. Los soldados y los mineros se apartaron de su camino.

Cohaagen permanecía de pie delante de la ventana que iba del suelo al techo en su oficina y contemplaba pensativamente los domos. El horizonte tenía un color rosado, señal de la próxima llegada del amanecer. Las alarmas seguían sonando como fondo, ahogadas pero insistentes.

Richter se agitaba al otro lado de la habitación. ¿Qué más prueba necesitaba Cohaagen? Seguro que ahora le resultaba claro que sólo había una forma de tratar con el traidor en que se había convertido Hauser.

– ¿Bien, señor? -dijo finalmente.

Cohaagen permaneció en silencio durante un largo momento.

Hauser era un agente de primera. Se desataría el infierno antes de que pudieran volver a tenerlo bajo control. La amistad tenía un límite. El hombre había abusado de la bienvenida que le dispensaron.

– Mátalo -ordenó.

– Ya era jodida hora -murmuró Richter; giró sobre sus talones y salió rápidamente de la habitación.

Si había pensado que Cohaagen no le oiría, estaba equivocado. Cohaagen se envaró ante las palabras. De no haber sido por la intervención de Richter, la programación de Quaid hubiera ido perfectamente, y el hombre no habría desarrollado ese fuerte sentimiento de unión con su identidad temporal. Un hombre podía llegar a creer en sí mismo si se veía obligado a luchar por su vida. Una vez acabara este desagradable asunto, el mismo Richter ya no sería necesario. Ya era jodida hora, realmente.

Toda la ira acumulada en Cohaagen estalló. Miró con ojos furiosos a los peces que nadaban inofensivamente en la pecera de su escritorio, y barrió ésta al suelo, donde se hizo añicos. Los peces empezaron a saltar desesperadamente, incapaces de respirar. Cohaagen sonrió.

Pero había cosas más importantes que hacer. Cohaagen había sospechado que Hauser sabía más sobre el artefacto alienígena de lo que había dejado entrever. Ahora estaba seguro de ello. No podía permitirse esperar más tiempo.

Cogió un teléfono.

– Que venga el equipo de demolición -ordenó.

Entonces miró con intensidad el espacio que tenía delante. No le gustaba tener que destruir a Hauser y al artefacto alienígena. En otras circunstancias, los dos le habrían sido muy útiles. Pero la seguridad estaba primero. Había alzado una especie de imperio aquí, y no podía permitirse el lujo de que tanto la amistad como la codicia lo amenazaran.

25 – Reactor

– ¿Conoces el camino hacia la Pirámide desde aquí? -preguntó Quaid mientras la excavadora proseguía su carga.

– Sí -repuso ella, mirando por la ventanilla. Señaló una dirección-. Gira a la derecha allí.

Enfiló a la derecha, penetrando en un amplio túnel, y derrapó por su superficie a máxima velocidad; casi atropello a unos mineros, que corrieron para salvar las vidas.

– ¡Cuidado! -gritó ella. No deseaba lastimar a la gente corriente, sólo a Cohaagen.

– Hemos de llegar allí primero -explicó sucintamente Quaid-. Él va a destruir el reactor.

Ella se sintió dolida.

– No…

– Si Marte llega a disponer de aire, Cohaagen está acabado.

¡Aunque eso era lo menos importante!

Quaid giró el volante para esquivar a un minero caído. Prosiguió la marcha a toda velocidad a través del túnel, tras ver que el camino ya estaba despejado.

– Si Marte dispone de aire -dijo ella, comprendiéndole-, nosotros seremos libres.

– Seremos libres -repitió él-. Pero aún hay más. Los No'ui…

– ¿Qué?

– No he tenido oportunidad de contártelo…, además, no era seguro mientras Cohaagen pudiera someterte a un interrogatorio -explicó-. Yo, es decir, Hauser, hice más en aquel abismo alienígena aparte de abandonarte. Él…

– ¿Abandonarme? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Hauser era un espía. Ahora lo recuerdo. Sólo te estaba siguiendo la corriente. Fingió la caída a fin de poder ser «capturado» por Cohaagen y, aparentemente, dado por muerto. Su misión para Cohaagen terminó, porque tú resultaste demasiado inteligente para él. Pero ésa no fue la única razón.

– Lo entiendo. No tienes por qué darme ninguna explicación.

– ¡Sí, debo hacerlo! Tú no lo entiendes. Hauser era el hombre de Cohaagen. Era una máquina carente de emociones, dispuesto a usar a cualquiera a fin de cumplir con las órdenes de Cohaagen. Y entonces tú llegaste a su vida. Le mostraste lo que significaba creer en algo, lo que significaba ser bueno. Empezó a admirarte y respetarte, y luego…

»Sus sentimientos hacia ti le resultaban tan extraños que no supo lo que eran. Los reprimió, luchó por controlarlos, y no fue hasta que se halló en la Mina Pirámide que se dio cuenta de que no podía traicionarte porque… te amaba. Así que vagó por ahí abajo, tratando realmente de llevar a cabo la misión que le encomendaste. Y encontró a los alienígenas.

Ella giró el rostro hacia él, sorprendida.

– ¿Él…?

– Ellos habían dejado un… mensaje. Que el artefacto fue construido por los No'ui, una especie inteligente galáctica con forma de hormiga, para cuando nosotros alcanzáramos la mayoría de edad. Para crear aire en Marte y compartir tecnología, de modo que nos convirtiéramos en una especie como la de ellos, unos comerciantes galácticos que extendieran la civilización.

– ¡Misioneros! -exclamó ella, con una exhalación.

– Correcto. Y Hauser…, bueno, quedó impresionado. Los No'ui confiaron en él para que hiciera lo adecuado, para decirle a su especie qué fin tenía el artefacto y cómo usarlo. Porque si lo empleamos bien, seremos comerciantes; pero si lo usamos de la forma equivocada, o intentamos destruirlo…

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