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– ¿Estás seguro de que no quieres…? -preguntó ella-. ¿En recuerdo de los viejos tiempos? -Le tendió amorosamente los brazos.

Las entrañas de Quaid se retorcieron ante la ironía de aquellas palabras. Si lo que Lori le decía era verdad -y estaba empezando a creer que así era-, entonces él y todo aquel mundo eran unos desconocidos. Si no tenía un pasado, ¿cómo podía tener un presente? Quaid no era un hombre dado a profundas reflexiones: era un hombre de acción. Cuando el sueño de Marte había salido a la superficie, había ido a Rekall para hacer algo al respecto, o intentarlo al menos. Pero, ¿qué podía hacer respecto a esto? ¿Qué acción podía emprender para recuperar la vida que había perdido?

Por ahora, al menos, esto era un punto a discutir. Tenía que pensar en alguna forma de sobrevivir a los matones antes de poder empezar a buscar las piezas que faltaban en su identidad.

Quaid tensó los músculos de la mandíbula. Podía haberle engañado en una ocasión, pero no pensaba caer en la misma trampa dos veces.

Ella retiró su mano.

– Ya sabes, no somos unos extraños.

Él miró por una segunda ventana, más para centrar la mente que los ojos. Sabía que los matones no estarían a la vista. De hecho, si se encontraban ahí fuera, pronto le liquidarían con una mira telescópica. Debía actuar aprisa. Pero, ¿cómo?

– Si no confías en mí, puedes atarme -le dijo Lori, tirando de su escote para mostrar más pecho.

– No sabía que te gustaran esas cosas.

– Ahora es el momento de averiguarlo.

¿Qué tramaba? Sabía que a ella no le interesaba el sexo con él. Se volvió hacia ella…, y la descubrió mirando una de las pantallas de video.

Oh, oh.

Una de los cuadrados de la pantalla era un monitor de seguridad que mostraba la entrada del edificio. Cuatro agentes penetraban en aquellos momentos en el ascensor. El jefe evidente era un tipo enorme, sólido, con aspecto despiadado, igual que un perro de ataque al que se ha entrenado después de repetidos castigos.

Quaid miró con ojos furiosos a Lori y le clavó la pistola en la cabeza.

– Eres una chica inteligente -siseó, con los dientes apretados.

– No me dispararás, ¿verdad, Doug? -preguntó ella, manteniendo su postura amistosa y levemente desvalida-. No después de todo lo que hemos vivido juntos.

Odiaba reconocerlo, pero le estaba conmoviendo. No quería hacerle daño, aunque había intentado matarle.

– Tienes razón, Lori. Tuvimos momentos buenos.

Ella sonrió.

– Sí, Doug. Si quieres, podemos…

Casi igual que el recuerdo imaginado de la recepcionista de Rekall ofreciéndose a hacer el amor con él. No era tan estúpido. Sabía que apenas disponía de tiempo.

– ¿Quiénes son?

– ¿Quiénes?

– No me obligues a hacer algo que no deseo.

Ella dejó de fingir.

– El tipo grande es Richter. Es terriblemente mezquino. El que va con él se llama Helm, y no es mucho mejor. Mira, Doug, reconozco que intenté distraerte. Es mi trabajo. Sin embargo, puedo ayudarte a escapar de ellos si…

Él bajó la pistola y la apoyó contra su pecho. Ella le sonrió, alentándole y conteniendo la respiración. De repente, él levantó el arma y la golpeó en la cabeza, haciéndole perder el sentido.

– Ha sido agradable «conocerte» -comentó, sorprendido por su propio acto. Su otro yo se había apoderado de él de nuevo, haciendo lo que obligaba la situación. ¡Bueno, esperaba que supiera lo que hacía, ya que él no tenía ni idea!

10 – Metro

Quaid corrió pasillo abajo, pasando al lado de las puertas de los demás apartamentos, evitando coger el ascensor. Escuchó cómo subía y disminuía su velocidad; ¡seguro que eran los matones! Si le veían, podía considerarse hombre muerto. Tenía la pistola, pero ellos dispondrían de diez veces su capacidad de fuego. Se lanzó a través de una puerta marcada salida justo antes de que se abrieran las puertas del ascensor.

Contuvo el aliento y se aplastó contra una pared, aguzando el oído. Oyó cómo salían y cargaban contra su apartamento: uno, dos, tres, cuatro. Cómo podía contar su número con semejante exactitud por el sonido de sus pies no lo sabía; seguro que en algún lugar, en algún momento, debió recibir un entrenamiento muy especial, y todo ello estaría en aquella parte de su memoria que habían borrado. Quizá fuera igual que el hombre que, de un vistazo, era capaz de contar una manada de vacas: contaba las piernas y las dividía por cuatro. En esta ocasión no se trataba de ninguna broma; lo único que podía escuchar eran las pisadas, que superaban en número a los hombres que las producían.

Cuatro…, el mismo número que viera en el monitor. Eso significaba que no habían dejado a ningún hombre abajo para interceptar su salida. Eso era otro error táctico por su parte. Pero, ¿qué se podía esperar de unos matones? No eran profesionales verdaderos, sino simplemente hombres a los que contrataban y cuyos cerebros resultaban prescindibles.

No estaba mal. Se puso en movimiento otra vez, tras haberse detenido sólo unos segundos, y volvió a respirar. Descendió por las escaleras saltando varios escalones cada vez, por esa interminable escalera en forma de caracol que llegaba hasta el nivel de la calle. Resultaba más fácil subir una escalera de a dos o tres escalones que bajarla de la misma forma; pero, evidentemente, también le habían entrenado para ello. Casi la bajó de a cuatro, cinco, seis por vez, aterrizando como un bailarín de ballet, guiándose por el pasamanos. Sí, poseía la técnica para hacerlo, lo cual era bueno, ya que tenía un largo trayecto que bajar.

Una de las razones por las que se detuvo a interrogar a Lori, cuando sabía que los matones subían a su apartamento, era que sabía cuánto tiempo les tomaría llegar. Incluso el ascensor más rápido no podía cubrir los doscientos pisos en un instante. El ascensor era rápido, casi un cohete; pero se veía limitado por la aceleración que los residentes normales podían soportar, aun cuando se le diera al mando de «prioridad». De modo que dispuso de tiempo.

Sin embargo, ahora era él quien tenía que cubrir, y rápidamente, esos doscientos pisos. Gracias a su técnica, bajaba a la velocidad máxima. En línea recta, habría sido una caída de seiscientos metros; tal como iba, resultaba una escalera de kilómetro y medio de longitud. ¿Podía recorrer esa distancia en cinco minutos? Sería mejor que fuera capaz de hacerlo, ya que les llevaría a los matones un minuto cerciorarse de que se había marchado, quizá dos más coger un ascensor rápido de bajada, y tres más llegar hasta la planta baja. Máximo, seis minutos…, menos si, con suerte, conseguían un ascensor de inmediato. Si era afortunado, tendría una ventaja sobre ellos de un minuto y, si no lo era, quizá ninguna en absoluto. Así que continuó bajando a un ritmo aparentemente suicida. ¡Sería un suicidio no hacerlo!

Una vez llegara al primer nivel, sabía que podría atajar a través del edificio y descender por el techo inclinado que cubría el muelle de descarga de mercancías semisubterráneo. Eso le ahorraría más tiempo para su huida hasta el metro. De modo que tenía que ser este camino para él: su huida, y no del fuego u otra clase de emergencia, sino del asesinato. Cinco plantas, diez, quince…, perdió la cuenta, y no le importó, porque lo único vital era la planta baja. ¡Un minuto!, pensó. ¡Dadme un minuto de ventaja sobre ellos, y jamás me encontrarán! Lo que significaría seis minutos para ellos. ¿Serían lo suficientemente estúpidos como para retrasarse en el apartamento? ¡Rezaría por ello!

Richter abrió camino hacia el apartamento. Su rostro se contorsionó furioso cuando vio a Lori tendida inconsciente en el suelo. Él no había deseado que ella aceptara aquella misión, pese a lo importante que era para su promoción…, para la de los dos. Le había advertido a Lori que el hombre llamado Quaid era peligroso, pero ella simplemente se había reído de él, díciéndole que se mostraba demasiado protector. Bueno, ahora no podría reírse. Se arrodilló a su lado e intentó gentilmente hacerla volver en sí.

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