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Richter y su grupo siguieron pasillo abajo. Se sentía asqueado. ¡Lo último que necesitaban era mensajes del líder mítico del Frente de Liberación de Marte! Ya era una molestia suficiente tener que tratar con el traidor Hauser sin que se vieran acosados por personajes imaginarios. Lo peor con los tipos inexistentes era que no se les podía matar.

– ¿Algo nuevo acerca de Hauser? -preguntó, al recordar su misión.

– Ni una palabra.

Perturbado por algo que apenas sabía qué era, Richter se detuvo y miró hacia la gente que aguardaba con paciencia en la fila. Vio que el bebé jugaba con el cabello de la mujer gorda. La gorda había modificado su vestimenta, aunque ésa tampoco la favorecía en nada. Entonces el bebé golpeó con bastante ímpetu a la mujer en la cara, inconsciente de su propia fuerza.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la mujer gorda, de forma incongruente.

Richter se concentró en ella, levemente inquieto. ¿Era eso lo único que sabía decir?

La mujer gorda abrió la boca, aparentemente horrorizada. El bebé se rió.

Oh. Lo hacía para divertir al niño. Richter se volvió, echando a un lado su preocupación. El grupo ya estaba a punto de abandonar la Sala de Inmigración.

– ¿Dónde está mi cabina? -volvió a preguntar la mujer gorda.

Richter se detuvo y se volvió de nuevo. De repente, su preocupación indefinida cobró la forma de una aguda sospecha. ¿Era posible?

La mujer gorda, eso era evidente, intentaba hacerse callar a sí misma, agarrándose la cara como si ésta hablara por voluntad propia. El bebé no cesaba de reírse ante esa exhibición. El resto de la gente empezaba a mirarla, incluidos los soldados, que hallaban su comportamiento extraño aunque no peligroso. Las mujeres tendían a quedarse embobadas con los niños; era una de las cosas más irritantes que tenían.

En aquel momento la mujer gorda le miró. Sus ojos se clavaron en los de Richter.

¡Entonces lo supo!

– ¡Ése es Quaid! -exclamó con voz ronca-. ¡Detenedle!

La mujer gorda salió de la fila y corrió hacia la parte delantera, moviéndose con una velocidad sorprendente para el tamaño que tenía. Se abrió la cara, que se soltó a ambos lados.

Los soldados estaban aturdidos, pensando que tenía alguna especie de enfermedad asquerosa. Cargó contra ellos, y casi cayeron uno encima del otro cuando intentaron apartarse de su camino, no queriendo contagiarse. Eso le permitió alejarse a toda velocidad de Richter.

Richter emprendió la persecución de Quaid mientras desenfundaba su pistola; sin embargo, no pudo efectuar ningún disparo. Las malditas filas de gente estúpida, que ahora se dispersaban por el pasillo, le estropearon cualquier campo de visión decente.

Otro soldado sacó un arma a poca distancia del fugitivo. Pero Quaid le golpeó el brazo y lo empujó contra otro soldado; luego golpeó a un tercero en la cara. Richter habría admirado la habilidad del hombre, si no hubiera sido tan importante cogerlo. ¡Vaya si se notaba el entrenamiento de la Agencia!

No obstante, Quaid no estaría a salvo durante mucho tiempo. Se hallaba confinado a los límites del espaciopuerto, y la gente ya empezaba a pegarse a los costados del pasillo. En un instante sería un buen blanco.

Quaid echó a correr por un pasillo. ¡Eso fue un error! Había perdido su escudo. Seis soldados iban tras él, y Richter y Helm detrás de ellos. ¡Acorralarían a la rata en un momento!

Había un gran ventanal en una intersección. A través de los cristales se podía ver el desnudo paisaje marciano. Ahí fuera casi reinaba el vacío absoluto; ¡el hombre no podría escapar por allí!

Quaid estaba a punto de girar una esquina, pero un joven soldado bloqueaba la intersección. Quaid arrojó la deshinchada máscara contra el soldado, que la cogió instintivamente. La máscara restalló y dijo:

– Prepárate para una gran sorpresa.

El soldado la miró con la boca abierta…, ¡y la máscara estalló!

La explosión destrozó el ventanal. Lo fragmentó hacia fuera, empujado por la presión de la atmósfera terrestre.

Al instante se formó un tornado, mientras el aire salía expelido hacia fuera. El espaciopuerto comenzaba a despresurizarse del mismo modo en que lo haría un globo. Todo el mundo intentó agarrarse a algo cercano para resistir y salvar la vida.

¡El muy idiota!, pensó Richter. ¡Ya habían acorralado a la rata, y a Quaid no se le ocurrió otra cosa mejor que esa estupidez! Ahora todos se hallaban en problemas.

Vio que Quaid se aferraba a un pasamanos que daba a una escalera que bajaba. ¡No cabía la menor duda de que el tipo sería capaz de manejar esta situación mejor que la mayoría! Iba a largarse mientras los soldados se hallaban inermes.

Uno de los soldados, bastante próximo al ventanal, fue sorbido a través de la abertura hacia el vacío casi total. La máscara de Quaid, sus ropas y la gomaespuma fueron arrancados de su cuerpo y siguieron al soldado por la ventana. Quaid se quedó con la camisa de manga corta y los pantalones arremangados que llevaba debajo del disfraz, junto con esos ridículos zapatos de tacón alto. ¡Aún seguía aferrado a su maletín!

Un oficial de inmigración se debatió por llegar a un panel de control y consiguió activar una alarma de emergencias.

Una barreras metálicas empezaron a bajar en orden, cubriendo todas las ventanas y puertas de la izquierda, de la derecha, de atrás y de delante. ¡SQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG! ¡SQQQRRCHANG!

¡Bien! Eso no sólo detendría la pérdida de aire, sino que atraparía a Quaid en el interior, de modo que podrían completar su trabajo. ¡Ninguna bala descuidada atravesaría esas barreras!

Vio que Quaid miraba con gesto frenético a su alrededor. ¡Sí, no dejes de mirar, mierdecita! ¡Ya te hemos arrinconado! Y yo soy el que te va a…

Una barrera comenzó a descender por encima del pasaje de la escalera cerca de Quaid. ¡SQQQRRRRR!

Quaid se lanzó al suelo y rodó por debajo de ella justo antes…

¡CHANG! Había pasado.

¡No!, pensó Richter, angustiado.

Una lámina metálica cayó sobre la ventana destrozada. Si el sistema fuera inteligente, habría cerrado primero ésa, ahorrándoles a todos una molestia.

El tornado se disipó al instante. Los turistas ya disponían de aire para gritar con voces jadeantes. ¡Que se jodan!

Richter corrió hasta la barrera de la escalera.

– ¡Ábranla! ¡Ábranla!

– No puedo -repuso el soldado más próximo, un joven desgraciado e inexperto-. Están todas conectadas.

Frustrado y furioso, Richter le dio un golpe en la cara con la pistola.

16 – Venusville

El ruidoso y antiguo tren, probablemente algún saldo condenado de un metro del siglo XX de Nueva York, salió de la estación y se metió en un oscuro túnel. En el exterior se escuchaban ruidos chirriantes y se veían parpadeantes luces, como si la cosa fuera a salir volando de las vías y a estrellarse contra una columna. Eso, unido al atestado espacio, creaba una sensación de ansiedad.

Quaid observó a su alrededor, alerta ante cualquier peligro potencial. En ese instante, no se hallaba bien vestido precisamente; apenas consiguió aferrarse a su bolso cuando fueron sorbidas sus ropas sueltas. En este momento trataba por todos los medios de hacer ver que el bolso era un paquete. Pero nadie parecía darse cuenta. Los indiferentes nativos de Marte (cualquiera que llevara más de un año aquí era un nativo) hablaban entre ellos, y escuchó fragmentos de conversaciones.

– Mientras estuviste fuera -comentó una mujer marciana-, subieron el precio del aire.

– ¿De nuevo? -preguntó su compañero, con aire resignado-. Es la tercera vez en los últimos dos meses.

– Sí, y mientras tanto nuestra paga sigue siendo la misma.

Interesante, pensó Quaid. Nunca mencionaban el precio del aire cuando ofrecían las sustanciosas bonificaciones a los colonos potenciales de la Tierra.

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