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– Que tengas un buen día -le deseó, con una tierna sonrisa.

Quaid sonrió, le dio otro beso fugaz y se marchó. Oyó que, desde las pantallas múltiples, ahora que ella ya no trataba de cambiarlas, hacían una descripción del clima, del gráfico económico y de la seguridad local. Bueno, por lo menos, no había vuelto a poner la ventana ambiental.

Entonces, mientras atravesaba la puerta, tuvo una visión. Se trataba de una fotografía mental del cielo que se volvía de un espantoso color rojo, al tiempo que los edificios estallaban en llamas. ¡Toda la Tierra estaba siendo destruida por una nova! El Sol había despedido su energía, calentando los planetas interiores, causando unas tormentas solares que lo incineraban todo. Con horror, supo que iba a morir…, junto con el resto de la especie.

Quaid parpadeó. El mundo había vuelto de nuevo a la normalidad. Fue un arrebato de su imaginación, incitado, probablemente, por las noticias acerca de las misteriosas novas. No podía suceder aquí, por supuesto; el sol no pertenecía a ese tipo de estrellas.

¿De verdad? Los astrónomos reconocían que había estrellas que se estaban convirtiendo en novas sin motivo aparente. ¡Estaba claro que los astrónomos no conocían tan bien las estrellas como ellos pensaban! ¿Hasta dónde conocían al sol?

No, era demasiado fantástico. Descartó la idea y se dirigió a los ascensores.

4 – Trabajo

Quaid se vio inmerso en el flujo de las personas que iban a su trabajo, el que había estado contemplando antes desde la ventana. Odiaba esto, y no sabía a ciencia cierta por qué; las corrientes de peatones no tenían nada implícitamente malo en ellas. Quizá se debiera a que su sueño de Marte le brindaba la capacidad de apreciar mejor el desértico terreno abierto, donde hasta el simple hecho de vislumbrar a una persona era un acto significativo, en especial si se trataba de una mujer adorable embutida en un traje espacial. Aquí, se veía zarandeado constantemente por la incesante masa de humanidad, respirando el aire usado de los que le rodeaban y percibiendo la polución industrial, que era crónica en los niveles inferiores, sin importar lo que dijeran las campañas publicitarias locales. Por lo menos, Marte estaba limpio; ahí no había nada salvo polvo rojo y piedras. En Marte, un hombre podía alargar los brazos sin tropezar con la nariz húmeda del tipo de al lado.

Descendió la larga escalera mecánica, que a aquella hora parecía una resonante cascada de cabezas, espaldas y hombros que se deslizaban hacia los niveles inferiores de la estación del metro. Al fondo, la corriente era momentáneamente desviada en torno a una pequeña zona ocupada por un violinista tullido. Quaid sonrió, revitalizado por la visión de alguien que reclamaba espacio y atención para él en medio del anónimo aplastamiento matutino. Se detuvo un instante para deslizar su tarjeta de identificación en el registrador portátil de crédito del violinista. Registró su donativo, y Quaid se dejó arrastrar de nuevo por el flujo.

Se abrió paso a una zona de seguridad. La masa de trabajadores formaba colas para pasar por los grandes paneles de rayos X. El embotellamiento de siempre que le hacía perder tiempo, pero que no podía evitar. Había tanta violencia en los sistemas de tránsito que se habían tenido que adoptar algunas medidas, y por supuesto no deseaba que le robara o le matara algún demente en el metro, o pasar a formar parte de un grupo de rehenes de algún culto revolucionario de reciente creación. No se permitía el paso de ningún objeto metálico o de plástico que pudiera ser empleado como arma, salvo que se viera con claridad que no comportaba peligro alguno; y eso, de algún modo, había reducido los incidentes de violencia.

Sin nada mejor que hacer, se puso a observar las colas que tenía delante a medida que pasaban por entre los paneles. Cada persona perdía allí las ropas y la carne, convirtiéndose en un esqueleto andante, para adquirir de nuevo forma humana completa más allá del panel. Vio que le tocaba el tumo a una mujer joven y atractiva; contempló con atención mientras cruzaba los rayos X; pero no le sirvió de nada. Lo único que aparecía allí eran los huesos, no su cuerpo desnudo. Siempre tenía la esperanza de que algún día algo funcionara mal y que los rayos X fueran lo suficientemente débiles como para eliminar sólo la ropa, dejando al descubierto la carne desnuda. Lamentablemente, nunca sucedía; los paneles funcionaban o no funcionaban, estaban completamente activados o desactivados. Aun así, ésos eran unos buenos huesos.

Le llegó su turno. Pasó, sintiéndose como una persona que se desnudara sobre un escenario. Mientras cruzaba el panel, echó un vistazo a la línea que había a su espalda y vio que una mujer joven le miraba, acariciándose los labios con la punta de la lengua, los ojos fijos en él. ¡Ella intentaba ver su carne desnuda! Eso le gustó un poco. También sabía que poseía unos buenos huesos.

¿Qué le importaba a él lo que pensara una mujer desconocida? En casa tenía una esposa adorable y atenta, y una mujer adorable y aventurera en Marte. No necesitaba ninguna relación más. No obstante, de forma tonta, las ansiaba. Por lo menos, ansiaba una salida de esta monótona existencia. Quizá lo que quería era algo de aventura, ya fuera un viaje lejano o una conquista sexual. ¡Cualquier cosa menos esta maldita carrera de ratas!

Siguió su camino hasta las escaleras mecánicas que bajaban al metro. Allí le esperaba otro embotellamiento, ya que nunca había los coches suficientes para cargar toda la gente que quería entrar. Se encontraba demasiado lejos para conseguir subir al primer metro que viniera, y tendría que esperar al segundo, lo cual significaría unos buenos seis minutos de retraso. Se suponía que pasaban a intervalos de tres minutos; sin embargo, jamás era así. Con toda probabilidad, algún funcionario importante chupaba algo de los presupuestos de tránsito, dejando menos dinero del necesario para la compra y el mantenimiento de más coches. De modo que los que pagaban eran siempre los pasajeros, con un ineludible retraso adicional de tres minutos. Si se encontraba con otro embotellamiento, se presentaría tarde al trabajo, y se lo descontarían de la paga.

Finalmente llegó el metro. Quaid consiguió entrar, y se sintió como una sardina en una lata monstruosa. ¡Qué contraste con Marte!

Había pantallas de video montadas por todas partes, y cada una mostraba sus anuncios. Era como las ventanas múltiples de la pantalla de su casa, con la excepción de que éstas mantenían la perseverancia de la venta machacante. Se trataba de un mercado atrapado, y los patrocinadores se mostraban implacables. Intentó desconectar la pantalla más próxima a él; sin embargo, la alternativa era escuchar la dificultosa respiración de la gente que le rodeaba y percibir sus olores corporales. En la pantalla, un taxista se volvió, como si mirara a un pasajero en el asiento de atrás. Bajo la gorra a cuadros de estilo antiguo había el rostro de un maniquí. Sonrió mecánicamente y dijo:

– ¡Gracias por tomar un TaxiJohnny! Espero que haya disfrutado de la carrera. -El anuncio desapareció y empezó otro.

Un tipo con aspecto feliz yacía en una cama redonda, al lado de la chica. Estaba claro que acababa de hacer el amor con ella o iba a hacerlo. Se encontraban bajo un domo de cristal en el fondo del océano; en el exterior y alrededor de ellos nadaban llamativos peces de colores. Quaid sabía que la mayoría de los peces se hallaban casi en la superficie, no a cinco kilómetros de profundidad, y que tenían mejores cosas que hacer que posar para los ojos de unos turistas que, en cualquier caso, no les prestaban la menor atención. ¡No cuando había chicas desnudas para acariciar! Pero, qué demonios, era el anuncio de ellos. Resultaba estúpido esperar realismo de una publicidad.

– ¿Sueña con unas vacaciones en el fondo del océano…? -decía una voz con ese tono ensordecedor con que los anunciantes insistían en atacar a sus víctimas. Quaid hizo una mueca e intentó apartarse de la pantalla; pero los demás pasajeros se negaron a abrirle paso. Ellos tampoco querían que les rompieran los tímpanos.

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