Siempre que nada saliera mal. Ahí estaba la clave. Sin embargo, Lull sabía que tanto su vida como la de él estaban en la cuerda floja; haría bien el trabajo. Ella conocía su profesión, igual que él conocía la suya.
– Destruiré su archivo y devolveré el dinero -explicó McClane, mientras sus pensamientos trazaban a gran velocidad todos los detalles. Se puso de pie y recorrió el limitado espacio del suelo-. Y, si alguien viene haciendo preguntas…, nunca hemos oído hablar de Douglas Quaid.
Los tres miraron a Quaid, tendido sin sentido en el sillón. McClane esperó con ardor no volver a saber nunca más nada del hombre.
Regresó a la oficina delantera. Tal como había supuesto, la señora Killdeer se había marchado. Ya no se lamentaba de la venta perdida; de hecho, se sentía aliviado. En este momento le acuciaban asuntos más urgentes. Tenía que borrar esos archivos, y explicarles a todos los que habían visto a Quaid que nunca le vieron, empezando por la recepcionista. De hecho, le podía ser de utilidad ahí atrás, ya que no podían tratar a Quaid adecuadamente mientras se encontrara completamente dormido, y existía la posibilidad de que se recuperara demasiado mientras realizaban los preparativos delicados. La recepcionista era excelente en pacificar a la gente, en especial a los hombres; ayudaría a mantener tranquilo a Quaid. Además, la devolución del dinero…, quizá lograra anular el pago antes de que quedara registrado de forma permanente en el sistema central de ordenadores, como si nunca se hubiera producido ningún pago. Eso sería mucho mejor. Ningún pago, ninguna devolución…, no había ocurrido nada.
Si esto salía bien, la vida seguiría igual que antes. Si no, podían encontrarse muertos antes de darse cuenta de ello. McClane supo que esa noche no iba a dormir bien, o ninguna noche de esa semana.
8 – Harry
Quaid, confuso, se encontró en el asiento trasero de un vehículo. La lluvia golpeaba contra la ventanilla que tenía al lado de la cabeza. Intentó orientarse; sin embargo, la cabeza apenas le funcionaba. ¿Cómo había llegado aquí? De hecho…
– ¿Dónde estoy? -le preguntó a quienquiera que estuviera al alcance de su voz.
– ¡Está en un TaxiJohnny! -respondió una voz jovial.
Un taxi. Un coche. ¡Ya había deducido eso!
– Quiero decir, ¿qué hago aquí?
– Lo siento. ¿Sería tan amable de replantear la pregunta?
Quaid parpadeó y miró hacia delante, apartando los velados ojos de la húmeda ventanilla y posándolos en el conductor que había en el asiento delantero del taxi. No se trataba de un hombre, sino de un maniquí con una sonrisa fija vestido con un antiguo uniforme de taxista. Entonces Quaid recordó: esta compañía de taxis empleaba el falso toque humano, suponiendo que una imitación de hombre era mejor que ningún hombre en absoluto. Usualmente, Quaid tomaba los taxis que se programaban verbalmente, los taxis completamente automatizados, en vez de los modelos semiautomáticos con los maniquíes como interfase. Éstos tendían a ser un coñazo. Una de las causas para ello estaba en que solían equivocarse con las direcciones, ya que se trataba de máquinas relativamente poco sofisticadas.
Con tono impaciente, pronunció con cuidado:
– ¿Cómo llegué a este taxi?
– La puerta se abrió. Usted se sentó.
¡Ahí estaba la segunda causa! Solían tomarlo todo con una irritante literalidad. Exasperado, se reclinó contra el asiento mientras Johnny aceleraba para pasar un semáforo en rojo. ¿Tendría algún sentido preguntarle a la máquina estúpida adonde iban? Probablemente no. Resultaría más sencillo esperar a que llegaran. Mientras tanto, quizá su aturdida cabeza tuviera tiempo de despejarse. ¿En qué se había metido? Lo último que recordaba era salir del trabajo y… nada.
Pasado un tiempo, el taxi se detuvo en un lugar que reconoció: el edificio de su apartamento. ¡De modo que le llevaba a casa! Pero, ¿por qué tan tarde? Ya era de noche. ¡Había perdido cuatro horas!
La puerta del taxi se abrió, y el maniquí volvió su cabeza y trinó:
– ¡Gracias por tomar un Taxi Johnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -Quaid sintió un intenso deseo de borrar aquella sonrisa maníaca de la cara del maniquí, pero se sentía demasiado mareado para llevarlo a la práctica de una forma efectiva. Casi agradeció la fría lluvia que le aguijoneó cuando salió del taxi. Lo empapó por completo, pero también le ayudó de alguna forma a recobrar sus sentidos. Mientras se tambaleaba hacia el edificio, una voz familiar llamó:
– ¡Hey, Quaid! -El acento de Brooklyn era inconfundible. Era Harry, de vuelta del trabajo. Quaid se sintió complacido pero desconcertado.
– ¡Harry! ¿Qué estás haciendo aquí?
Harry apoyó una mano en su hombro y sonrió.
– ¿Cómo fue tu viaje a Marte? -preguntó.
– ¿Qué viaje? -Quaid se echó hacia atrás el empapado cabello que caía sobre su frente y respondió a la sonrisa de Harry con una mirada inexpresiva.
– ¿Qué quieres decir con «qué viaje»? Fuiste a Rekall, ¿recuerdas?
Quaid, confuso, intentó recordar.
– ¿Fui?
– Sí, fuiste -dijo Harry. Quaid echó a andar al compás del otro, y ambos se acercaron a la entrada del edificio.
Quaid todavía estaba inseguro. Quizá sí había ido. Lo habían discutido fugazmente en el trabajo, y Harry le contó lo del accidente de la lobotomía. Entonces, sí fue…, ¿o no?
Evidentemente, tenía que haber pasado aquellas horas perdidas en alguna parte…
– Vamos -dijo Harry-. Te invito a una copa. Así podrás contármelo todo. -Adelantó una mano para sujetar a Quaid por el brazo, pero Quaid se echó hacia atrás. Una copa no ayudaría en nada a aclarar lo que iba mal en su cabeza. Todo lo que deseaba ahora era ir a su casa y dejar que Lori se ocupara de él. Quizás entonces pudiera dilucidar…
– Gracias, Harry, pero es tarde -dijo, con un toque de impaciencia.
– Mierda y mierda -restalló Harry. Su rostro se había vuelto hosco, su voz dura. Antes de que Quaid supiera lo que estaba ocurriendo, tres robustos hombres con traje de calle estaban detrás de él y a su lado, empujándolo al interior del edificio.
– ¡Eh! -gritó Quaid. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero le asustó, y luchó por liberarse. Luego notó algo. Bajó la vista. Harry estaba clavando una pistola en sus costillas.
– Relájate -dijo Harry con voz monótona. Quaid dejó de resistirse, aunque su corazón siguió latiendo alocadamente. Los cuatro hombres le hicieron avanzar a través del vestíbulo y hacia la escalera de emergencia que conducía al garaje y aparcamiento del nivel inferior.
Tuvo que seguirles. Sabía, sin saber cómo lo sabía, que iban a golpearle hasta dejarle sin sentido y arrojarle escaleras abajo, o algo peor. Tenía que recobrar un mayor control físico si quería salirse de aquello con vida. Cuando actuara, tenía que ser por sorpresa, y rápido, y de forma efectiva. Así que por el momento mantuvo tanto su cuerpo como su habla más lentos de lo normal. Que pensaran que todavía estaba drogado. A la larga, sería una ventaja para él.
– ¿Qué está pasando, Harry? -No hubo respuesta. Gracias a la oleada de adrenalina, la cabeza de Quaid que estaba aclarando. Sus recuerdos empezaban a llenarse de nuevo. Había ido a Rekall y…, ¿y qué? Había deseado un recuerdo de Marte. Había hablado con un hombre…, pero la memoria se desvanecía ahí.
Quaid lo intentó de nuevo.
– ¿Sois policías? -De nuevo ninguna respuesta. El momento y el lugar del ataque indicaban que estaba relacionado con su visita a Rekall. Quizás alguien no deseaba que recordase algo. Pero había ido allí solamente a causa de su sueño de Marte…
– Harry, ¿qué es lo que hice? -preguntó, temeroso e irritado a la vez. Ahora obtuvo una respuesta.
– ¡Largaste, Quaid! -dijo Harry, furioso-. ¡Hablaste más de la cuenta!